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El rostro humano del Libertador: Así era Simón Bolívar, según su edecán Daniel Florencio O’Leary

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas
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@LuisPerozoPadua

Des­de la mira­da ínti­ma de su edecán irlandés, Daniel Flo­ren­cio O’Leary, emerge un retra­to inédi­to de Simón Bolí­var: no el héroe de már­mol, sino el hom­bre de carne, genio y con­tradic­ciones. Esta descrip­ción, escri­ta por quien lo cono­ció en cam­paña y en la intim­i­dad, rev­ela al Lib­er­ta­dor más humano jamás documentado

En un uni­ver­so donde la épi­ca suele aplas­tar al hom­bre, Daniel Flo­ren­cio O’Leary —edecán, con­fi­dente y tes­ti­go direc­to del Lib­er­ta­dor— dejó para la pos­teri­dad una de las más com­ple­tas descrip­ciones humanas de Simón Bolí­var. Ni la estat­ua ecuestre, ni los cuadros ofi­ciales, ni la exaltación cívi­ca pueden ofre­cer lo que este irlandés que lo acom­pañó por años en la guer­ra y en la paz sí logró: desnudar al hom­bre detrás del mito.

O’Leary no escribía para esculpir un dios, sino para preser­var la memo­ria de un ser excep­cional. Lo hizo des­de el afec­to, pero tam­bién con una hon­esti­dad que, aún ren­di­da a la admiración, no le negó defec­tos al per­son­aje más colos­al de la Améri­ca republicana.

Daniel Flo­ren­cio Oleary, edecán del Libertador

¿Quién fue Daniel Flo­ren­cio O’Leary?

Naci­do en Cork, Irlan­da, en 1801, Daniel Flo­ren­cio O’Leary llegó a Venezuela a los diecisi­ete años como parte de la Legión Británi­ca que apoy­a­ba la causa inde­pen­den­tista de His­panoaméri­ca. Muy pron­to se con­vir­tió en una figu­ra de con­fi­an­za de Bolí­var: fue su edecán, su con­fi­dente, su escri­bi­ente, su som­bra. Par­ticipó en batal­las, pres­en­ció con­se­jos de guer­ra, cruzó los Andes, y sobre­vivió a la tor­men­ta de la Inde­pen­den­cia. Pero su papel más duradero fue el de memorialista.

Tras la muerte de Bolí­var en 1830, O’Leary fue uno de los más deci­di­dos defen­sores de su lega­do. A lo largo de más de tres décadas, se dedicó a recoger, clasi­ficar, copi­ar y comen­tar miles de doc­u­men­tos, car­tas, procla­mas, decre­tos y relatos de tes­ti­gos. Esta empre­sa —ard­ua y min­u­ciosa— se con­cretó en una obra colos­al de 34 tomos tit­u­la­da “Memo­rias del gen­er­al O’Leary”, cuyo propósi­to fue defend­er la ver­dad históri­ca sobre Bolí­var frente a sus detrac­tores y preser­var su lega­do para las futuras generaciones.

Daniel Flo­ren­cio Oleary gen­er­a­do por IA para CorreodeLara

Aunque empezó a com­pi­lar estos mate­ri­ales des­de los años 1830, su pub­li­cación comen­zó mucho después. Los primeros volúmenes salieron a la luz en Cara­cas en 1879, bajo la super­visión del gob­ier­no de Anto­nio Guzmán Blan­co, que patrocinó la edi­ción como parte de su políti­ca de glo­ri­fi­cación del Libertador. 

La recopi­lación se extendió durante años, sien­do com­ple­ta­da en el siglo XX. La edi­ción más cono­ci­da y difun­di­da fue pub­li­ca­da por la Acad­e­mia Nacional de la His­to­ria de Venezuela.

La obra incluye no solo doc­u­men­tos ofi­ciales y cor­re­spon­den­cia dic­ta­da por Bolí­var, sino tam­bién valiosos tes­ti­mo­nios per­son­ales, entre ellos la descrip­ción físi­ca y de carác­ter que O’Leary redac­tó des­de su viven­cia direc­ta. No hay en toda la his­to­ri­ografía boli­var­i­ana un retra­to más detal­la­do y humano del Libertador.

