La pasión y la pólvora marcaron el destino de Juan Bautista Yepes Gil
Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas
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@LuisPerozoPadua
Heredero de un linaje poderoso de El Tocuyo y Barquisimeto, vivió entre haciendas, amores clandestinos y decisiones temerarias. Su vida terminó en una noche de duelo que dejó seis muertos y una ciudad enmudecida
La bruma nocturna de Barquisimeto parecía tener memoria propia: se pegaba a las fachadas, al empedrado y a los hombres que caminaban con la cabeza alta. En esa atmósfera de rocío y rumores se movía Juan Bautista Yepes Gil, figura de porte severo, voz cortante y manos acostumbradas a dirimir cuentas —tanto comerciales como pasionales— al filo de la pistola.
Donde él entraba, la conversación se acallaba; donde pasaba, el respeto se contagiaba de un matiz que rozaba el miedo. Su vida fue un compendio de linaje, fuego y contracorriente; su muerte, una página sangrienta que la ciudad aún susurra cuando la noche es densa.
Linaje y descendencia rebelde
La historia de los Yepes Gil nace en El Tocuyo, la ciudad madre de Venezuela. Allí, el 20 de enero de 1881, contrajeron matrimonio Don Juan Bautista Yepes Piñero y Doña Josefa Antonia Gil Fortoul, hermana del historiador y político José Gil Fortoul, presidente encargado de Venezuela; de ese enlace nacerían trece hijos que, con su influencia, moldearon parte del Barquisimeto de principios del siglo XX.
El primogénito, Juan Bautista, nació el 29 de enero de 1882. Pasó su niñez en la esquina suroeste de la carrera 17 con calle 23, frente a la antigua Plaza Bolívar de Barquisimeto (hoy Plaza Lara), en una casona erigida originalmente para servir como sede del Gobierno Provincial.

Juan Bautista, pronto se convirtió en hacendado, pues administraba varias posesiones de su familia en el Valle del río Turbio. Contrajo nupcias con Mercedes Yepes Anzola, hija de miembros colaterales de la familia. De esa unión legítima nacieron Elba Mercedes y Ofelia Margarita Yepes Gil Anzola.
No puede entenderse a Juan Bautista sin evocar sus raíces: su abuelo, el legendario José Espiritusanto Gil García —conocido en la literatura histórica como el “Pelón Gil”—, fue abogado, general de la Guerra Federal, diputado al Congreso Nacional y presidente del Gran Estado de Barquisimeto; su sombra política y simbólica pesó sobre las generaciones siguientes y aportó al apellido un aura de autoridad institucional que Juan Bautista supo explotar y a la vez personificar con dureza.
Sin embargo, las murmuraciones del Barquisimeto de antaño aseguraban que el joven Yepes Gil era de espíritu fogoso y enamoradizo, inclinación que pronto lo llevó a mantener romances fuera del matrimonio.
Entre aquellos amores secretos, uno alcanzó cierta resonancia: la relación con María Félix Pérez, una joven criada que trabajaba en la hacienda cafetalera de los Yepes Gil en la cercana población de Río Claro. De ese vínculo nació, el 16 de julio de 1911, José del Carmen, hijo ilegítimo que creció bajo las mismas paredes de la casona familiar, sin que el apellido Yepes-Gil dejara de pesar sobre su destino.
José del Carmen trabajó muchos años en Río Claro como chofer de la propia familia Yepes Gil; ganó experiencia y, cuando pudo, emigró a Caracas junto a su madre —que quedó paralítica tras una caída— y allí fijaron su residencia.
En la capital, José del Carmen contrajo nupcias con Casilda Raimond Sierra, el 3 de noviembre de 1945; de ese matrimonio nacieron José Efraín, Alexis Antonio, Jesús Rafel, María Félix, Juan Bautista, Carmen Teresa, Gustavo Eduardo y Pedro Ramón Pérez Raimond, quienes llevaron adelante la estirpe de un linaje marcado por claroscuros.
Sobre la esposa legítima de Juan Bautista y sus dos hijas —Mercedes, Elba Mercedes y Ofelia Margarita— los rastros documentales son escasos; las huellas se disipan entre mutuas discreciones y carpetas familiares que no siempre llegaron a los archivos públicos.

