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El jeque que bailaba salsa y firmaba cheques sin fondo

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas
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@LuisPerozoPadua

Durante tres semanas, un supuesto príncipe árabe deslumbró a empresarios, modistas, banqueros y políticos en la capital venezolana. Bailaba salsa en el Tamanaco, prometía inversiones millonarias y firmaba cheques falsos. Nadie sospechaba que se trataba de un estafador internacional perseguido por la Interpol. Al marcharse, solo dejó una frase: “Dígales a mis amigos que pronto volveré”

En julio de 1982, la habitación 5003 del Hotel Tamana­co, una “Junior Suite” de 420 bolí­vares por noche, fue tes­ti­go silen­cioso de una de las estafas más extrav­a­gantes de la his­to­ria venezolana.

Durante los primeros cin­co días, el huésped —alto, moreno, ele­gante y con voz grave— cam­ina­ba solo por los pasil­los. Habla­ba un inglés flu­i­do con cier­to acen­to lati­no, car­ga­ba fajos de bil­letes en bolí­vares y dólares, y son­reía con nat­u­ral­i­dad a todo el que lo salud­a­ba. Se hacía lla­mar Alá Al Fadel­li Al Tamini.

Pron­to lle­garon dos ami­gos rubios des­de Boston, uno de ellos de apel­li­do For­tuchi, invi­ta­dos por el mis­mo jeque a través de Pan Am. Se hospedaron en la habitación contigua.

Fue uno de ellos quien, en voz baja, con aire de impor­tan­cia, rev­eló en la recep­ción: —Es un jeque de los Emi­ratos Árabes Unidos. Tiene muchos con­tac­tos en Venezuela. Quiere inver­tir en grande.

El rumor encendió las pasiones. Cara­cas, ciu­dad propen­sa a la exageración, comen­zó a ver en ese huésped un mesías financiero. En pocos días, joyeros, ban­queros, políti­cos e inver­sion­istas lo buscaban.

Alá Al Fadil­li Al Tami­ni con sus ami­gos empre­sar­ios y ban­queros venezolanos

Querían invi­tar­lo a sus clubes, a sus fin­cas, a sus mesas. Lo lle­varon a Canaima, Guayana, Méri­da y Valen­cia. Los fines de sem­ana via­ja­ba a Aru­ba. Vestía con dis­tin­ción. Lucía túni­cas de lino, tra­jes hechos a la medi­da y un reloj Carti­er de oro, bril­lante como una promesa.

Según se decía, el jeque había venido con inten­ciones grandiosas: inver­tir mil­lones en la ban­ca vene­zolana, adquirir par­tic­i­pación en el nego­cio petrolero y apos­tar por empre­sas de min­ería nacional. Su lle­ga­da des­pertó expec­ta­ti­vas en los cír­cu­los financieros, que lo reci­bieron como a un mag­nate dis­puesto a trans­for­mar sec­tores clave de la economía.

Llegó a Cara­cas como invi­ta­do del empre­sario Juan Manuel Mezqui­ta, dueño de explota­ciones auríferas en la región de Guayana. Ambos se habían cono­ci­do poco tiem­po antes en Curazao, donde el mag­nate vene­zolano quedó cau­ti­va­do por el encan­to y la supues­ta opu­len­cia del vis­i­tante árabe.

Para deslum­brar a sus incau­tos anfitri­ones, el supuesto jeque comen­zó a obse­quiar pequeñas pepi­tas de oro a empre­sar­ios vene­zolanos como prue­ba tan­gi­ble de su for­tu­na. Sin embar­go, esas mis­mas piezas doradas no eran otra cosa que las que él mis­mo había recibido de Mezqui­ta durante su paso por Curazao. El oro no provenía de sus míti­cas minas en Ara­bia, sino del engaño hábil­mente tramado.

Joyas, Rolex y cheques de viajero

En la joy­ería del Hotel Tamana­co el jeque se interesó por una gar­gan­til­la de zafiros val­o­ra­da en 100 mil bolí­vares. Abrió su maletín. Comen­zó a sacar bil­letes de 100 dólares en fajos gruesos.

—Es para una ami­ga vene­zolana —dijo. Luego, pau­sada­mente, cam­bió de opinión. —No. Mejor pago con cheque. Era un gesto repeti­do, casi un rit­u­al. Entre­ga­ba los cheques con la mis­ma solem­nidad con la que un príncipe fir­maría un decre­to. En su ros­tro, serenidad. En sus ojos, estrategia.

