Bolívar en Nueva York: la estatua que conectó a Venezuela con Estados Unidos
Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas
[email protected]
@LuisPerozoPadua
Más que una obra de arte público, la estatua ecuestre de Simón Bolívar en Nueva York encarna un gesto de acercamiento político entre Venezuela y Estados Unidos. Desde su instalación original en 1921 hasta su traslado y reinauguración en 1951, ha sido escenario de alianzas simbólicas, actos oficiales y celebraciones cívicas que consolidaron la relación bilateral y aún resuenan en el corazón institucional de Manhattan
Era 19 de abril de 1921 y el sol primaveral bañaba Central Park con una solemnidad inusual. En lo alto de Summit Rock —el sitio más elevado del parque, que pronto sería conocido como Bolívar Hill—, una multitud esperaba el inicio de la ceremonia. Entre los presentes se encontraban el presidente estadounidense Warren G. Harding, funcionarios venezolanos llegados en barco desde Caracas, descendientes de próceres independentistas, delegaciones de las repúblicas sudamericanas y ciudadanos provenientes de diversos rincones del continente.
A las cuatro en punto, en ese rincón de Manhattan, América del Sur y del Norte se estrechaban la mano en bronce. La escena condensaba múltiples gestos simbólicos. Marines formaban en fila, una banda militar afinaba instrumentos, el bronce de la estatua esperaba oculto bajo una lona.

Harding tomó la palabra, no como político, sino como orador de historia. Citó a al general George Washington, evocó al Libertador Simón Bolívar, invocó el espíritu de Lexington y Caracas, uniendo dos revoluciones en una sola fecha y un mismo mensaje. Su voz retumbó entre los árboles del parque, cuando dijo: “Este día es el aniversario de la batalla de Lexington… y también del inicio de la lucha por la libertad en Venezuela”.
Un cruce de caminos históricos quedaba así bendecido bajo el signo de la libertad compartida. El momento cumbre llegó cuando una niña venezolana tiró de la cuerda y el bronce emergió. El Libertador, montado en su caballo, se alzó ante un público que rompió en aplausos. Salvas de honor tronaron. Sonaron los himnos de Venezuela y Estados Unidos. El bronce vibraba. Y una carta sin papel, firmada por los pueblos, quedaba inscrita en la piedra del parque más famoso del mundo.

Encargo diplomático
Lo que en apariencia fue un gesto de cortesía entre naciones amigas, encubría en realidad una compleja trama de decisiones diplomáticas, debates estéticos y procesos administrativos que se prolongaron durante más de una década.
El interés por rendir homenaje a Simón Bolívar en Nueva York tiene antecedentes que se remontan a fines del siglo XIX. La primera estatua del Libertador fue diseñada por R. De Las Cora e instalada en 1891 sobre un promontorio en Central Park, cerca de la calle 83 Oeste, un lugar que con el tiempo llegó a conocerse como Bolívar Hill.
Sin embargo, la obra fue objeto de severas críticas: muchos consideraban que no reflejaba con fidelidad la grandeza del prócer ni alcanzaba la calidad artística esperada. Finalmente, la Junta del Parque ordenó su retiro.

En 1897, el escultor Giovanni Turinni presentó una segunda interpretación, fue rechazada, en esta ocasión por la Sociedad Nacional de Escultura, órgano que asesoraba entonces a la Junta en asuntos de arte público—, dejando nuevamente vacante el espacio para una representación digna del Libertador.
Fue recién en 1916 cuando el gobierno venezolano decidió patrocinar un concurso internacional para concretar definitivamente el homenaje. De los veinte artistas participantes, la propuesta ganadora fue la de Sally James Farnham (1876–1943), una escultora talentosa, pero relativamente desconocida en comparación con sus colegas varones. Su concepción de Bolívar —heroico, enérgico, resuelto— logró destacar entre diseños que oscilaban entre el neoclásico y el modernismo, y capturó de inmediato el favor del comité venezolano.
Farnham se convirtió en la primera mujer en esculpir una estatua ecuestre de Bolívar, y una de las pocas artistas estadounidenses en recibir la Orden del Libertador, la más alta distinción venezolana, entregada tras la inauguración.
Su obra fue tan monumental como simbólica: 4,5 metros de altura solo en el cuerpo del Libertador y su caballo, fundidos en bronce con una base de granito pulido de más de seis metros.
El contrato inicial, fijado en 24.000 dólares, terminó costando alrededor de 8.000 debido a una serie de disputas, aunque hoy, ajustado a la inflación, superaría los 2 millones de dólares. Más allá de los números, el valor real de la estatua fue político.
En un momento en que Venezuela buscaba proyectar su identidad en el plano internacional, regalarle al pueblo estadounidense una imagen monumental del héroe de la independencia fue un acto cargado de intención. Bolívar, elevado sobre la colina, se convertía así en el primer embajador en bronce del país en Estados Unidos.

