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Rafael de Nogales Méndez, el venezolano que cruzó todas las guerras

Luis Alber­to Per­o­zo Padua
Peri­odista espe­cial­iza­do en cróni­cas históricas
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@LuisPerozoPadua

Hijo de las mon­tañas and­i­nas y del espíritu uni­ver­sal, recor­rió el mun­do con la espa­da y la pluma. Fue tes­ti­go de impe­rios en ruina, de rev­olu­ciones encen­di­das, del exter­minio de pueb­los y de la soledad del exilio. Vene­zolano errante, mil­i­tar sin ban­dera y cro­nista de su tiem­po, su vida se con­vir­tió en una nov­ela real que pocos en su patria recuerdan

En las mon­tañas frías de Táchi­ra, donde el hor­i­zonte parece una eternidad de niebla, nació un hom­bre des­ti­na­do a no ten­er raíces. Rafael de Nogales Mén­dez vino al mun­do el 14 de octubre de 1879 en San Cristóbal, hijo de Felipe Inchauspe —apel­li­do vas­co que, tra­duci­do, sig­nifi­ca “de Nogales”— y de Jose­fa Mén­dez Brito. Por la línea pater­na era bis­ni­eto del coro­nel Pedro Luis Inchauspe; por la mater­na, descen­di­ente del con­quis­ta­dor Diego de Mén­dez. En su san­gre se mez­cla­ban la heren­cia de los sol­da­dos y la nos­tal­gia de los exploradores.

Su infan­cia, entre los cafe­tales tachirens­es y los relatos de antepasa­dos, no duró mucho. En 1886, sus padres lo enviaron a Europa: Ale­ma­nia, Bél­gi­ca y España fueron sus primeras esta­ciones. Allí recibió una edu­cación esmer­a­da, con dis­ci­plina cas­trense y vocación int­elec­tu­al. En los salones europeos aprendió idiomas, filosofía y esgri­ma; entre uni­formes de cadetes com­prendió que su des­ti­no estaría más cer­ca de las fron­teras que de las aulas.

Des­de joven, su vida fue una suce­sión de par­tidas. En 1898, cuan­do ape­nas tenía diecin­ueve años, se unió a las tropas españo­las que defendían Cuba ante la inter­ven­ción esta­dounidense. Allí cono­ció el rui­do de los cañones y el vér­ti­go de la der­ro­ta imperial.

Rafael de Nogales Méndez

El sol­da­do sin bandera

De regre­so a Améri­ca, Nogales Mén­dez no hal­ló sosiego. En 1902 retornó a Venezuela para unirse a la Rev­olu­ción Lib­er­ta­do­ra, aque­l­la revuelta que pre­tendía der­ro­car a Cipri­ano Cas­tro. Su par­tic­i­pación fue breve, pero deci­si­va en su for­ma­ción: entendió que la guer­ra, más que una causa, era una vocación.

En 1904 ya esta­ba en Chi­na, enro­la­do en las opera­ciones de la guer­ra ruso­japone­sa, movi­do por una mez­cla de curiosi­dad, auda­cia y ham­bre de mun­do. Su nom­bre empez­a­ba a fig­u­rar en per­iódi­cos extran­jeros, pero en Venezuela ape­nas si era recordado.

Volvió al país en 1908, jus­to cuan­do el gob­ier­no de Cipri­ano Cas­tro caía y se alz­a­ba el largo dominio de Juan Vicente Gómez. Nogales, fer­voroso defen­sor de la mod­ernidad y de una Venezuela occi­den­tal­iza­da, emprendió una cam­paña peri­odís­ti­ca a favor de la democ­ra­cia. Ese gesto lo con­denó: Gómez lo declaró ene­mi­go y Nogales debió exil­iarse. Pasó a Colom­bia, luego a Curazao y Trinidad, donde man­tu­vo con­tac­to con los antigomecis­tas que soña­ban con una patria libre del dictador.

