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La niña de la Parra

 

Xiomary Urbáez
Periodista y escritora

La vida en sí es el más mar­avil­loso cuen­to de hadas
Hans Chris­t­ian Andersen

 

El médico de la familia, advierte de los peligros que puede correr una joven con tanta lectura, sobre todo si no existe la figura de un padre para poner orden.

—Esta ausen­cia de nue­stro queri­do Rafael per­mite a la pequeña Ana Tere­sa un amor demasi­a­do inten­so por los cuen­tos y las nov­e­las. Alguien debe colo­car límites —dice en clara ref­er­en­cia a la madre que toma­da por sor­pre­sa, da un resp­in­go y lan­za un largo suspiro.

A Ana Tere­sa la exha­lación de su mamá le sue­na a res­i­gnación. La mira diver­ti­da. La seño­ra Isabel se prepara para escuchar la gas­ta­da can­tale­ta del buen hom­bre, a quien nadie le está pidi­en­do opinión. 

—Hay que ten­er cuida­do con esa lit­er­atu­ra frívola y empon­zoña­da espar­ci­da por el mun­do como una pla­ga. Es una señal segu­ra del declive en las letras y además, es la causa de grandes males para nues­tras sociedades.

El hom­bre mira a Ana Tere­sa que se ha man­tenido silen­ciosa, dis­traí­da, enredan­do un mechón de su liso cabel­lo oscuro, entre los dedos. Pre­ocu­pa­do agre­ga: —La mujer, no debe ser muy instru­i­da. Esta niña solo nece­si­ta algo de lec­tura, escrit­u­ra, arit­méti­ca, gramáti­ca, geografía e historia.

Ana Tere­sa lo mira sor­pren­di­da con sus vivaces ojos verdes muy abier­tos, pero no dice nada. Ella es como una palo­ma de la paz. No le gus­tan las dis­cu­siones. La niña es afa­ble y cor­dial… en apari­en­cia. Sin embar­go, Ana Tere­sa resiente calla­di­ta las órdenes.

Sobre todo, si no tienen sen­ti­do. Mien­tras afuera vibra la ciu­dad afrance­sa­da, el galeno con­tinúa exponien­do una opinión que nadie ha solicitado.

—Piano, pin­tu­ra, francés y oblig­a­to­rio, cos­tu­ra ¡Todas labores propias de su género! —afir­ma final­izan­do la absur­da per­ora­ta con una amplia son­risa en el mofle­tu­do rostro.

Ana Tere­sa, a sus diez años, pien­sa que la cul­tura no debe ser de acce­so exclu­si­vo. Vuelve a mirar dem­re­o­jo al entremeti­do. Él es una clara mues­tra. Son­ríe para sí. Está segu­ra de que el gus­to del señor se incli­na más hacia la L’Opera comique o el can­can. Está a pun­to de dejar escapar una sono­ra car­ca­ja­da. Se con­tiene a tiem­po. No obstante, su boca de arco bien dibu­ja­do, con labios del tono de las cerezas, se tuerce lig­era­mente en una sutil son­risa. La boca de la niña parece un bom­bón azucarado.

Recuer­da la con­ver­sación que tuvo su mamá con una veci­na solterona, mien­tras bor­d­a­ban afanosas. Los ruch­es de los lar­gos vesti­dos arras­tran­do en el pulidísi­mo piso del salón del té. Por los vidrios de las blan­cas puer­tas, el sol de la tarde fil­tra­ba sus benig­nos rayos, dan­do a la habitación una clar­i­dad acogedora.

A los pies de las mujeres, repos­a­ba la ces­ta de mim­bre, vesti­da en del­i­ca­da tela de enca­jes, con­te­nien­do los hilos en bolas de col­ores y las agu­jas de difer­entes tamaños. 

—Hace poco quise lle­var al teatro a mi sob­ri­na. Tú sabes… Alici­ta… la que tiene vein­tidós, pero todavía está soltera —dice la seño­ra con un pro­fun­do dejo de pre­ocu­pación frente a esa «condi­ción» de mal­queri­da de su parienta.

Pobre chi­ca había pen­sa­do Ana Tere­sa. Si no logra­ba encon­trar mari­do, las mujeres de su famil­ia no le per­donarían no haber podi­do orga­ni­zar el trousseau, como era la costumbre.

—Me encon­tré con que las obras más pop­u­lares son Amants, Le Car­net du dia­ble y Paris fin de sexe —había expli­ca­do la veci­na a su mamá, bajan­do con­sid­er­able­mente el tono de su voz para que Ana Tere­sa no escuchara.

