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El día que Simón Bolívar bailó con José Laurencio Silva

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista y escritor
luisalbertoperozopadua@gmail.com
IG/TW: @LuisPerozoPadua

Durante la época colo­nial se acos­tum­bra­ba a cel­e­brar los días des­ti­na­dos a los san­tos con gran pom­pa (quizás por ingenuidad o por imposi­ción de la Igle­sia Católi­ca) se creía que esas fechas eran en las que debían cel­e­brarse los cumpleaños.

En octubre de 1825 llegó Simón Bolí­var a la Vil­la Real del Poto­sí, allí pren­da­do de los encan­tos de Joaquina Cos­ta, fir­mó un Decre­to en el cual reza para la pos­teri­dad: «Pro­lon­go mi estadía en Poto­sí has­ta el próx­i­mo 28 para cel­e­brar aquí el día de mi santo».

Baile de la aris­toc­ra­cia peruana

Decisión que motivó un gran despliegue de recur­sos, efec­tivos del ejérci­to y retra­so de opera­ciones mil­itares. La ciu­dad entera se engalanó para hon­rar la pres­en­cia del su Exce­len­cia El Libertador.

La noche del 27 se ini­cia­ron los fes­te­jos con bailes pop­u­lares en la Plaza del Rego­ci­jo y pro­fu­sos fue­gos arti­fi­ciales. Igual­mente le ofrecieron Bolí­var una ser­e­na­ta eje­cu­ta­da con instru­men­tos de cuer­da y luego con la músi­ca de la Ban­da Mil­i­tar de los Húsares de Colombia.

Allí esta­ba Simón Bolí­var atavi­a­do no con su uni­forme mil­i­tar, sino con tra­je de fies­ta: un ele­gante frac de paño negro de cor­ta levi­ta, medias de seda, zap­atil­las de charol con hebil­las de oro, cor­ba­ta blan­ca, calzón cor­to de paño y por úni­ca con­dec­o­ración la medal­la de Wash­ing­ton obse­quia­da por el pres­i­dente de los Esta­dos Unidos. Dos cosas más lla­maron la aten­ción de los pre­sentes: Bolí­var se había quita­do las patil­las y el big­ote. «Su figu­ra era impo­nente», según apun­taron los medios del momento.

Durante el famoso baile Su Exce­len­cia, como buen obser­vador que era, se per­cató que las damas de la aris­toc­ra­cia no querían bailar con uno de sus gen­erales, y no por feo, sino por su tez oscu­ra: el gen­er­al José Lau­ren­cio Sil­va, (naci­do en los llanos cen­trales de Venezuela; conc­re­ta­mente en Tina­co el 7 de sep­tiem­bre de 1791), edecán del Lib­er­ta­dor y uno de los hom­bres más valientes y sobre­salientes del Ejérci­to repub­li­cano. Acom­pañó al Lib­er­ta­dor en casi todas sus cam­pañas, inclu­so cuan­do el lib­er­ta­dor se encon­tra­ba fuera de Venezuela refu­gia­do en las Antil­las. Peleó en Taguanes, El Pao, El Baúl y la Batal­la de Cojedes, Las Que­seras del Medio y Carabobo jun­to a José Anto­nio Páez; destacó en Boy­acá, Pich­in­cha, se le con­sid­eró héroe de Junín; se con­sagró en la batal­la de Ayacu­cho que a la postre sería la lib­er­tad de Suraméri­ca; fue ayu­dante del mariscal Anto­nio José de Sucre.

La sociedad aris­tocráti­ca peru­a­na no esta­ba acos­tum­bra­da a que sus níveas damas baila­ran con hom­bres de col­or como eran la may­oría los sol­da­dos de la Gran Colombia.

Ape­nas notó el rec­ha­zo, con pru­den­cia, sin man­i­fes­tar moles­tia algu­na emplazó: «Que deje de sonar la orques­ta orde­na el General». 
Se dirigió al cen­tro de la sala y proclamó en voz alta, silen­cian­do el mur­mul­lo de los pre­sentes y hacien­do una reverencia:

«Señor José Lau­ren­cio Sil­va… Ilus­tre prócer de la Inde­pen­den­cia Amer­i­cana, Héroe de Junín y Ayacu­cho, a quien Bolivia debe inmen­so amor, Colom­bia admiración, Perú grat­i­tud eter­na, saben que el Lib­er­ta­dor quiere hon­rarse en bailar ese vals con tan dis­tin­gui­do personaje».

Y dirigién­dose a la orques­ta ordenó:

«Por favor, tocad un vals»

Y cam­i­nan­do donde esta­ba asom­bra­do José Lau­ren­cio Sil­va lo rev­er­en­ció: «¿Me con­cede el hon­or Gen­er­al?»; y tomó por un bra­zo con sutileza, lo con­du­jo ele­gan­te­mente al cen­tro de la sala y comen­zaron a dan­zar como dos buenos ami­gos. El mur­mul­lo era uní­sono, pero los aplau­sos de la nutri­da con­cur­ren­cia opac­aron la orquesta. 

Cuen­tan las cróni­cas que después de esta esce­na todas las damas se agol­paron a bailar con el gen­er­al José Lau­ren­cio Silva.

Duradera y hon­rosa amis­tad fue la de Bolí­var y Sil­va, y arraiga­da la fidel­i­dad que como her­manos se pro­fe­saron que, al momen­to de la muerte del Lib­er­ta­dor, José Lau­ren­cio estu­vo a su lado y al notar que iba a ser enter­ra­do con una camisa ras­ga­da, se apresuró a bus­car la mejor de sus pren­das, y escogió una de seda y entre sol­lo­zos, lo vis­tió. Los pocos asis­tentes, no daban crédi­to a lo que presenciaban.

El que más fue herido en batalla

Cuan­do José Lau­ren­cio Sil­va se retiró a la vida pri­va­da a tra­ba­jar la agri­cul­tura y la ganadería en sus tier­ras de Mon­te­sacro en Chir­gua, esta­do Carabobo (propiedad de la famil­ia Bolí­var), por su cuer­po sur­ca­ban dramáti­ca­mente 15 cica­tri­ces de heri­das may­ores, cin­co de bala, nueve de lan­zas, y múlti­ples cica­tri­ces pequeñas (de obje­tos pun­zo­cor­tantes, así como esquir­las de balas de cañón).

En sim­ples cál­cu­los tuvo más de 50 heri­das, sien­do el prócer que más veces fue heri­do durante la guer­ra por lo que el Gob­ier­no Nacional le con­cedió pen­sión por invalidez el 16 de diciem­bre de 1851.

Sucre una vez men­cionó «Envidio las heri­das de Sil­va». Fal­l­e­ció en Valen­cia el 27 de febrero de 1873 y sus restos mor­tales fueron inhu­ma­dos en el Pan­teón Nacional el 16 de diciem­bre de 1942.


Fuente: Mario Briceño Per­o­zo. «Gen­er­al en jefe José Lau­ren­cio Sil­va». En: Boletín de la Acad­e­mia Nacional de la His­to­ria. Cara­cas, núm. 221, enero-mar­zo, 1973

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