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El día que Rómulo Betancourt esquivó la muerte en Cuba

Luis Alber­to Per­o­zo Padua
Peri­odista espe­cial­iza­do en cróni­cas históricas
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@LuisPerozoPadua

En La Habana, un hom­bre se abal­anzó sobre Betan­court con una jeringa car­ga­da de veneno letal. El ataque, pro­pio de un thriller políti­co, fue silen­ci­a­do y nega­do por sus ene­mi­gos. Esta es la his­to­ria de un mag­ni­cidio frustra­do que casi nadie recuerda

En 1951, Rómu­lo Betan­court vivía un exilio ten­so y vig­i­la­do en la cap­i­tal cubana. Des­de 1948, cuan­do la Jun­ta Mil­i­tar encabeza­da por Car­los Del­ga­do Chal­baud y Mar­cos Pérez Jiménez der­rocó al gob­ier­no democráti­co de Rómu­lo Gal­le­gos, el líder de Acción Democráti­ca se había con­ver­tido en ene­mi­go públi­co de la dic­tadu­ra venezolana.

Pasó por Cos­ta Rica y luego recaló en La Habana, pro­te­gi­do por el pres­i­dente Car­los Prío Socar­rás, pero hosti­ga­do por redes de espi­ona­je que cruz­a­ban fron­teras. Betan­court sabía que su pres­ti­gio y su sola pres­en­cia en tier­ras libres eran una ame­naza para los regímenes autori­tar­ios del continente.

La tarde del 18 de abril de 1951, en el bar­rio del Veda­do, esa ame­naza casi se extin­guió con un solo gesto. El sol caía tibio y las calles parecían tran­quilas. Betan­court, vesti­do con tra­je claro, sal­ió de la casa donde residía y se dirigió a su automóvil.

Rómu­lo Ben­tan­court en 1960

Años después, recor­daría el instante con pre­cisión quirúr­gi­ca: “Yo esta­ba abrien­do el automóvil y oí los pasos pre­cip­i­ta­dos de un señor alto… que traía en la mano un apara­to… hice un esguince rápi­do, él lanzó el puya­zo y el apara­to saltó. El hom­bre perdió el equi­lib­rio, lo empu­jé, él trasta­bil­ló, saqué mi pis­to­la… pasó una mujer y no dis­paré y el hom­bre se fue corriendo…”.

No era un arma de fuego lo que empuña­ba aquel descono­ci­do, sino una jeringa hipodér­mi­ca de gran tamaño, dis­eña­da para uso vet­eri­nario. En su inte­ri­or había un líqui­do amar­il­len­to. “Era una jeringa para cabal­los… con veneno de cobra…”, recor­daría Betancourt.

El ataque había sido cal­cu­la­do para matar en segun­dos: una inyec­ción direc­ta en el tor­rente san­guí­neo habría provo­ca­do paráli­sis y colap­so res­pi­ra­to­rio casi instan­tá­neo. El golpe de su bra­zo izquier­do y la agu­ja dobla­da evi­taron que el veneno entrara en su organ­is­mo. Ape­nas una ras­padu­ra en la piel fue el úni­co con­tac­to con la muerte.

En medio de la con­fusión, sus acom­pañantes lo lle­varon a toda prisa a recibir aten­ción médi­ca. Allí, un médi­co cubano pro­cedió a cau­teri­zar de inmedi­a­to la heri­da con un ter­mo­cau­te­rio, apli­can­do calor direc­to para destru­ir cualquier resid­uo de tox­i­na que pudiera haberse fil­tra­do. El olor acre de la piel chamus­ca­da se mez­cló con el de anti­sép­ti­cos fuertes.

“Si esa agu­ja entra, no estoy aquí con­tán­do­lo”, diría después el pro­pio Betan­court. La jeringa quedó como prue­ba y fue envi­a­da al Lab­o­ra­to­rio de Quími­ca Legal de la Policía Sec­re­ta cubana. El dic­ta­men ini­cial indicó que el líqui­do era Iperi­ta, el gas mostaza usa­do en la Primera Guer­ra Mundi­al. Sin embar­go, meses más tarde, otras inves­ti­ga­ciones apun­tarían a que la sus­tan­cia no era gas mostaza, sino veneno de cobra, traí­do expre­sa­mente para el crimen.

