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John Williamson: Crónica de un diplomático estadounidense en Venezuela

Luis Alber­to Per­o­zo Padua
Peri­odista espe­cial­iza­do en cróni­cas históricas
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@LuisPerozoPadua

En un momen­to cru­cial para Venezuela, recién sep­a­ra­da de la Gran Colom­bia, el emis­ario esta­dounidense John Gus­tavus Adol­phus Williamson se insta­la en Cara­cas para asumir como primer encar­ga­do de nego­cios de EE. UU. en el país.

Su diario, sus informes al Depar­ta­men­to de Esta­do y la cor­re­spon­den­cia ofi­cial rev­e­lan una relación den­sa y sin­u­osa con el caudil­lo José Anto­nio Páez, figu­ra dom­i­nante de la políti­ca vene­zolana de entonces. En ese ter­ri­to­rio en ebul­li­ción —repub­li­cano en dis­cur­so, pero aún per­son­al­ista en el ejer­ci­cio del poder—, la diplo­ma­cia se con­fundía con la estrate­gia, la per­suasión con la sospecha y la políti­ca con el instin­to de supervivencia.

Esta cróni­ca recon­struye con rig­or doc­u­men­tal y mira­da evo­cado­ra el paso de Williamson por el país, cómo su vín­cu­lo con Páez mold­eó los primeros pasos de las rela­ciones bilat­erales y, sobre todo, cómo su diario —una bitá­co­ra ínti­ma y políti­ca a la vez— se con­vir­tió en un tes­ti­mo­nio invalu­able del nacimien­to de la repúbli­ca venezolana.

En 1826, Williamson fue nom­bra­do Cón­sul de los Esta­dos Unidos en la Repúbli­ca de Colombia

El emisario y la república incierta

Cuan­do en 1826 Williamson pisó La Guaira por primera vez como agente con­sular, lo recibió una nación rota. El país, aún una provin­cia den­tro de la Repúbli­ca de Colom­bia ape­nas emergía de los estra­gos de la Guer­ra de Inde­pen­den­cia. La sociedad esta­ba seg­men­ta­da entre antigu­os patri­o­tas y monárquicos recelosos, com­er­ciantes ingle­ses, aven­tureros criol­los, com­er­ciantes cor­sar­ios y caudil­los que lucha­ban por impon­er su visión de país.

Williamson era entonces un joven de 33 años, había naci­do el 2 de diciem­bre de 1793, hijo de James Williamson, un hacen­da­do del con­da­do de Per­son, Car­oli­na del Norte, con vín­cu­los con la políti­ca estatal. Había inten­ta­do estu­di­ar dere­cho sin com­ple­tar su for­ma­ción, y ejer­ci­do el com­er­cio en Nue­va York antes de retornar a su esta­do natal. 

Des­de 1823 se involu­cró en políti­ca local como leg­is­lador estatal, desta­can­do por su adhe­sión al pen­samien­to de Andrew Jack­son y John C. Cal­houn. Bus­ca­ba —según sus propias pal­abras— “un puesto per­ma­nente y hon­or­able, con salario sufi­ciente para vivir con dig­nidad”. Fue por recomen­dación de sus ali­a­dos que logró su nom­bramien­to como cón­sul en La Guaira.

Durante los sigu­ientes seis años, se dedicó a obser­var, repor­tar y estable­cer redes de con­fi­an­za en el litoral cen­tral vene­zolano. Des­de La Guaira reporta­ba a Wash­ing­ton sobre las condi­ciones del com­er­cio marí­ti­mo, los vaivenes de la políti­ca inter­na y los enfrentamien­tos entre líderes regionales. Fue tes­ti­go del colap­so pau­lati­no de la Repúbli­ca de Colom­bia y de la emer­gen­cia de una nue­va Venezuela aún en bus­ca de iden­ti­dad institucional.

En 1832 regresó a Esta­dos Unidos. Se casó en Filadelfia con Frances “Fan­ny” Travis, joven cul­ta de famil­ia aco­moda­da, y se pos­tuló para el Con­gre­so sin éxi­to. Poco tiem­po después, recibió una car­ta del Depar­ta­men­to de Esta­do solic­itán­dole regre­sar a su puesto diplomáti­co. Williamson regresó a Venezuela sin su esposa, pero meses después solic­itó per­miso para via­jar a bus­car­la y traer­la con­si­go a Caracas.

Primer rep­re­sen­tante de EE. UU. en la Repúbli­ca de Venezuela, 1835–1840; miem­bro de la Asam­blea Gen­er­al de Car­oli­na del Norte. Su lugar de nacimien­to esta­ba a 800 met­ros al sureste

Un país bajo la sombra de Páez

En 1835, tras el reconocimien­to ofi­cial de Venezuela por parte del gob­ier­no de Andrew Jack­son, fue nom­bra­do primer encar­ga­do de nego­cios de Esta­dos Unidos ante la naciente repúbli­ca vene­zolana. Se instaló en Cara­cas y pre­sen­tó sus cre­den­ciales el 30 de junio de ese año, en una cer­e­mo­nia solemne ante el pres­i­dente José María Vargas. 

