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El atentado a Rómulo Betancourt

 

Durante los primeros años de la era democrática, en los albores de la larga paz interna que se extendió hasta el final del siglo XX, la violencia fue una constante. Los alzamientos militares se sucedieron con inusitada recurrencia y, a partir de 1961, la izquierda abandonó el carril democrático y abrió varios frentes guerrilleros rurales y urbanos. En ese período ocurrió también el único intento de magnicidio del que se tenga noticia (y pruebas) en la historia moderna del país.

El 24 de junio de 1960, poco después de las nueve de la mañana, camino de los actos mil­itares pre­vis­tos para cel­e­brar el Día del Ejérci­to, en el Paseo Los Próceres, el pres­i­dente Rómu­lo Betan­court fue obje­to de un aten­ta­do con explo­sivos. Ape­nas vein­tic­u­a­tro horas más tarde, ado­lori­do y con­va­le­ciente (las heri­das recibidas le afec­taron la vista del ojo dere­cho, lo dejaron par­cial­mente sor­do y con que­maduras en ambas manos y en el ros­tro), Betan­court denun­ció a los respon­s­ables del frustra­do magnicidio:

“No me cabe la menor duda de que en el aten­ta­do de ayer tiene meti­da su mano ensan­grenta­da la dic­tadu­ra domini­cana. Existe una con­jun­ción de esfuer­zos entre los desplaza­dos del 23 de enero y esa satrapía, para impedir que Venezuela marche hacia el logro de su des­ti­no final; pero esa dic­tadu­ra vive su hora preagóni­ca. Son los postreros cole­ta­zos de un ani­mal pre­históri­co, incom­pat­i­ble con el siglo XX”.

Las imá­genes son del Archi­vo de Fotografía Urbana

El mate­r­i­al explo­si­vo-incen­di­ario esta­ba colo­ca­do en un car­ro mod­e­lo Oldsmo­bile, que fue esta­ciona­do min­u­tos antes del paso de la car­a­vana pres­i­den­cial, un hecho que vio­la­ba los códi­gos de seguri­dad en la mate­ria y que no debió per­mi­tirse, pero ésa fue la prue­ba mis­ma de que miem­bros de las Fuerzas Armadas, resid­u­os de la dic­tadu­ra reciente, esta­ban en la con­spir­ación. En sus propias pal­abras, el Pres­i­dente describió lo ocurrido:

“En la aveni­da de Los Próceres, a las nueve y veinte de la mañana, estal­ló una poderosa explosión, que lanzó el automóvil nue­stro fuera de la vía y lo con­vir­tió en una masa de hier­ro y fuego. Pere­ció allí mis­mo, alcan­za­do direc­ta­mente por el cono de la explosión, el valeroso y bueno Ramón Armas Pérez, ascen­di­do post mórtem a gen­er­al de briga­da. Murió tam­bién el estu­di­ante Juan Eduar­do Rodríguez, transeúnte oca­sion­al. El chofer Aza­el Valero fue des­pe­di­do del vehícu­lo y cayó sobre el pavi­men­to, pira ardi­en­do. Y por entre la corti­na de fuego que nos rode­a­ba y nos lamía, alcan­zamos a escapar con vida el Min­istro de la Defen­sa (Josué López Hen­ríquez), su esposa y yo, los tres con que­maduras gen­er­al­izadas de primero y segun­do gra­do. Se había hecho estal­lar una poderosa car­ga de dina­mi­ta y gelati­na inflam­able colo­ca­da en un vehícu­lo que se situó para­le­lo a una inter­sec­ción de la aveni­da por donde debíamos pasar. Fue usa­do el novísi­mo sis­tema de aten­ta­dos políti­cos, que teníamos el dudoso priv­i­le­gio de estre­nar, de hac­er estal­lar la poderosa bom­ba des­de una dis­tan­cia de cen­tenares de met­ros, medi­ante un mecan­is­mo de microondas”

Las sospe­chas sobre la autoría int­elec­tu­al del mag­ni­cidio frustra­do fueron inmedi­atas. No era esa la primera ocasión en que Rafael Leonidas Tru­jil­lo atenta­ba con­tra el líder vene­zolano. En el ejer­ci­cio de la pres­i­den­cia de la Jun­ta Rev­olu­cionar­ia de Gob­ier­no (1945–1948), Betan­court expresó la necesi­dad de lib­er­ar a Repúbli­ca Domini­cana de una dic­tadu­ra (la más cru­el y san­guinar­ia de Améri­ca) ini­ci­a­da en 1930.  Des­de entonces, amén de con­sid­er­ar­lo una ame­naza con­tra su rég­i­men por su políti­ca de democ­ra­ti­zación del con­ti­nente, Tru­jil­lo le pro­fesa­ba a Betan­court un odio visceral.

