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Franklin Chang Díaz y los años venezolanos del astronauta con más misiones al espacio

Luis Alber­to Per­o­zo Padua
Peri­odista espe­cial­iza­do en cróni­cas históricas
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@LuisPerozoPadua

Antes de conquistar el espacio, Franklin Chang Díaz soñó con las estrellas desde un techo en Altagracia de Orituco. Aquella Venezuela luminosa fue el punto de partida de su destino sideral

 

«Nun­ca había vis­to un cielo tan bello. 
El fir­ma­men­to se cubría de estrellas 
infini­ta­mente más numerosas que en cualquier otro lugar.»
—Franklin Chang-Díaz, sobre sus noches en Venezuela

A veces, el des­ti­no comien­za en un gesto tan sim­ple como mirar hacia arri­ba. Franklin Chang-Díaz tenía cua­tro años cuan­do des­cubrió que el cielo podía ser un ter­ri­to­rio de asom­bro. En las noches cál­i­das de Alt­a­gra­cia de Oritu­co, aquel puebli­to indí­ge­na de doc­t­ri­na, denom­i­na­do a par­tir de 1676 como Nues­tra Seño­ra de Alt­a­gra­cia, trepa­do al techo de la casa jun­to a su her­mana Maru­ja, llev­a­ba toron­jas espolvore­adas con azú­car para endulzar la vigilia.

Des­de allí, escon­di­dos de sus padres, observ­a­ban el uni­ver­so desple­ga­do sobre el llano. “Nun­ca había vis­to un cielo tan bel­lo —escribiría después—. Se cubría de estrel­las infini­ta­mente más numerosas que en cualquier otro lugar”. Nadie podía sospechar que ese niño curioso, hijo de Ramón Ángel Chang Morales, un inmi­grante chi­no-costa­r­ri­cense y de María Euge­nia Díaz Romero, una madre dulce y per­se­ver­ante, sería algún día el primer lati­noamer­i­cano en via­jar al espa­cio. Ni que aque­l­las noches en el corazón de Venezuela serían la semi­l­la de una vocación que lo lle­varía más allá de la atmós­fera terrestre.

Dr. Franklin Chang Díaz par­ticipó en mis­ión Atlantis en octubre de 1989

La Venezuela que lo adoptó 

Franklin Ramón Chang Díaz vino al mun­do en San José de Cos­ta Rica, un 5 de abril de 1950. Ape­nas comen­z­a­ba a bal­bucear las primeras pal­abras cuan­do sus padres emprendieron rum­bo a Venezuela, seduci­dos por aquel país que, en los años dora­dos del petróleo, se anun­cia­ba como la tier­ra donde los sueños se volvían posi­bles: “el sueño venezolano”. 

El país hervía de petróleo, mod­ernidad y prome­sas. En 1950 —el mis­mo año de su nacimien­to—, Venezuela era la cuar­ta economía más rica del mun­do, según el World Eco­nom­ic Forum. Para muchos lati­noamer­i­canos, rep­re­senta­ba el lugar donde los sueños podían hac­erse realidad.

Su padre, Ramón Ángel, tra­ba­jó sin des­can­so en proyec­tos que sim­boliz­a­ban el pro­gre­so de la nación. Fue oper­ador de maquinar­ia en la con­struc­ción de la urban­ización Tanaguare­na, jefe de maquinar­ia pesa­da en la car­retera Altagracia–Guatopo–Santa Tere­sa del Tuy, ger­ente de talleres del Min­is­te­rio de Obras Públi­cas, sub­di­rec­tor de opera­ciones de una plan­ta de la Com­pañía Vene­zolana de Cemen­tos en el Gol­fo de Mara­cai­bo, y direc­tor de maquinar­ia pesa­da en la repre­sa de Guanapito.

El Nacional­ista

La famil­ia vivió en Macu­to, Cara­cas, San Juan de los Mor­ros, la Isla de Toas y Alt­a­gra­cia de Oritu­co. Aque­l­la itin­er­an­cia, más que una inco­mo­di­dad, fue una escuela. “Venezuela se había con­ver­tido en el des­ti­no de muchos costar­ri­cens­es —recuer­da el astronauta—.

Su riqueza petrol­era había ini­ci­a­do un perío­do de expan­sión que reta­ba la capaci­dad de ofer­ta nacional en per­son­al cal­i­fi­ca­do”. Para Ramón Chang, aque­l­los años fueron la edad de oro. “Nun­ca volvería a vivir algo pare­ci­do”, escribiría el futuro astronauta. 