Rafael de Nogales (1877–1937), con camel­lo y uni­forme de cam­paña, ofi­cial en la caballería impe­r­i­al tur­ca durante la Primera Guer­ra Mundial

Bajo la Media Luna del Imperio

Cuan­do estal­ló la Primera Guer­ra Mundi­al en 1914, Nogales Mén­dez esta­ba en Europa. Ofre­ció sus ser­vi­cios a las fuerzas ali­adas, primero en Bél­gi­ca, luego en Fran­cia, pero su condi­ción de extran­jero sin ban­dera lo dejó en tier­ra de nadie. Bus­can­do des­ti­no, via­jó a Per­sia, donde se incor­poró a las fuerzas expe­di­cionar­ias del Impe­rio Otomano. Allí comen­zó el capí­tu­lo más inten­so y polémi­co de su vida.

En 1915 par­ticipó como ofi­cial en la cam­paña del Cáu­ca­so y fue tes­ti­go de la masacre de la población arme­nia en la ciu­dad de Van, en Ana­to­lia ori­en­tal. Aquel episo­dio —que él mis­mo describió años después con dolor y dis­tan­cia— le otorgó el títu­lo hon­orí­fi­co de “Bey”, pero tam­bién lo mar­caría para siem­pre. Com­bat­ió en Palesti­na, fue gob­er­nador mil­i­tar de parte de su cos­ta y recibió con­dec­o­ra­ciones sin­gu­lares: la Cruz de Hier­ro otor­ga­da por el káis­er Guiller­mo II y la Estrel­la del Mechedieh. 

Llegó a ser teniente coro­nel del Esta­do May­or de la Ter­cera División de Caballería Impe­r­i­al Otomana, ad honórem, y con­du­jo en 1917 una expe­di­ción que atrav­esó la fron­tera egip­cia, incen­dian­do aldeas en nom­bre de un impe­rio que ya se desmoronaba.

En sus memo­rias dejó tes­ti­mo­nio de aquel mun­do con­vul­so, donde la glo­ria se mez­cla­ba con la bar­barie. “El sol­da­do que sobre­vive a demasi­adas guer­ras”, escribiría, “aca­ba con­ver­tido en su pro­pio enemigo”.

El Esta­do May­or del ejérci­to tur­co en la Cam­paña del Sinaí y Palesti­na, 1914

Entre vaque­ros, rebeldes y revoluciones

Ter­mi­na­da la Gran Guer­ra, Nogales aban­donó el ejérci­to tur­co en 1919 y emprendió una trav­es­ía que parecía un sueño febril. Pasó por Alas­ka y las costas del Árti­co; tra­ba­jó como vaque­ro en Ari­zona; par­ticipó en la Rev­olu­ción Mex­i­cana jun­to a Emil­iano Zap­a­ta y luego con Pan­cho Vil­la. A través de las balas y el pol­vo, des­cubrió que la lucha de los hom­bres se repetía con dis­tin­tos nombres.

En Nicaragua cono­ció a Augus­to César Sandi­no, el leg­en­dario guer­rillero que com­bat­ía la ocu­pación esta­dounidense. De aque­l­la amis­tad nac­ería uno de sus libros más agu­dos, Saqueo a Nicaragua (1928), donde denun­ció los abu­sos de los marines en Cen­troaméri­ca con una prosa entre el repor­ta­je y la confesión.

Todavía quiso volver a su tier­ra por la fuerza. En 1930 par­ticipó en una fra­casa­da invasión por la Gua­ji­ra colom­biana, con la esper­an­za de der­ro­car a Gómez. No lo logró. Su figu­ra, ya leg­en­daria en otros país­es, seguía sien­do incó­mo­da en Venezuela.

Olvi­do como segun­da muerte

En 1936, muer­to el Ben­eméri­to, Nogales Mén­dez regresó por fin a su patria. El gob­ier­no del nue­vo pres­i­dente, el gen­er­al Eleazar López Con­tr­eras, receloso de su pasa­do y de su fama, le asignó un car­go menor: jefe de adu­a­na en Las Piedras, esta­do Fal­cón. Para un hom­bre que había cabal­ga­do los desier­tos de Ara­bia y cruza­do las estepas rusas, aquel des­ti­no era una especie de destier­ro interior.