Detalles ocultos en el bronce
Pocos visitantes se detienen a observar los detalles escondidos en la obra. La figura ecuestre de Bolívar está cargada de mensajes visuales. El caballo alza una pata delantera, una pose que, según la leyenda ecuestre, indica que el jinete murió en batalla.
Aunque históricamente inexacto —Bolívar falleció por enfermedad—, la postura resalta el dramatismo heroico. La mirada del Libertador está dirigida simbólicamente hacia el sur, hacia su tierra natal, como recordando siempre de dónde vino.
En la base del monumento, inscripciones en inglés y español resumen su legado: Por el frente del pedestal se puede leer: SIMON BOLIVAR. EL LIBERADOR. NACIO EN CARACAS EL 24 DE JULIO DE 1783. MURIO EN SANTA MARTA EL 17 DE DICIEMBRE DE 1830.
Al costado del pedestal destaca: LIBERTADOR DE VENEZUELA COLOMBIA PANAMÁ ECUADOR PERU FUNDADOR DE BOLIVIA. VENEZUELA A LA CIUDAD DE NUEVA YORK
Un resumen sobrio, pero que late con la potencia de la historia continental. Muchos ignoran también que la estatua fue fundida en Nueva York por el estudio Roman Bronze Works, uno de los talleres más reputados de la época, encargado de producir obras para artistas como Frederic Remington y Augustus Saint-Gaudens. De allí emergió el Bolívar que hoy observa, firme y sereno, el vértigo urbano de Manhattan.

El Libertador en el altar de las Américas
Treinta años después de su primera instalación en Central Park, la estatua de Simón Bolívar fue trasladada a un nuevo emplazamiento más visible y simbólicamente cargado: la intersección entre Central Park South (calle 59) y la recién rebautizada Avenue of the Americas. Esta decisión, impulsada por la ciudad de Nueva York en 1951, formó parte de un esfuerzo diplomático por fortalecer los vínculos con América Latina tras la Segunda Guerra Mundial.
El 19 de abril de ese mismo año —fecha emblemática para Venezuela—, la escultura fue reinaugurada en su nuevo pedestal de granito negro, diseñado por la firma de arquitectura paisajista Clarke & Rapuano, especializada en intervenciones urbanas sobrias y elegantes.
La ceremonia congregó a una nutrida concurrencia: escolares, músicos, soldados, ciudadanos y representantes de cuerpos diplomáticos. Aunque no se pronunciaron discursos oficiales que hayan quedado registrados, la presencia del embajador venezolano en Washington, Dr. Luis Jerónimo Pietri, junto a una delegación enviada por el gobierno del presidente Germán Suárez Flamerich, dio al acto un carácter solemne y claramente institucional.
El evento no solo marcó una nueva etapa para la obra, sino que reafirmó la amistad intercontinental entre Venezuela y los Estados Unidos en el corazón mismo de Manhattan. Fue en ese momento cuando comenzó a configurarse una suerte de altar cívico en plena ciudad: una explanada monumental dedicada a los grandes libertadores del hemisferio sur.
Un mes después de la reubicación de la estatua de Bolívar, el 25 de mayo de 1951, se inauguró en el lado oeste de la plaza la estatua del general argentino José de San Martín, consolidando un eje simbólico entre dos figuras clave de la emancipación suramericana.
Años más tarde, en 1965, se sumó una tercera escultura, esta vez dedicada al poeta, activista y héroe nacional cubano José Martí, ubicada entre las dos anteriores. Juntas, las tres figuras configuran un triángulo monumental que celebra los ideales de independencia, justicia y libertad que unieron a los pueblos latinoamericanos.
Con este nuevo enclave urbano, el Bolívar de bronce cobró nueva vida: ya no aislado sobre su antigua colina, sino en el centro palpitante de Nueva York, como parte de un conjunto que articula historia, diplomacia y una memoria continental compartida.