El duelo de la Calle del Comercio
El carácter de Juan Bautista no admitía medias tintas. Temperamental y arrojado, se sabía temido y lo usaba como escudo y espada. Las riñas en los botiquines —esa especie de foro privado donde se dirimían agravios— eran parte del paisaje y, la noche del 16 de marzo de 1914, un viejo pleito, por faldas, cobró forma definitiva.
Al salir a la Calle del Comercio (hoy avenida 20), la niebla y el silencio fueron el escenario para el ajuste: cinco sujetos, según los testimonios, intentaron cerrarle el paso. Allí se resolvió todo al modo que la época aún aceptaba como arbitre: con fuego.
Las crónicas coinciden en que, apenas sonó el primer disparo, Juan Bautista respondió con la frialdad de un justiciero: cuatro balas, cuatro destinos truncados. Los agresores cayeron de inmediato, como si una sombra inexorable los hubiese reclamado. El quinto alcanzó a disparar en el último aliento del combate, y entonces la calle se volvió un campo de silencio y pólvora: seis cuerpos sobre el empedrado, la ciudad sobrecogida, y la sangre, aún caliente, marcando con rojo la memoria de aquella jornada. Juan Bautista fue el último en caer.
El dictamen del Dr. Antonio María Pineda reveló que su cuerpo resistió no menos de doce impactos de diferentes calibres. No murió al instante; se cree que, aun atravesado por la muerte, sostuvo la defensa de su honor hasta el final. Sus adversarios, en cambio, recibieron cada uno un único disparo, tan certero como inexorable. Aquella escena no parecía de este mundo: tenía la crudeza de un duelo del lejano oeste y la grandeza trágica de una epopeya escrita con pólvora y plomo.

La prensa local, fiel a un discretísimo código de silencio, registró el suceso con una escueta esquela: El Cronista habló de “un duelo a muerte de cinco contra uno” sin identificar nombres ni explicar los móviles. La pompa del apellido no pudo evitar, al final, el ritual funerario íntimo: las mortajas de Juan Bautista fueron colocadas en el Cementerio Bella Vista en una ceremonia contenida, a contracorriente del estruendo que había marcado su último aliento.
Sus despojos inhumados en San José
El primero en partir fue Juan Bautista Yepes Gil, muerto la trágica noche del 16 de marzo de 1914, con apenas 32 años. Un año después, el 10 de febrero de 1915, falleció su padre, don Juan Bautista Yepes Piñero. Ambos, fervorosos católicos y benefactores del templo de San José compartieron un destino común: reposar en la misma casa de Dios que tanto amaron.
Los investigadores Marco Antonio Ghersi Gil y José Antonio Yepes Azparren, ambos parientes de la familia Yepes Gil, señalan en su libro La Historia de la familia Gil desde la época colonial (2013) que, varios años después de sus muertes, los féretros fueron llevados al templo y ubicados en nichos a los lados del altar mayor, señalados con láminas de mármol blanco. La correspondiente a don Juan Bautista Yepes Piñero se hallaba en el lado izquierdo, junto al altar de la Virgen de Coromoto.
El terremoto que destruyó la iglesia y su reconstrucción entre 1969 y 1972 cambiaron el destino de esas placas. Ghersi Gil pudo comprobar personalmente, junto al párroco, que el mesón del altar mayor fue erigido con las dos láminas de mármol que llevaban grabados los nombres de sus familiares.
Durante aquella refacción, los restos de padre e hijo, antes guardados en cofres de madera, fueron depositados bajo el suelo del altar mayor. No se trató de un simple traslado: fue un homenaje profundo a la fe y a la generosidad de la familia Yepes Gil, cuyos aportes materiales y espirituales hicieron posible la restauración del templo.
Hoy, al contemplar el altar de San José, el silencio pareciera resguardar no solo el misterio de la liturgia, sino también la memoria de aquellos devotos que, desde la eternidad, siguen velando por el santuario que ayudaron a sostener con su fe.
Entre rumor y memoria
Con el paso de los años, la historia de Juan Bautista Yepes Gil se fue diluyendo en los vericuetos del tiempo, convertida en rumor y en sombra de tertulia. Sin embargo, hay noches en Barquisimeto en que la niebla parece rescatar aquello que la ciudad prefirió enterrar.
Entonces, alguien cree distinguir en la Calle del Comercio los contornos de una pistola alzada y el gesto severo de un hombre que imponía respeto y sembraba temor; un hombre que, en el epílogo de su vida, eligió defender su honor a cualquier precio.
El linaje halló continuidad en nombres y descendientes, pero la memoria colectiva aún conserva el eco de aquel estallido sombrío, como un latido persistente en el corazón de la ciudad crepuscular.
Excelente relato.
muy interesante lo de la familia como una historia que forjo respeto con sus actuaciones gracias sobrino