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El rapto de Luciana: la bella guayanesa que desafió a Cipriano Castro

Luis Alber­to Per­o­zo Padua
Peri­odista espe­cial­iza­do en cróni­cas históricas
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@LuisPerozoPadua

A mi ami­go Miguel Mén­dez Rodulfo, 
inves­ti­gador incans­able, de alma y ofi­cio, cuya rig­urosa memo­ria me con­fió —como un acto de amis­tad y de fe en la pal­abra— el priv­i­le­gio de con­tar esta historia

 

En 1904, la joven Luciana Méndez Isava fue raptada por el presidente Cipriano Castro en Ciudad Bolívar. Un crimen de poder que marcó para siempre a su familia y a una época de abusos y silencios

La noche del 29 de abril de 1904, Ciu­dad Bolí­var res­p­lan­decía al com­pás de los valses y el mur­mul­lo del río Orinoco. El Pala­cio de Gob­ier­no, engalana­do con luces y flo­res, alber­ga­ba una recep­ción fas­tu­osa en hon­or al pres­i­dente Cipri­ano Cas­tro, quien había lle­ga­do a bor­do del vapor Apure, con­ver­tido en su “pala­cio encan­ta­do”. Era un via­je de vanidad, un des­file de poder en tiem­pos en que Venezuela tem­bla­ba ante su tem­pera­men­to autori­tario y su ver­bo inflamado.

Entre los invi­ta­dos se hal­la­ba una joven de nom­bre Luciana Mén­dez Isa­va. Su belleza era de las que se volvían recuer­do inmedi­a­to: piel ter­sa, mira­da clara y un aire de reca­to que con­trasta­ba con el ambi­ente car­ga­do de intrigas. 

Luciana asis­tió al even­to acom­paña­da de su prometi­do, el doc­tor Andrés Feliz­zo­la, un médi­co de famil­ia dis­tin­gui­da, nom­bra­do direc­tor de Salud del esta­do Bolí­var. A pocos meses de su boda, ambos irra­di­a­ban esa serenidad que solo da la esper­an­za de un futuro com­par­tido. Pero aque­l­la noche, el des­ti­no —y el poder— torcerían para siem­pre el rum­bo de sus vidas.

Mamá Chana con su hija Lucila. Colec­ción Famil­ia Mén­dez Isava

El encuen­tro con el sátrapa

Cipri­ano Cas­tro, el lla­ma­do “Cabito”, hom­bre pequeño de estatu­ra, pero enorme en sober­bia, gob­ern­a­ba Venezuela des­de 1899 con mano fér­rea. Su rég­i­men era una mez­cla de capri­cho per­son­al y despo­tismo mil­i­tar. Bajo su man­do, la nación había sopor­ta­do blo­queos inter­na­cionales, cen­sura, repre­sión políti­ca y un cul­to a su figu­ra que raya­ba en lo grotesco. Sus detrac­tores lo describían como un hom­bre licen­cioso, amante de los plac­eres y poco dado a con­tener sus impulsos.

Esa noche, al ver­la ingre­sar al salón, el dic­ta­dor quedó pren­da­do de Luciana. Según el inves­ti­gador Miguel Mén­dez Rodul­fo, ordenó a uno de sus ayu­dantes pre­sen­tar­le a “la bel­la guayane­sa”. Durante el baile, la corte­jó con fras­es vul­gares y hala­gos de bor­ra­cho. Luciana, incó­mo­da, procuró la com­pos­tu­ra, mien­tras su prometi­do con­tenía la humil­lación en silen­cio. A Cas­tro, sin embar­go, aquel breve encuen­tro le bastó para decidir que la ten­dría, sin impor­tar las consecuencias.

El poder en aque­l­los días no conocía límites. Lo que el pres­i­dente desea­ba, el país debía otorgárse­lo. Al amanecer, Luciana recibió flo­res y una car­ta del dic­ta­dor. Luego, lle­garon más men­sajes, vis­i­tas, reca­dos. Todo Ciu­dad Bolí­var susurra­ba el escán­da­lo. La joven, firme en su deco­ro, se negó una y otra vez. Pero negar­le algo a Cipri­ano Cas­tro era como desafi­ar a un volcán.

Cipri­ano Cas­tro el 23 de febrero de 1903. Colec­ción de Chica­go Dai­ly News

Entre la dig­nidad y el terror

Pron­to, las aten­ciones se tornaron en ame­nazas. La famil­ia Mén­dez Isa­va —de arrai­go y respeto en la región— comen­zó a sen­tir el peso del poder en su con­tra. Se habla­ba de destier­ro, de con­fis­cación de bienes, de la posi­ble prisión del padre o del pro­pio joven doc­tor Feliz­zo­la. La vol­un­tad del dic­ta­dor era una sentencia.

Final­mente, el infor­tu­nio se con­sumó. Una noche, Luciana fue rap­ta­da y con­duci­da bajo cus­to­dia mil­i­tar a un lugar aparta­do. Nadie en Ciu­dad Bolí­var se atre­vió a inter­venir. Ni la policía, ni los jue­ces, ni los nota­bles locales. Era el siglo de los abu­sos, el tiem­po en que los poderosos creían ten­er dere­cho sobre los cuer­pos y el silen­cio de los débiles.

El crimen fue un secre­to a voces. La joven, ultra­ja­da, quedó embaraza­da de una niña a la que llamó Lucila. Des­de entonces, su vida se con­vir­tió en una res­i­gnación per­pet­ua. “Mamá Chana”, como la recor­daría más tarde su famil­ia, fue un sím­bo­lo de dig­nidad heri­da, una mujer que eligió el silen­cio para pro­te­ger a los suyos.