En los cam­pa­men­tos de obra y en los pueb­los llaneros, Franklin cre­ció entre obreros, inge­nieros y car­reteras en con­struc­ción. Aprendió que el tra­ba­jo bien hecho podía trans­for­mar un país.

Bajo noches lumi­nosas y relám­pa­gos eternos 

Los veci­nos recuer­dan con ter­nu­ra la casa donde vivió la famil­ia Chang-Díaz: una vivien­da colo­nial de madera y bajareque, de esas que guardan mur­mul­los y sol en sus tablas. En el amplio patio —corazón del hog­ar— crecían árboles fru­tales, sobre todo man­gos que col­ga­ban como gotas doradas. Fue en ese mis­mo patio, trepa­do a las ramas, donde el joven Franklin alzó la mira­da una noche clara y, con el asom­bro de quien des­cubre un secre­to, sigu­ió el lento paso de un satélite ruso que cruz­a­ba el cielo, vis­i­ble como un pun­to errante que prometía mun­dos por explorar.

Cada lugar dejó una huel­la dis­tin­ta. En San Juan de los Mor­ros, su padre lo llev­a­ba de cac­ería por los montes guariqueños. Allí, entre el rumor de los gril­los y el olor a tier­ra moja­da, comen­zó a mirar el cielo con fasci­nación. En la Isla de Toas, en el Gol­fo de Mara­cai­bo, des­cubrió el espec­tácu­lo del Cata­tum­bo: “En la lejanía —evo­ca—, a través del inmen­so gol­fo, se veían las luces de Mara­cai­bo y, más lejos aún, los destel­los inter­minables del Relám­pa­go del Cata­tum­bo, descar­gas eléc­tri­c­as que se repetían con la reg­u­lar­i­dad de un faro marino.”

Franklin en el patio de la casona de Alt­a­gra­cia de Orituco

A veces, cuan­do via­ja­ba entre Cos­ta Rica y Venezuela, pedía per­miso para entrar a la cab­i­na del avión. Eran los viejos DC‑3 que hacían escala en Panamá o Colom­bia. “Me qued­a­ba mar­avil­la­do vien­do los instru­men­tos y los pilo­tos —rela­ta—. Tal vez allí nació mi fasci­nación por el vue­lo.” Venezuela fue su segun­da casa, su lab­o­ra­to­rio de sueños.

Años después recono­cería que bue­na parte de su carác­ter —dis­ci­plina­do, curioso, soñador— se for­jó en esos años. “Era una niñez de gran lib­er­tad —remem­o­ra—. Tan­to en Cara­cas como en San Juan de los Mor­ros, y en otros lugares donde vivi­mos, todo parecía posible.”

El país que cam­bió de rumbo 

Pero aque­l­la Venezuela de bonan­za pron­to entró en tur­bu­len­cia. La caí­da del pres­i­dente Mar­cos Pérez Jiménez en 1958 mar­có el fin de la dic­tadu­ra y el ini­cio de una frágil democ­ra­cia. Los vien­tos rev­olu­cionar­ios de la época tra­jeron alza­mien­tos, con­spir­a­ciones y tiro­teos en las calles.

Franklin tenía doce años cuan­do comen­zó a oír las sire­nas y a ver los dis­tur­bios des­de las ven­tanas. “La situación políti­ca se había vuel­to cada vez más difí­cil —reg­is­traría en su libro Mis primeros años en el plan­e­ta Tier­ra—. Durante nue­stros últi­mos años en Alt­a­gra­cia pudi­mos pres­en­ciar demostra­ciones estu­di­antiles, bal­ac­eras y tiro­teos entre agi­ta­dores y policías.” Era el fin de una era.

En 1962, la famil­ia Chang-Díaz regresó defin­i­ti­va­mente a Cos­ta Rica. Atrás qued­a­ban los años del esplen­dor petrolero, los via­jes por car­retera, las noches de cielo abier­to. Venezuela había sido el esce­nario de su infan­cia, pero tam­bién la chis­pa de su sueño.

El joven que quiso alcan­zar el espacio 

Cin­co años más tarde, con ape­nas 17 años, Franklin tomó otra decisión cru­cial: dejar su país natal y via­jar a Esta­dos Unidos. No sabía inglés y ape­nas tenía dinero para lle­gar, pero llev­a­ba en el corazón un propósi­to temer­ario: con­ver­tirse en astronauta.