Gra­cias a esta labor, Daniel Flo­ren­cio O’Leary no solo fue un edecán leal, sino tam­bién el primer gran bió­grafo de Simón Bolí­var, y su tes­ti­mo­nio sigue sien­do una fuente insusti­tu­ible para enten­der al hom­bre detrás del mito.

El físi­co de un guer­rero de alma febril

“Bolí­var tenía la frente alta, pero no muy ancha y sur­ca­da de arru­gas des­de tem­prana edad”, comien­za O’Leary, ano­tan­do como indi­cio de su carác­ter pen­sante. Sus cejas eran pobladas y bien for­madas; sus ojos, negros, vivos y pen­e­trantes. La nar­iz, larga y per­fec­ta, tuvo un pequeño loban­il­lo que lo inqui­etó has­ta que desa­pare­ció en 1820, dejan­do una mar­ca ape­nas per­cep­ti­ble. Los pómu­los eran promi­nentes y las mejil­las hun­di­das des­de al menos 1818, cuan­do O’Leary lo cono­ció en persona.

La boca, con­fiesa, era “fea”, con labios algo grue­sos y una dis­tan­cia inusu­al entre ésta y la nar­iz. Pero en con­traste, los dientes de Bolí­var eran “blan­cos, uni­formes y bel­lísi­mos”, cuida­dos con esmero diario. Las ore­jas, grandes pero armóni­cas. Su cabel­lo era negro, fino y cre­spo; lo llevó largo entre 1818 y 1821, cuan­do comen­zó a encanecer y decidió lle­var­lo cor­to. Las patil­las y big­otes eran rubios: se los afeitó por primera vez en el Poto­sí, en 1825.

Medía cin­co pies y seis pul­gadas ingle­sas —aprox­i­mada­mente 1,68 met­ros—, y tenía un pecho angos­to y cuer­po del­ga­do, sobre todo en las pier­nas. La piel, more­na y algo áspera. Sin embar­go, las manos y pies eran pequeños y bien for­ma­dos: “una mujer los habría envidi­a­do”, escribió su edecán.


Según la IA a par­tir de la descrip­ción de su edecán, el gen­er­al Daniel Flo­ren­cio Oleary, así sería Simón Bolívar

Carác­ter vol­cáni­co y sen­si­bil­i­dad exquisita

Su expre­sión era apaci­ble cuan­do esta­ba de buen humor, pero, si se irri­ta­ba, el cam­bio era tan rad­i­cal que “resulta­ba ter­ri­ble”. Tenía siem­pre buen apeti­to, aunque sabía ayu­nar con la mis­ma ele­gan­cia con la que cen­a­ba un fes­tín. Apre­cia­ba la bue­na coci­na, pero dis­fruta­ba sin que­ja los man­jares del llano o del indio. Era sobrio: su vino preferi­do era el “grave” y el cham­pán; jamás lo vio O’Leary pasar de cua­tro copas de uno o dos del otro. Nun­ca del­e­ga­ba el gesto de llenar las copas de sus invi­ta­dos. Era hom­bre de rit­u­al y de atención.

Amante del ejer­ci­cio físi­co, soporta­ba jor­nadas ago­ta­do­ras sin des­fal­l­e­cer. Después de mar­chas exten­u­antes, aún tenía fuerzas para leer, dic­tar cor­re­spon­den­cia o bailar durante horas. Dor­mía cin­co o seis horas, ya fuese en una hamaca, en el sue­lo o envuel­to en su capa, bajo las estrel­las. Su sueño era tan ligero que, según O’Leary, se salvó la vida en Rincón de los Toros gra­cias a ese tem­pra­no despertar.

Vir­tudes y manías de un jefe de hombres

Tenía los sen­ti­dos agudísi­mos. “En el alcance de la vista y en lo fino del oído no le aven­ta­ja­ban ni los llaneros.” Era hábil con las armas, y si bien no era muy ele­gante a cabal­lo, era un jinete temer­ario y muy aten­to con sus mon­turas, a las que vis­ita­ba varias veces al día, inclu­so en la ciudad.