Memoria en metal: las medallas del homenaje
La conmemoración de la estatua ecuestre de Simón Bolívar en Nueva York no se limitó al acto ceremonial. También quedó sellada en metal. En dos momentos clave —1921 y 1951— el gobierno venezolano mandó a acuñar medallas conmemorativas que condensaron, en su forma y simbolismo, la trascendencia diplomática del gesto.
La primera fue emitida con motivo de la inauguración original del monumento, el 19 de abril de 1921. Su elaboración estuvo a cargo de la prestigiosa firma neoyorquina Whitehead & Hoag, reconocida por su trabajo con emblemas y medallas oficiales. La pieza, hecha en bronce, tenía un diseño sobrio y elegante. Pesaba 111,5 gramos, medía 63,5 milímetros de diámetro y presentaba canto liso. Fue entregada como obsequio a los invitados que asistieron a la ceremonia de develación en Central Park. Más que un simple recuerdo, aquella medalla proyectaba el valor histórico del acto y una voluntad de fraternidad interamericana.
Treinta años más tarde, en 1951, con motivo del traslado y reinauguración de la estatua en su nuevo emplazamiento en la intersección de Central Park South y la Avenue of the Americas, se emitió una nueva medalla conmemorativa. En esta ocasión, el diseño, grabado y acuñación se realizaron en Caracas, a cargo del artista Abel Vallmitjana. La pieza se produjo en versiones de oro, plata y bronce, con un diámetro de 69,8 milímetros para las ediciones en metales preciosos. Una edición adicional en bronce, más pequeña —de 31,2 milímetros—, se distingue por una peculiaridad: no incluye el nombre del grabador.
Ambas medallas, separadas por tres décadas, actúan como cápsulas del tiempo. Testimonios sólidos de un proyecto diplomático y artístico que cruzó fronteras, y que en el lenguaje del metal encontró una forma duradera de resonar en la memoria.

Testigo del tiempo
En su nuevo emplazamiento, Bolívar no ha perdido relevancia. Todo lo contrario. Su figura se ha convertido en punto de referencia para generaciones de venezolanos en el exilio, para turistas curiosos, para ciudadanos que lo ven sin saber su historia.
En 1988, la estatua fue incluida en el programa Adopt-a-Monument, una iniciativa para conservar el patrimonio escultórico de Nueva York. Fue restaurada con precisión quirúrgica: limpieza del bronce, refuerzo de la base, corrección de grietas invisibles al ojo común. La restauración garantizó su longevidad.
Desde entonces, cada 19 de abril se organizan ofrendas florales y actos cívicos frente al monumento. Comunidades hispanas, escuelas bilingües, asociaciones de venezolanos se dan cita para recordar que esa estatua no es sólo un recuerdo de bronce: es una presencia viva. Y en ese acto repetido, Bolívar deja de ser monumento para ser rito.
El bronce no se desgasta; al contrario, el tiempo lo vuelve presencia. Inmortalizado en Manhattan, Simón Bolívar sigue cabalgando en la memoria de quienes saben que la libertad no pertenece a fronteras, sino a corazones.
Un jinete en la ciudad que nunca duerme
Hoy, más de un siglo después de su primera aparición en Central Park, la figura ecuestre de Simón Bolívar sigue siendo mucho más que un monumento. Se ha convertido en un faro silencioso para las diásporas, un punto de encuentro para generaciones de venezolanos que cruzaron fronteras y encontraron en Nueva York una segunda patria. En una ciudad que cambia constantemente, su presencia inmóvil recuerda que hay ideales que no se negocian: la libertad, la justicia, la dignidad.
Mientras taxis y bicicletas giran en torno a su pedestal, y turistas apurados lo fotografían sin saber su historia, Bolívar permanece. No como estatua olvidada, sino como símbolo persistente de una América Latina que dejó huellas en el norte, y de un bronce que todavía cabalga, firme, en la memoria compartida de dos naciones.