Rómu­lo Ben­tan­court con su esposa Car­men Valverde y Vir­ginia, úni­ca hija de este mat­ri­mo­nio, posa en una cap­tura durante su exilio en Cuba

La conspiración

El aten­ta­do no fue un acto ais­la­do. Betan­court afir­maría sin rodeos: “Tru­jil­lo tomó parte acti­va, en colab­o­ración con la dic­tadu­ra de Pérez Jiménez en Venezuela, con Pedro Estra­da… en el aten­ta­do que me hacen en La Habana…”.

El dic­ta­dor domini­cano Rafael Leónidas Tru­jil­lo y el rég­i­men mil­i­tar vene­zolano com­partían un obje­ti­vo: elim­i­nar a uno de los políti­cos más incó­mo­d­os de la región. La policía cubana, bajo órdenes del jefe de la Sec­re­ta, Erundi­no Vilela Peña, inves­tigó y des­cubrió que los autores mate­ri­ales eran tres italoamer­i­canos de Cayo Hue­so, Florida.

“Los hom­bres eran italoamer­i­canos de Cayo Hue­so; uno se llam­a­ba Joe Cac­ceatore; de los tres, uno mató a otro y esta­ba con el repar­to del botín… el otro se vino a Venezuela, donde esta­ba un señor Tor­res, agente tru­jil­lista que había servi­do de enlace entre Tru­jil­lo, Pedro Estra­da y Pérez Jiménez con estos gán­sters. Eran unos asesinos a suel­do”, con­tó Betancourt.

El informe con­fi­den­cial que Vilela Peña entregó en noviem­bre de 1951 al pres­i­dente Prío Socar­rás pre­cis­a­ba que un domini­cano lla­ma­do Car­los Tor­res, res­i­dente en Mia­mi, había con­trata­do a la ban­da de Tam­pa por 150.000 dólares, pre­sun­ta­mente finan­cia­dos por la Jun­ta de Gob­ier­no venezolana.

Rómu­lo Ben­tan­court en un discurso

Reacción política y mediática 

En Cara­cas, Acción Democráti­ca, operan­do en la clan­des­tinidad, reac­cionó cua­tro días después. Leonar­do Ruiz Pine­da, su sec­re­tario gen­er­al, acusó públi­ca­mente a Pérez Jiménez y sus hom­bres de ser insti­gadores del aten­ta­do y advir­tió que serían respon­s­ables de cualquier otro crimen con­tra sus dirigentes.

En La Habana, la revista Bohemia edi­to­ri­al­izó el 29 de abril con pal­abras afi­ladas: “Fue un pro­ced­imien­to sinie­stro y som­brío, pro­pio de aque­l­las épocas de las repúbli­cas ital­ianas cesarizadas en el Renacimien­to, en que el arte de matar se vio asis­ti­do por todos los refi­namien­tos y maquina­ciones de la ‘razón de Esta­do’… conc­re­ta­mente: hay todas las razones del mun­do –aparte de las que se fun­dan en las declara­ciones del pro­pio Betan­court– para hac­er respon­s­able de ese crimen, direc­ta o indi­rec­ta­mente, al Gob­ier­no mil­i­tar de Venezuela”.

La operación negada 

Pese a todo, la Jun­ta Mil­i­tar y sus rep­re­sen­tantes diplomáti­cos en Lati­noaméri­ca negaron que el ataque hubiera ocur­ri­do. Lo tacharon de “inven­ción políti­ca” y “mon­ta­je propagandístico”.

Con el paso de los años, la negación sur­tió efec­to: el aten­ta­do quedó sepul­ta­do en el olvi­do. Pero los doc­u­men­tos, las cróni­cas y la memo­ria de los pro­tag­o­nistas lo devuel­ven hoy a la super­fi­cie. Y allí, en el eco de aquel abril de 1951, resue­na el instante en que una agu­ja car­ga­da de muerte estu­vo a un segun­do de cam­biar la his­to­ria de Venezuela y de Améri­ca Latina.

Betan­court sobre­vivió, pero la esce­na lo acom­pañaría toda su vida: el bril­lo metáli­co de una agu­ja, el golpe seco de su bra­zo para apartar­la, el ros­tro de un asesino a suel­do escapan­do entre el bul­li­cio, y el dolor pun­zante de una heri­da cau­ter­i­za­da a toda prisa. En las som­bras de la políti­ca con­ti­nen­tal, esa tarde en La Habana demostró que las dic­taduras no sólo dis­para­ban balas… tam­bién sabían inyec­tar veneno.

CorreodeLara

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