Samuel Mil­gran, dueño de la Orfebr­ería Milán, tam­bién cayó en la tram­pa. Le vendió relo­jes Rolex y joyas por 96.000 dólares, paga­dos con un cheque de geren­cia fal­so con­tra el Nation­al City Bank.

El Jeque con los fras­cos de oro que regal­a­ba a los empresarios

El sas­tre de pres­i­dentes tam­bién cayó

Una tarde llegó a la bou­tique de Álvaro Clement, el rep­uta­do sas­tre de pres­i­dentes y emba­jadores. Iba acom­paña­do de un cono­ci­do hom­bre de nego­cios caraqueño.

Estrechó la mano de Clement y, en inglés refi­na­do, le expresó:

—Quiero var­ios tra­jes. Pron­to ofre­ceré una cena en la Suite Pres­i­den­cial. Se probó varias piezas, encar­gó siete tra­jes adi­cionales y entregó un cheque por 40.000 bolí­vares. Clement, aunque intri­ga­do, no quiso perder el negocio.

—Hay algo que no me gus­ta de este suje­to —diría después. Recién había lle­ga­do de Europa y en España, pre­cisa­mente había oído hablar de un fal­so jeque bus­ca­do por la Interpol.

Pese a su sospecha, entregó dos tra­jes val­o­rados en 6.000 bolí­vares. Al día sigu­iente recibió una ele­gante invitación: “Fies­ta del jeque Alá Fadel­li Tami­ni”. Y asistió.

Una noche de alfom­bra roja

Fue él mis­mo quien orga­nizó aque­l­la fies­ta mem­o­rable en la Suite Pres­i­den­cial del Hotel Tamana­co, un esce­nario de lujo que ayud­a­ba a reforzar su leyen­da de mag­nate árabe. Todo esta­ba cal­cu­la­do: el der­roche, la músi­ca, el escán­da­lo. Cada detalle forma­ba parte del mon­ta­je cuida­dosa­mente orques­ta­do para impre­sion­ar y engañar.

Aquel salón fue dec­o­ra­do como un pala­cio de Las Mil y Una Noches. El menú, prepara­do por el restau­rante El Rincón del Medio Ori­ente, costó 15.000 bolí­vares. Cham­paña france­sa, cordero espe­ci­a­do, dátiles, pan árabe y dul­ces. El con­jun­to de Car­los Pin­to puso la músi­ca. Todo era esplendor.

El jeque, en tra­je Clement, se quitó la túni­ca y sal­ió a bailar sal­sa con una her­mosa y atrac­ti­va joven de cabel­lo castaño.

No tardó en robarse las miradas: bail­a­ba con una destreza ines­per­a­da, com­bi­nan­do pasos mod­er­nos con un rit­mo con­ta­gioso que des­men­tía cualquier cliché sobre la rigidez oriental.

Sor­prendía tam­bién su afi­ción por el whisky, que con­sumía en can­ti­dades gen­erosas, un ras­go poco común —y casi heréti­co— para alguien que decía provenir de la penín­su­la arábiga.

—Qué sen­cil­lo Su Majes­tad… has­ta sal­sa baila —le susurró ella. Él son­rió, galante.

Recibía a cada invi­ta­do con una rev­er­en­cia solemne y una son­risa medi­da, pro­nun­cian­do en un español impeca­ble: ‘¡Alá te pro­te­ja y el emir te colme de riquezas!’ La frase, repeti­da como un mantra ori­en­tal, añadía un aire de aut­en­ti­ci­dad a su per­son­aje de noble del desier­to, y deja­ba a muchos con­ven­ci­dos de estar ante un ver­dadero príncipe del petróleo.

En la madru­ga­da del 26 de agos­to de 1982, tras una noche de lujo y exce­sos, Alá Al Fadel­li Al Tami­ni se des­pidió con cortesía de sus invi­ta­dos y se retiró a sus aposen­tos en la suite presidencial. 

nb  Poco después, el per­son­al del Hotel Tamana­co des­cubría la otra cara del espec­tácu­lo: una cuen­ta por 27.000 bolí­vares —la mitad de los gas­tos de la fas­tu­osa vela­da— había sido can­ce­la­da con un cheque del Ban­co del Caribe. Tam­bién sin fon­dos. El telón comen­z­a­ba a caer.

Cuen­tas, pape­les y un jet sin alas

Jeque Alá Al Fadil­li Al Tamini

El comis­ario Efraín Pra­to Castil­lo, jefe de la División Crim­i­nal de la PTJ, infor­mó que el jeque abrió cuen­tas en City Bank y Ban­co del Caribe por 300.000 bolí­vares cada una. Todo parte del montaje.