Cipri­ano Cas­tro en Nue­va York. Estado

La caí­da del “Cabito”

Mien­tras tan­to, el país seguía sien­do esce­nario de exce­sos. Cas­tro gob­ern­a­ba como si la nación fuera su hacien­da. En Cara­cas, las calles llev­a­ban su nom­bre; los per­iódi­cos solo pub­li­ca­ban ala­ban­zas; y la disiden­cia era cas­ti­ga­da con cár­cel o destier­ro y en el peor de los casos: con tor­tu­ra y muerte. Su gob­ier­no, sin embar­go, comen­z­a­ba a resque­bra­jarse. Las enfer­medades mina­ban su cuer­po y las con­spir­a­ciones su entorno.

Tras el nacimien­to de Lucila, Cas­tro perdió interés por ambas y las aban­donó. Madre e hija huyeron de Venezuela a bor­do de un vapor rum­bo al Caribe, con des­ti­no final en Nue­va York. En su par­ti­da, deja­ban atrás la vergüen­za y el hor­ror de haber sido víc­ti­mas del hom­bre más poderoso del país.

Poco después, en 1908, enfer­mo y acon­se­ja­do por sus médi­cos, Cas­tro via­jó a Ale­ma­nia para some­terse a una cirugía. Dejó el poder en manos de su com­padre y vicepres­i­dente, Juan Vicente Gómez, sin imag­i­nar que aquel rele­vo sería defin­i­ti­vo. Vein­tic­u­a­tro días más tarde, Gómez con­sumó el golpe de Esta­do con el respal­do del Con­gre­so Nacional, instau­ran­do una dic­tadu­ra que per­du­raría por casi tres décadas.

Des­de el exilio, Cas­tro inten­tó con­spir­ar, reunir leales, recu­per­ar su poder per­di­do. Pero el tiem­po no per­dona ni a los tira­nos. Fal­l­e­ció en San­turce, Puer­to Rico, el 4 de diciem­bre de 1924, olvi­da­do, der­ro­ta­do, sin saber qué había sido de aque­l­la joven a la que un día arrebató la libertad.

La Venezuela de entonces

La Venezuela de prin­ci­p­ios del siglo XX era un país frac­tura­do por guer­ras civiles, donde la autori­dad eman­a­ba del sable y la vol­un­tad pres­i­den­cial. El petróleo aún dor­mía bajo tier­ra, y el poder se sostenía sobre leal­tades per­son­ales, ejérci­tos regionales y un Esta­do que servía más a los caudil­los que a los ciudadanos.

En 1904, cuan­do ocur­rió el rap­to de Luciana, el país ape­nas intenta­ba recom­pon­erse del blo­queo naval impuesto por Ale­ma­nia, Inglater­ra e Italia, resul­ta­do de las deu­das acu­mu­ladas por los gob­ier­nos ante­ri­ores. Cas­tro, en un arreba­to nacional­ista, había resis­ti­do aquel ase­dio, pero su vic­to­ria diplomáti­ca lo hizo más vanidoso y arbi­trario. Gob­ern­a­ba des­de Cara­cas, pero su figu­ra omnipresente se proyecta­ba has­ta los con­fines del Orinoco.

Las mujeres, en ese con­tex­to, eran poco más que som­bras en la vida públi­ca. Su voz carecía de fuerza legal, y su des­ti­no solía decidir­lo la autori­dad patri­ar­cal o el poder políti­co. La his­to­ria de Luciana Mén­dez Isa­va no fue un hecho ais­la­do, sino el refle­jo de una época donde la dig­nidad femeni­na era víc­ti­ma del poder mas­culi­no en su expre­sión más brutal.

Lucila Mén­dez, hija del dic­ta­dor Cipri­ano Cas­tro con Luciana Méndez

Ecos de una herida

El nom­bre de Luciana se fue per­di­en­do con el tiem­po, dis­uel­to en la bru­ma de las his­to­rias que las famil­ias pre­fieren callar. Sin embar­go, su trage­dia sobre­vive en la memo­ria oral y en los archivos famil­iares de los Mén­dez Isa­va. Su hija Lucila cre­ció lejos del país de su madre, en tier­ras extran­jeras donde el apel­li­do Cas­tro evo­ca­ba vergüen­za y dolor.

Miguel Mén­dez Rodul­fo, descen­di­ente direc­to, resca­ta hoy esa memo­ria no como un acto de ven­gan­za, sino como un gesto de jus­ti­cia. “Luciana fue víc­ti­ma de un poder sin límites —escribe—, pero tam­bién sím­bo­lo de resisten­cia ante la deshon­ra”. En su his­to­ria se con­ju­gan los males de una nación que pade­ció dic­taduras, abu­sos y silen­cios impuestos por la fuerza.

El regre­so simbólico

Más de un siglo después, el nom­bre de Luciana vuelve a pro­nun­cia­rse con respeto. Su his­to­ria, con­ta­da con voz firme y sin miedo, es un recorda­to­rio de que los abu­sos del poder no se bor­ran con el tiem­po. Cada víc­ti­ma anón­i­ma, cada mujer silen­ci­a­da, cada vida trun­ca­da por la sober­bia de los hom­bres fuertes, for­ma parte de la ver­dadera his­to­ria de Venezuela: una his­to­ria escri­ta con lágri­mas, cora­je y dignidad.

En la oril­la del Orinoco, donde todo comen­zó, el río sigue su cur­so, indifer­ente pero eter­no. Tal vez, en sus aguas, aún se refle­je el ros­tro de aque­l­la joven que un día bailó sin sospechar que el poder la había elegi­do pre­sa. Y tal vez, en ese refle­jo, Venezuela encuen­tre todavía la esper­an­za de que la memo­ria —aunque tardía— sea tam­bién una for­ma de justicia.

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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