Crímenes acaecidos en el pasado oculto de las serranías de Terepaima
José Luis Sotillo J.
Cronista Parroquial de Agua Viva
@aguavivajose
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“Un llanto silencioso en el viejo caserío Los Aposentos”
La deuda de sangre que el cobarde creyó olvidada, y que el tiempo, paciente, se encargó de cobrar. En las faldas del imponente Terepaima, donde la tierra exhala un aliento semiárido y el sol se filtra entre un dosel de cujíes, dividives y ñaragaratos, se erigía el viejo caserío “Los Aposentos”.
Un paraje tupido, ocupado por arbustos de flor de ángel y plantas espinosas, un mundo donde la vida campesina transcurría al ritmo pausado de los arreos de burros y unas cuántas cosechas. En 1908, ese silencio bucólico se quebró para siempre con un grito mudo de horror.

La semilla de la cizaña y el machete afilado
José Paulino Rivero era un hombre de labranza, cuyas andanzas campesinas lo habían hecho parte del paisaje mismo. Aquel día fatídico, procedía de las zonas más boscosas y frías, agotado tras horas de camino, guiando a sus burros cargados de racimos de cambures. No lo sabía, pero su regreso era esperado no con alegría, sino con la ponzoña de la cizaña doméstica.
Su vecino, Manuel Álvarez, horas antes carcomido por el veneno que su propia cónyuge le instilaba al oído —“A que con ese no te atreves a meterte, pues él sí se mete conmigo”—, aguardaba con el alma envenenada. La ira y los celos, dos malos consejeros, habían nublado su razón.
Presuntamente, llamó a Paulino para saludarlo, un ardid pérfido en la penumbra. Y fue allí, en ese camino polvoriento, donde la hoja del machete —acaso amolada para sacrificar un cerdo— encontró una carne inocente. Varios machetazos propinados con saña cerraron para siempre los ojos de José Paulino, dejando su vida escurrirse entre la tierra sedienta.
Una atmósfera de llanto, dolor, sufrimiento y silencio se dejó andar rápidamente por las serranías cuibeñas. Algunos testigos afirmaron haber visto, horas antes, la discusión acalorada entre Manuel y su mujer. El crimen no fue un acto espontáneo, sino el fruto amargo de una pasión atormentada que decidió desviar su furia contra el alma más pacífica.

La huida hacia la madriguera y la justicia que aguarda
Una vez cometido el crimen, la sombra de Manuel Álvarez se esfumó en la espesura. Halló refugio en unas cuevas conocidas como “de la Vieja” al pie del Cerro el Muerto, una madriguera tan lúgubre como su conciencia. Allí duró cierto tiempo, osaba salir bajo el manto de la luna. Logró escapar, recorriendo kilómetros de distancia, evadiendo la justicia terrenal por un asesinato que ya empezaba a olvidar el mundo, pero no el destino.
La fuga lo llevó de vuelta a su lugar natal, Curarigua. Pensaría que había dejado atrás su pecado, que la vida le ofrecía un nuevo capítulo. Pero en la Venezuela rural de antaño, las deudas de sangre no prescriben. Años luz se decía que Manuel ya había, según cometido otro crimen. Y una viuda, con el corazón lleno de rencor, había criado a su hijo alimentándolo con la memoria de su padre ausente.
El baile ennegrecido: la justicia por propia mano
En una fiesta en aquella bucólica población, mientras el jolgorio animaba a los presentes, el destino tendió su último lazo. Embriagado por la falsa seguridad, Manuel Álvarez bailaba, creyéndose un hombre libre. No vio llegar su hora hasta que un joven se le acercó.
La viuda de su primera víctima le había señalado desde la penumbra: “Aquel que está allá bailando, fue quien te dejó sin padre”. Sin mediar palabra, un tiro de revolver atizó el cuerpo del homicida, dejándolo tendido en el suelo. La fiesta se trocó en pánico. La venganza, fría y calculada, había cobrado su precio.
Así, el hombre que años antes había segado la vida de José Paulino Rivero, encontró su fin por la misma ley que profanó: la del “ojo por ojo y diente por diente”. Manuel Álvarez, autor de dos asesinatos, concluyó su vida pagando con la misma moneda.

Los vestigios de la memoria
Este relato, no muy conocido, fue un legado oral que alimentó nuestra curiosidad en largas tertulias con doña María de Jesús Escalona, una nativa del antiguo caserío Las Cuibitas y portadora de un patrimonio vivo. Personajes como la señora Juana Álvarez y su ya fallecido hermano, Daniel Álvarez, también muy niños prestaron sus oídos a esta historia, hoy casi olvidada en la memoria colectiva de la actual parroquia Agua Viva.
Movidos por la curiosidad, emprendimos la búsqueda del lugar exacto del fatídico homicidio. La tarea, aunque intrínseca, dio frutos gracias a la ayuda de dos párvulos muchachos.
Descubrimos un viejo camino, hoy invadido por la maleza espinosa, tal cual la corona de Cristo, que serpentea entre un paraje de belleza agreste. Desde allí se visualiza Barquisimeto en todo su esplendor, un contraste entre el ayer y el hoy.
Llegado al punto del ya extinto caserío Los Aposentos. Entre las ruinas de antiguas casas de bahareque que aún sienten los pasos fantasmales de sus dueños, justo entre la maleza, se erige una cruz sencilla. Es el lugar donde cayó el cuerpo de José Paulino Rivero.