Estudió la secun­daria en Hart­ford Pub­lic High School, obtu­vo una beca para cur­sar inge­niería mecáni­ca en la Uni­ver­si­dad de Con­necti­cut y se graduó con hon­ores en 1973. Luego con­sigu­ió su doc­tor­a­do en inge­niería nuclear en el Insti­tu­to Tec­nológi­co de Mass­a­chu­setts (MIT) en 1977. Ese mis­mo año se nacional­izó estadounidense.

Poco después, la NASA reabrió su pro­gra­ma de reclu­tamien­to. De entre más de cua­tro mil pos­tu­lantes, solo 19 fueron elegi­dos, y uno de ellos fue aquel joven costar­ri­cense-vene­zolano que soña­ba des­de un techo.

Primer lati­noamer­i­cano en órbita

Según el inves­ti­gador y espe­cial­ista en temas aeronáu­ti­cos Fabián Capec­chi, el primer astro­nau­ta naci­do en Améri­ca Lati­na fue el cubano Arnal­do Tamayo Mén­dez, quien voló al espa­cio en 1980 a bor­do de la mis­ión Soyuz 38, den­tro del pro­gra­ma soviéti­co Interkos­mos, que invita­ba a país­es ali­a­dos a par­tic­i­par en vue­los espaciales.

Tamayo Mén­dez mar­có var­ios hitos históri­cos: fue el primer lati­noamer­i­cano en lle­gar al espa­cio, el primer cubano y ciu­dadano del hem­is­fe­rio occi­den­tal —fuera de Esta­dos Unidos— en hac­er­lo, además de ser el primer afrode­scen­di­ente en super­ar la atmós­fera terrestre.

El cos­mo­nau­ta cubano Arnal­do Tamayo Mén­dez voló al espa­cio el 18 de sep­tiem­bre de 1980. Sov foto Uni­ver­sal Images Group Get­ty Images

Su mis­ión, de casi ocho días, se real­izó jun­to al cos­mo­nau­ta soviéti­co Yuri Roma­nenko, a bor­do de la estación espa­cial Salyut 6, donde lle­varon a cabo exper­i­men­tos sobre micro­gravedad, med­i­c­i­na espa­cial y biología, cen­tra­dos en las reac­ciones del cuer­po humano en condi­ciones de ingravidez.

Aho­ra bien, si se amplía la defini­ción a “per­sonas de ori­gen his­pano que volaron con la NASA”, el primero en esa cat­e­goría fue Franklin Chang-Díaz, naci­do en Cos­ta Rica y nat­u­ral­iza­do esta­dounidense, quien debutó en 1986 con el trans­bor­dador Chal­lenger y com­pletó siete misiones espa­ciales, un récord com­par­tido en la his­to­ria de la agencia.

En agos­to de 1981 se con­vir­tió ofi­cial­mente en astro­nau­ta: el primero de ori­gen lati­noamer­i­cano. Su car­rera fue deslumbrante.

Entre 1986 y 2002, Franklin Chang Díaz par­ticipó en siete misiones espa­ciales, suman­do 1.601 horas en el cos­mos y casi veinte horas de cam­i­natas fuera de la nave. Su primera trav­es­ía fue a bor­do del Colum­bia; la últi­ma, en el Endeav­or.

La trip­u­lación con­jun­ta soviéti­co-cubana estu­vo integra­da por Yuri V. Roma­nenko y Arnal­do Tamayo Mendéz.Foto Toma­da de Cubadebate

En 1986, recién doc­tor­a­do en Físi­ca del Plas­ma por el MIT, subió por primera vez hacia las estrel­las, rompi­en­do no solo la bar­rera de la atmós­fera, sino tam­bién viejos par­a­dig­mas den­tro de la NASA. Con el tiem­po, regresó al espa­cio seis veces más, has­ta con­ver­tirse en uno de los astro­nau­tas con más vue­los en la his­to­ria. Su pres­en­cia demostró que el cora­je no era pat­ri­mo­nio exclu­si­vo de los pilo­tos de com­bate: los cien­tí­fi­cos tam­bién podían con­quis­tar el infini­to con la fuerza de la razón y la curiosidad.

En 2012, su nom­bre fue inscrito en el Salón de la Fama de la NASA, como un hom­e­na­je a quien hizo de los sueños una cien­cia y de la cien­cia una for­ma de soñar.