Había orde­na­do ya un aten­ta­do con­tra él en La Habana, en 1950. Un sicario arremetió con­tra el líder vene­zolano blan­di­en­do una inyec­ta­do­ra con un poderoso veneno, pero este logró esqui­var el ataque y salir bien libra­do. Después en 1953, cuan­do Betan­court esta­ba refu­gia­do en Cos­ta Rica, gob­er­na­da entonces por Pepe Figueres, el tira­no domini­cano mon­tó a dis­tan­cia un com­plot para asesinarlo, un plan per­ver­so que nada tenía que envidiar a una pro­duc­ción de Hol­ly­wood. Con­spir­ación que no fraguó gra­cias al avi­so de un fun­cionario de la emba­ja­da de Venezuela, quien anun­ció la lle­ga­da a San José de dos sicar­ios cubanos encar­ga­dos de asesinarlo.

Betan­court con­ta­ba con la pro­tec­ción del gob­ier­no tico, pero no era sufi­ciente garan­tía ante seme­jante ame­naza. Su sec­re­tario, Car­los Andrés Pérez, se encar­gó entonces de for­mar un equipo inte­gra­do por dos cubanos que, como ellos, habían aban­don­a­do Cuba tras el golpe de Ful­gen­cio Batista con el obje­to de impedir el aten­ta­do. Dos hom­bres entre­na­dos en el uso de armas y con expe­ri­en­cia de guer­ra: Orlan­do Gar­cía Vázquez* y Raúl Hernán­dez Rodríguez, alias El Pata­to, quien conocía a los sicarios.

Tras algu­nas peripecias de pelícu­las de gang­sters, que incluyó fin­gir que esta­ban en Cos­ta Rica porque tenían el propósi­to de asesinar a Figueres, Gar­cía y El Pata­to liq­uidaron a los sicar­ios en una embosca­da. Los cadáveres, lan­za­dos por un bar­ran­co de la car­retera donde ocur­rió el hecho, aparecieron ocho meses después. Jamás fueron acu­sa­dos por ese hecho.

Este episo­dio de la azarosa vida del exil­i­a­do Betan­court fue nar­ra­do y pub­li­ca­do en la revista dig­i­tal Otro lunes, por el abo­ga­do y comen­tarista cubano Pablo Llabre Rau­rell. Es una nar­ración digna de la fic­ción (ese tipo de cuen­to que uno lee y es tan bueno que desea que sea ver­dad, pero si no lo es poco impor­ta) que, no obstante, me con­fir­mó como cier­ta mi frater­no ami­go peri­odista Manuel Felipe Sier­ra, quien me ase­guró que se la había escucha­do al pro­pio Orlan­do Gar­cía en más de una oportunidad.

Aque­l­los dos aten­ta­dos y el de Los Próceres ocur­rieron en un lap­so de diez años. Todos resul­taron fal­li­dos y no hicieron sino acre­cen­tar la leyen­da de que la pipa de Rómu­lo Betan­court no era una pipa cualquiera. Era, por el con­trario, un obje­to embru­ja­do cuyo humo envolvía a su dueño en una coraza que lo pro­tegía de la mala inten­ción de sus ene­mi­gos políti­cos. Car­los Andrés Pérez y Orlan­do Gar­cía, sin embar­go, nun­ca creyeron en esa superstición.

POR Francisco Suniaga

* Orlan­do Gar­cía man­tu­vo esa relación con Car­los Andrés Pérez des­de entonces. Durante sus dos gob­ier­nos fue una pieza impor­tante de su equipo de seguridad.

Este tex­to fue pub­li­ca­do orig­i­nal­mente en Prodavinci.com el 24 de junio de 2016

CorreodeLara

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