Su higiene era notable: se baña­ba todos los días, y has­ta tres veces diarias en tier­ras calientes. Prefer­ía el cam­po a la ciu­dad. Detesta­ba el vicio, espe­cial­mente a los bor­ra­chos, jugadores, chis­mosos y embus­teros. “La amis­tad era para él pal­abra sagra­da”, escribió O’Leary. Leal has­ta lo abso­lu­to, pero tam­bién implaca­ble si des­cubrías que lo habías traiciona­do. Gen­eroso has­ta endeu­darse por los demás, pero celoso de los cau­dales públi­cos, donde su tacañería con­trasta­ba con su prodi­gal­i­dad privada.

 

Un orador flori­do, un admin­istrador infatigable

Era hablador, sí, pero con gra­cia. Tenía el raro don de la con­ver­sación y un gus­to vivo por nar­rar anéc­do­tas. Su esti­lo era flori­do y cor­rec­to. Sus procla­mas, mod­e­los de elocuen­cia mil­i­tar; sus ofi­cios, mod­e­los de pre­cisión y clar­i­dad. Dicta­ba a veces a tres sec­re­tar­ios al mis­mo tiem­po, sin perder el hilo. Jamás deja­ba sin respues­ta una car­ta, por humilde que fuese el remitente.

Con una prodi­giosa memo­ria, record­a­ba nom­bres y ros­tros. Conocía no solo a los ofi­ciales del ejérci­to, sino a emplea­d­os y fig­uras nota­bles de cada rincón del país. Su intu­ición para leer el alma humana era asom­brosa. Difí­cil­mente se equiv­o­ca­ba al asig­nar respon­s­abil­i­dades. Sabía, con sólo una con­ver­sación, para qué servía un hombre.

Bolí­var en su hamaca: el estrate­ga sin tregua

No des­cans­a­ba. Mien­tras se mecía en su hamaca o cam­ina­ba con los bra­zos cruza­dos, dicta­ba deci­siones a su sec­re­tario sobre lega­jos inter­minables. En cada movimien­to, inclu­so en el más pequeño, res­pira­ba la urgen­cia del deber. Su deter­mi­nación era fér­rea: “por lo gen­er­al, irrevocable”.

Leía cuan­to podía, en francés, ital­iano y algo de inglés. Conocía pro­fun­da­mente a los clási­cos greco­lati­nos. Pero escribía poco de su puño: sólo a famil­iares o ami­gos muy ínti­mos. Al fir­mar car­tas dic­tadas, solía agre­gar algu­na frase de su puño y letra, como toque personal.

Un alma heri­da por la prensa

A pesar de ser un per­son­aje públi­co por más de dos décadas, Bolí­var nun­ca pudo inmu­nizarse ante la calum­nia. Las críti­cas de la pren­sa lo herían con par­tic­u­lar inten­si­dad. Su sen­si­bil­i­dad era poco común para un hom­bre de poder. Pero creía en el val­or civ­i­lizador del peri­odis­mo. Admira­ba a la pren­sa británi­ca, a la que con­sid­er­a­ba colum­na moral de la sociedad inglesa.

Epíl­o­go de carne y genio

“Genio creador por exce­len­cia, saca­ba recur­sos de la nada”, escribió O’Leary. Y no hay resumen más cert­ero. Bolí­var era grande siem­pre, pero aún más en la adver­si­dad. “Der­ro­ta­do era más temi­ble que vence­dor”, reconocían inclu­so sus ene­mi­gos. Su alma era irrompible.

En este retra­to de O’Leary no hay bronce, sino carne, alien­to, con­tradic­ción y genio. No hay una ima­gen ide­al­iza­da, sino un hom­bre entero: apa­sion­a­do, bril­lante, fati­ga­do, metic­u­loso, vehe­mente, exi­gente con­si­go y con los demás. El Bolí­var que aquí se rev­ela, entre líneas, es quizás más inolvid­able que el que galopa en los retratos ecuestres. Porque no es el mito, sino el hom­bre quien nos interpela.

Fuente: Memo­rias del Gen­er­al O’Leary, Tomo XXVII, Pági­na 486 — 489

La obra colos­al del edecán irlandés de Simón Bolívar

CorreodeLara

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