Durante su segun­da mis­ión, en el trans­bor­dador Atlantis, pro­tag­o­nizó una con­ver­sación trans­mi­ti­da en cade­na nacional con el pres­i­dente costar­ri­cense y Pre­mio Nobel de la Paz, Óscar Arias, des­de la órbi­ta ter­restre. El video, disponible en YouTube, mues­tra a Chang Díaz son­rien­do, flotan­do entre sus com­pañeros, mien­tras salu­da a los espectadores.

Un peda­zo de Venezuela en cada órbita 

A pesar del tiem­po y la dis­tan­cia, Franklin nun­ca se desvin­culó de la tier­ra que lo vio cre­cer. En 1988, en Cara­cas, el pres­i­dente Jaime Lus­inchi lo con­decoró con la Cruz de la Fuerza Aérea Vene­zolana durante el 68avo Aniver­sario de la Aviación. Fue un reconocimien­to sim­bóli­co a aquel niño que había des­cu­bier­to el infini­to des­de un pueblo guariqueño.

En entre­vis­tas y con­fer­en­cias, siem­pre men­ciona a Venezuela con afec­to. “En Alt­a­gra­cia de Oritu­co se esbozó esa llami­ta —reafir­ma—. Vien­do las estrel­las jun­to a mi her­mana des­de el techo de la casa. Fue el momen­to cuan­do ver­dadera­mente empecé a soñar.”

Quizás por eso, cada vez que mira­ba la Tier­ra des­de el espa­cio, bus­ca­ba con la vista el Caribe y las luces del con­ti­nente donde había apren­di­do a mirar el cielo. “Des­de allá arri­ba todo se ve tan pequeño y, sin embar­go, tan valioso. Pens­a­ba en los niños que miran las estrel­las, como lo hice yo algu­na vez.”

NASA Hos­ton, Texas astro­nau­ta Franklin Chang y com­pañeros. Fotografía NASA Nation­al Aero­nau­tics and Space Admin­is­tra­tion. Repro­duc­ción Mar­vin Caravaca

Del llano al cosmos 

Hoy, Franklin Chang Díaz, astrofísi­co y vet­er­a­no de siete vue­los en trans­bor­dador, dirige Ad Astra Rock­et Com­pa­ny, la empre­sa que fundó en 1993 en Texas y que desar­rol­la tec­nología de propul­sión de plas­ma para misiones inter­plan­e­tarias. Su meta es reducir el tiem­po de via­je a Marte. Es, sin duda, la con­tin­uación lóg­i­ca de aquel impul­so infan­til: moverse siem­pre hacia lo desconocido.

Pero más allá de los títu­los y los récords, su vida encar­na una metá­fo­ra poderosa: la de un hom­bre for­ma­do entre mun­dos, que supo unir en su biografía el esfuer­zo de tres naciones. Hijo de Cos­ta Rica, edu­ca­do por Venezuela y con­sagra­do en Esta­dos Unidos, su his­to­ria demues­tra que los sueños pueden ten­er múlti­ples patrias.

En 1984 unió su vida a la de Peg­gy Mar­guerite Don­cast­er, una médi­ca de tem­ple sereno y mira­da lumi­nosa. De esa unión nacieron cua­tro hijas —Sonia, Lidia Auro­ra, Miran­da Kari­na y Jean Eliz­a­beth—, quienes se con­virtieron en el eje de su uni­ver­so y en la fuerza silen­ciosa que lo acom­paña en cada desafío.

El cielo más estrel­la­do del mundo

En la memo­ria de Franklin Chang Díaz hay una ima­gen per­sis­tente: un techo, dos niños y el cielo más estrel­la­do del mun­do. Aquel fir­ma­men­to vene­zolano, refle­ja­do en sus ojos de niño, fue su primer sim­u­lador espa­cial, su primer via­je más allá de lo visible.

Cada órbi­ta que trazó alrede­dor del plan­e­ta fue, en el fon­do, un regre­so a ese instante. A la noche cál­i­da en que un niño tico-vene­zolano des­cubrió que el uni­ver­so no tenía límites, y que los sueños, cuan­do se miran con fe, pueden con­ver­tirse en des­ti­no. Porque antes de sur­car el espa­cio, Franklin Chang Díaz aprendió a volar des­de Venezuela.

Franklin R. Chang-Diaz are mis­sion spe­cial­ists, assigned to extrave­hic­u­lar activ­i­ty EVA work on the Inter­na­tion­al Space Sta­tion ISS. 2002

Fuente: Franklin Chang Díaz. Los primeros años: mis primeras aven­turas en el plan­e­ta Tier­ra. Edi­to­r­i­al de Cos­ta Rica, 2017

CorreodeLara

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