En su dis­cur­so, expresó el deseo de su país de man­ten­er una relación “fun­da­da en el afec­to, el respeto mutuo y la coop­eración”. Var­gas respondió con tono diplomáti­co, salu­dan­do la pres­en­cia de un emis­ario norteam­er­i­cano “dota­do de rela­ciones y conocimien­tos valiosos para el país”.

Pero más allá de los pro­to­co­los, Williamson entendía que la ver­dadera fuerza grav­ita­cional de la políti­ca vene­zolana no residía en la Pres­i­den­cia, sino en la figu­ra dom­i­nante de José Anto­nio Páez, héroe de la inde­pen­den­cia y arqui­tec­to del nue­vo orden.

Lo percibía como un caudil­lo frío, cal­cu­lador y fer­oz­mente estratégi­co. “Páez son­ríe, pero no olvi­da”, escribió en su diario. Para él, el gen­er­al era un políti­co nato, capaz de del­e­gar, pero no de reti­rarse; de aparentar neu­tral­i­dad, pero de con­tro­lar con pre­cisión los hilos del poder.

“Gob­ier­na sin títu­lo siem­pre que desea”, anotó el diplomáti­co en otra entra­da. Aun cuan­do for­mal­mente esta­ba reti­ra­do, Páez seguía sien­do la figu­ra clave en la toma de deci­siones, y eso lo sabía cada extran­jero que bus­ca­ba nego­ciar, com­er­ciar o estable­cer alianzas.

José Anto­nio Páez-Recrea­do con IA por Genealogía Ilustra­da para CorreodeLara

Intimidad de la diplomacia

Williamson era metic­u­loso. Su diario —hoy con­ser­va­do en la Uni­ver­si­dad Estatal de Luisiana y en los Archivos Estatales de Car­oli­na del Norte— es un doc­u­men­to raro en su género. Mez­cla el rig­or del fun­cionario con la mira­da del tes­ti­go sor­pren­di­do. En él se cruzan reflex­iones sobre trata­dos, comen­tar­ios sobre líderes criol­los, descrip­ciones del cli­ma, de los buques que arrib­a­ban, de los ser­mones domini­cales, inclu­so de los menús caraqueños.

Pero tam­bién apare­cen los temores del envi­a­do: “Temo que el vol­u­ble áni­mo de Cara­cas pon­ga en peli­gro la mer­cadería esta­dounidense.” Esa frase, repeti­da en varias oca­siones, rev­ela el tras­fon­do económi­co de su mis­ión: ase­gu­rar el com­er­cio entre ambas naciones y evi­tar que la inesta­bil­i­dad vene­zolana afec­tara los intere­ses de com­er­ciantes norteamericanos.

En más de un informe, advertía sobre los saque­os durante los alza­mien­tos, las ame­nazas a almacenes de hari­na y los motines que, si bien no iban dirigi­dos con­tra los extran­jeros, ter­mina­ban afec­tán­do­los. Pedía cautela, pero tam­bién inter­ven­ción cuan­do era nece­sario: “Una diplo­ma­cia pasi­va es un ries­go cuan­do el orden públi­co se desvanece.”

Episodio de la gallera presidencial

Una de las anéc­do­tas más rev­e­lado­ras de la difer­en­cia de esti­los cul­tur­ales entre el envi­a­do esta­dounidense y los líderes criol­los ocur­rió tras la pre­sentación de cre­den­ciales. Williamson fue invi­ta­do por Páez a su res­i­den­cia. Lo recibió sin uni­forme ni pro­to­co­lo. Esta­ba en camisa, chale­co y pantu­flas, acari­cian­do y ali­men­tan­do sus gal­los de pelea. La con­ver­sación ofi­cial tran­scur­rió mien­tras el pres­i­dente pesa­ba a los ani­males, los “care­a­ba” y los prepara­ba para la contienda.

Williamson, más que ofen­di­do, quedó sor­pren­di­do. No por el des­cui­do del atuen­do, sino por la nat­u­ral­i­dad con la que se entre­laz­a­ban el poder y la cos­tum­bre. Años más tarde, escribiría con humor británi­co que “los asun­tos de Esta­do en Venezuela se dis­cuten entre espuelas, plumas y apuestas.”

La gallera de Páez no era sólo un pasatiem­po. Era un espa­cio sim­bóli­co de poder, donde inclu­so diplomáti­cos europeos quedaron atra­pa­dos. En una ocasión, según nar­ró el pro­pio Páez, un grupo de envi­a­dos británi­cos pasó una sem­ana en su casa apo­s­tan­do con entu­si­as­mo. El gen­er­al perdería seis mil pesos, pero ganaría esti­ma diplomáti­ca: “Pen­sé que como eran musi­ues no ten­drían tac­to para los gal­los, pero ter­mi­naron dom­i­nan­do el juego más que yo.”

Así hablaba el pueblo

The jour­nal of John G.A. Williamson, first diplo­mat­ic rep­re­sen­ta­tive to the Unit­ed States to Venezuela

Entre las pági­nas amar­il­len­tas de su diario, Williamson no solo reg­istró los vaivenes de la políti­ca ni las car­tas lle­gadas des­de Wash­ing­ton: tam­bién dejó con­stan­cia, casi con asom­bro etno­grá­fi­co, de los hábitos lingüís­ti­cos de los caraqueños.