Entre sus perte­nen­cias se hal­ló un doc­u­men­to de inver­sión fir­ma­do por dos empre­sar­ios vene­zolanos: un com­pro­miso por 76 mil­lones de bolí­vares para lev­an­tar un cen­tro com­er­cial de lujo. Inclu­so com­pró un jet al diputa­do Rafael Tudela. El motor no encendió. El cheque tampoco.

Lo más lla­ma­ti­vo era el méto­do: usa­ba cheques de via­jero, aprovechán­dose de la lenti­tud del sis­tema ban­car­io nacional. Para cuan­do el cheque era ver­i­fi­ca­do, ya había cam­bi­a­do de habitación… o de ciudad.

Un harén criollo

Al glamur financiero se sum­a­ba el sen­ti­men­tal. Se le veía rodea­do de bel­las jóvenes vene­zolanas. A cada una le prometía via­jes, rega­los, joyas, cenas exclu­si­vas y pro­tec­ción eter­na. Algu­nas creyeron haber sido corte­jadas por un príncipe verdadero.

Las revis­tas de la época, entre disc­re­tas y diver­tidas, habla­ban del “harén criol­lo del Tamana­co”. Un jeque, decían, que no solo invertía… tam­bién enamoraba.

El silen­cio de la vergüenza

Se esti­ma que el impos­tor estafó más de 20 mil­lones de dólares en bienes, ser­vi­cios, prome­sas y doc­u­men­tos. Sin embar­go, nadie lo denun­ció. Ni los ban­queros, ni los modis­tas, ni los joyeros. La vergüen­za pudo más que el escán­da­lo. La PTJ y su direc­tor Fer­mín Már­mol León inves­ti­garon en secre­to. Sin éxito.

La ciu­dad no olvidó. En los meses sigu­ientes, en tien­das, vit­ri­nas y restau­rantes aparecieron letreros impro­visa­dos: “NO SE ACEPTAN CHEQUES, NI JEQUES”. Era el escarnio hecho cartel.

La tele­visión no perdonó

Ese mis­mo año, RCTV pro­du­jo la pelícu­la El jeque sin fon­dos, escri­ta por Ibsen Martínez, dirigi­da por Luis Alber­to Lama­ta y pro­duci­da por Este­ban Trapiel­lo. Fue trans­mi­ti­da en horario estelar.

Car­los Olivi­er inter­pretó al jeque. Lo acom­pañaron Julie Res­ti­fo, Che­lo Rodríguez, Car­los Márquez y Amalia Pérez Díaz.

El guion era come­dia, pero el tras­fon­do era trági­co: Venezuela había sido burla­da en su corazón más frágil: el deseo de grandeza.

El anun­cio en las tien­das de Cara­cas: NO SE ACEPTAN CHEQUES, NI JEQUE

 

La ver­dad detrás del turbante

En febrero de 1984, la Inter­pol logró su cap­tura. Fue iden­ti­fi­ca­do como Pauli­no Cipri­ano Nieto, naci­do en Áms­ter­dam en mar­zo de 1952, hijo de padres sego­vianos, nacional­i­dad bel­ga. Usa­ba pas­aportes diplomáti­cos fal­sos, como el del supuesto emba­jador “Said Ben Zayl Al Nihayyan”.

Había estafa­do ban­cos y com­er­ciantes de arte en Bél­gi­ca, Holan­da y España, y roba­do piezas de museos y estu­dios de tele­visión fla­men­cos. Via­ja­ba en un Rolls-Royce con matrícu­la holan­desa, acom­paña­do por un asis­tente dis­fraza­do. Habla­ba cin­co idiomas y tenía carisma.

Fue detenido en Madrid el 13 de febrero de 1984. España no le imputó deli­tos, y fue extra­di­ta­do a País­es Bajos, donde lo esper­a­ba una larga lista de cargos.

Una nota como despedida

Cuan­do el per­son­al del Tamana­co subió al día sigu­iente a la suite pres­i­den­cial, el jeque ya no esta­ba. No había male­tas, ni tra­jes de lino, ni pas­aportes de bor­des dora­dos. Solo qued­a­ba el eco del escán­da­lo y una hoja sobre el escrito­rio, escri­ta con pul­so sereno:

“Dígales a mis ami­gos… que pron­to volveré.”

Nun­ca más lo vieron.

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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