Renun­ció un año después y par­tió hacia Panamá. Allí, en una clíni­ca anón­i­ma, murió el 10 de julio de 1937, tras una operación en la gar­gan­ta. Lo acom­paña­ban el silen­cio y el olvi­do. No hubo hon­ores, ni cer­e­mo­nias, ni pren­sa que recor­dara que aquel hom­bre había sido uno de los pocos vene­zolanos con­dec­o­ra­dos por el káis­er de Ale­ma­nia y que había cono­ci­do a los grandes pro­tag­o­nistas de su siglo.

Sus Memo­rias —pub­li­cadas orig­i­nal­mente en inglés en 1932— fueron tra­duci­das al castel­lano recién en 1974.

El cuer­po de Rafael de Nogales regresó a Venezuela en 1975, pero el país no sabía qué hac­er con él. Sus restos per­manecieron días en la adu­a­na del puer­to de La Guaira, sin que nadie los recla­ma­ra. Ningún famil­iar acud­ió. Ningún mil­i­tar lo hon­ró. Había sido gen­er­al del ejérci­to tur­co, sí, pero tam­bién un vene­zolano que cruzó el mun­do con el nom­bre de su patria en los labios. Sus restos mor­tales fueron inhu­ma­dos en el Cemente­rio Gen­er­al del Sur, en una tum­ba anod­i­na. Con el tiem­po, su figu­ra se fue desvanecien­do del recuer­do colectivo.

Rafael de Nogales en 1917

El eco de un nombre

Rafael de Nogales Mén­dez fue, en esen­cia, un hijo del siglo XIX que sobre­vivió en el XX. Su vida se desplegó como una nov­ela de aven­turas escri­ta a san­gre y fuego: cruzó océanos, par­ticipó en guer­ras que no eran suyas, cono­ció el poder y el des­en­can­to. En cada país fue extran­jero, y quizás por eso rep­re­sen­tó mejor que nadie el des­ti­no de los que bus­can en el mun­do lo que su patria les niega.

En Venezuela, su nom­bre ape­nas se pro­nun­cia. La escuela lo igno­ra, los libros lo reducen a nota al pie. Sin embar­go, su his­to­ria sigue viva en los archivos del tiem­po, en las pági­nas que él mis­mo escribió con lucidez y amargura.

Porque Nogales Mén­dez no fue solo un sol­da­do de for­tu­na: fue un tes­ti­go del trán­si­to entre dos eras, un cro­nista que entendió que las guer­ras se ganan o se pier­den, pero siem­pre se pagan. Su figu­ra encar­na la trage­dia de un país que, a menudo, olvi­da a los suyos jus­to cuan­do más fal­ta le harían.

Hoy, cuan­do su tum­ba yace casi olvi­da­da y su nom­bre ape­nas sobre­vive en los libros, Rafael de Nogales Mén­dez sigue sien­do el ejem­p­lo del hom­bre que quiso vivir a la altura de sus sueños. Su his­to­ria es tam­bién la nues­tra: la de un pueblo que olvi­da con la mis­ma facil­i­dad con que admi­ra, y que a menudo deja a sus héroes erran­do, eter­na­mente, por los caminos del desierto.

Y así, el hom­bre que cruzó todas las guer­ras —de Cuba a Ana­to­lia, de Méx­i­co al Árti­co— ter­minó sien­do ven­ci­do por la más per­sis­tente de todas: la del olvido.

Rafael de Nogales, en Cara­cas vesti­do civ­il en enero de 1927. Esta fotografía fue toma­da por Filadelfo Ramos a quien en sus memo­rias se refiere como mi ami­go el ori­en­tal, quien real­izó varias entre­vis­tas a Nogales. Foto: HistoricImages

CorreodeLara

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