En su oído entre­na­do para el inglés for­mal, res­on­a­ban con fre­cuen­cia tres pal­abras que parecían for­mar parte del alma cotid­i­ana del vene­zolano de 1835: bar­ri­ga, pecho y culo. Tres sus­tan­tivos car­ga­dos de car­nal­i­dad, de afec­to o de burla, repeti­dos con la nat­u­ral­i­dad de quien habla des­de el cuer­po. Era, para Williamson, una rev­elación: ese pueblo se nom­bra­ba a sí mis­mo des­de sus entrañas, y no des­de sus ideas.

El tratado y las estrategias

Durante su gestión, Williamson fue una figu­ra acti­va en la con­sol­i­dación del primer trata­do entre Venezuela y Esta­dos Unidos. El Trata­do de Paz, Amis­tad, Com­er­cio y Nave­gación, fir­ma­do el 20 de enero de 1836, sen­tó las bases de una relación for­mal entre ambas repúblicas.

El trata­do fue más que un doc­u­men­to de inten­ciones. Era el resul­ta­do de una relación per­son­al entre el emis­ario esta­dounidense y Páez. Williamson con­fi­a­ba en el gen­er­al: “Es el úni­co que puede ofre­cer paz y tran­quil­i­dad a Venezuela.”

Las cifras respal­daron el entu­si­as­mo: las exporta­ciones vene­zolanas hacia EE. UU. pasaron de 900 mil pesos en 1831 a más de dos mil­lones en 1838. Las importa­ciones tam­bién se man­tu­vieron en nive­les esta­bles, con pocas bajas, sal­vo durante las cri­sis políti­cas de 1847 y 1848.

Williamson entendió que debía tratar no solo con mil­itares, sino con fig­uras de la élite civ­il. José María Var­gas y San­tos Miche­le­na fueron sus inter­locu­tores. De Var­gas escribió: “Cortesía sin fuerza.” De Miche­le­na: “Su voz no da decre­tos, pero define rumbos.”

Soledad del diplomático

A pesar de su vocación, la vida ínti­ma de John Gus­tavus Adol­phus Williamson fue una lenta renun­cia. Frances, su esposa, no resis­tió el calor sofo­cante, la dis­tan­cia cul­tur­al ni la monot­o­nía de un país que le era ajeno. En febrero de 1840, aban­donó Venezuela y lo dejó solo en su puesto, solo en su casa, solo en su idioma. Williamson, heri­do pero leal a su deber, permaneció.

El vacío se con­vir­tió en som­bra, y la som­bra en enfer­medad. Una dolen­cia per­sis­tente —el cáncer de estó­ma­go— comen­zó a con­sumir­lo con la mis­ma con­stan­cia con que la melan­colía había ero­sion­a­do su espíritu. El 7 de agos­to de 1840, exhaló su últi­mo alien­to en Cara­cas, sin haber logra­do abrazar de nue­vo a su esposa ni regre­sar a su tier­ra natal.

Fue enter­ra­do con dis­cre­ción en el Cemente­rio Inglés, en una tum­ba disc­re­ta, sin pom­pas ni epitafios rim­bom­bantes. Antic­i­pan­do el desen­lace, había redac­ta­do y envi­a­do al Depar­ta­men­to de Esta­do un tes­ta­men­to diplomáti­co, sereno y pre­ciso con la sobriedad de quien ha hecho de la mesura un prin­ci­pio de vida. No dejó cabos suel­tos. Inclu­so ante la muerte, quiso cumplir el pro­to­co­lo. Fue un hom­bre que supo des­pedirse como vivió: en orden, y en silencio.

La Guaira vista des­de cer­ro Col­orado, 1895

Legado entre líneas

Páez lamen­tó su pér­di­da. En su men­saje pres­i­den­cial de 1841 recono­ció su labor: “He procu­ra­do cul­ti­var las mejores rela­ciones exte­ri­ores… pro­te­gien­do a sus súb­di­tos den­tro de los límites de los trata­dos y leyes que nos rigen.”

La cróni­ca de Williamson no es sólo la his­to­ria de un hom­bre que rep­re­sen­tó a su país. Es el retra­to de una época, el tes­ti­mo­nio de una repúbli­ca naciente que se debatía entre el caudil­lis­mo y la repúbli­ca legal, entre el deseo de mod­ernidad y las iner­cias del poder personalista.

Su diario per­manece como cáp­su­la del tiem­po. En él se fun­den obser­vación políti­ca, asom­bro cul­tur­al y sen­si­bil­i­dad humana. Su frase sobre Páez —“gob­ier­na sin títu­lo siem­pre que desea”— sin­te­ti­za la esen­cia del poder en el siglo XIX venezolano.

La his­to­ria vene­zolana, en su frag­ili­dad y fuerza, sigue sien­do una his­to­ria de hom­bres que son­ríen, cal­cu­lan… y no olvi­dan. Williamson lo supo, lo escribió y lo vivió.

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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