Todas son un ultra­je para una muchacha decente. Pro­tag­on­i­zadas por actri­ces y bailar­i­nas lig­eras de ropas… —había guarda­do un breve silen­cio. Un ric­tus de amar­gu­ra había apare­ci­do en la fofa tez de la señora.

—¡No ten­go pal­abras para describir­las!, —había excla­ma­do al fin, sacu­d­i­en­do la cabeza de lado a lado. A Ana Tere­sa, a pesar de su cor­ta edad, le gus­ta el teatro, la ópera y la zarzuela. Además es una afi­ciona­da de las retre­tas que se hacen en las plazas. Ado­ra ver el romance de las pare­ji­tas escon­di­das entre los árboles o, de las que dan­zan al rit­mo de los valses, lis­tas para cam­biar la caden­cia con las tran­si­ciones de la orquesta. 

Sobre todo le gus­ta ten­er la opor­tu­nidad de usar sus vesti­dos de fies­ta, sin cuel­lo, con ruch­es pier­rot y el som­breri­to de plumas que lle­va en oca­siones espe­ciales; un rega­lo de su difun­to padre que ate­so­ra con amor. Tenía solo seis años cuan­do él la llevó a los almacenes de Com­pag­nie Fran­caise y ella mis­ma lo escogió. Cuan­do hay mucho fres­co, su mamá le per­mite usar una mini esto­la de enca­je mal­inés. Ella se siente grande. Ana Tere­sa tra­ta de toser, pero del tran­ca­do pecho solo sale un sonido perruno.

—La com­bi­nación de paz, armonía y aire limpio de la hacien­da El Tazón, hará mila­gros en la salud de la niña, —comen­ta el médi­co, dicien­do por fin algo con sen­ti­do. Esta enfer­mi­ta nece­si­ta un des­can­so, sin situa­ciones emo­ti­vas dis­cor­dantes que la alteren, —man­i­fi­es­ta, refir­ién­dose al resto de sus cin­co hermanos.

Ana Tere­sa pien­sa en el trapiche. En los bra­zos sudorosos descar­gan­do los mon­tones de caña y en los hijos de los peones con las bocas llenas de papelón en peda­zos, dis­pután­dose­lo a las avis­pas ambari­nas y glo­tonas. Ana Tere­sa recuer­da la her­mosa hacien­da entre los dos arroyos.

La ciu­dad colo­nial, con sus casas de salientes aleros rojos, no es un ambi­ente salud­able para el pecho de Ana Tere­sa. Sobre todo, después del paseo por el bar­rio de El Silen­cio, que de silen­cioso no tiene nada. Se habían per­di­do por esa «pús­tu­la citad­i­na», como la llam­a­ba Isabel, situ­a­da a pocas cuadras del Capi­to­lio, de la Uni­ver­si­dad y de la Plaza prin­ci­pal, corazón y cen­tro de la urbe.

—Ese lugar escan­daloso y dis­o­lu­to… ¿Cómo pudieron lle­gar has­ta allí?, —reclam­a­ba una y otra vez su mamá, a la com­pungi­da aya france­sa. La cri­an­za ran­cia de Isabel aparecía cada tan­to, en aque­l­los exager­a­dos comentarios.

Aque­l­la tarde, las cor­ri­entes frías que bajan de la gran mon­taña, habían afec­ta­do su salud, no así las taber­nas de El Silen­cio, pien­sa Ana Tere­sa, mien­tras des­de el landó camino a El Tazón, se deja seducir por el her­moso paisaje de cam­pos sem­bra­dos, la campestre ilus­tración de las casas de esti­lo colo­nial y el sonido del agua, prove­niente de los estanques cercanos.

Vein­titrés gra­dos cen­tí­gra­dos de aire puro, la hacen res­pi­rar pro­fun­da­mente. La tem­pla­da tem­per­atu­ra ha comen­zan­do a obrar el por­ten­to. La niña con­vence a la france­sa y al chofer, de man­ten­er la capota baja. El buen hom­bre vol­tea reg­u­lar­mente, mien­tras con­duce con mano firme el cabal­lo que empu­ja el vehícu­lo, des­de el asien­to ele­va­do al frente del car­ru­a­je. Ana Tere­sa le son­ríe beatíficamente.

Al día sigu­iente, Ana Tere­sa sale muy tem­pra­no, dis­pues­ta a dar una cam­i­na­ta de reconocimien­to por el cam­po. La acom­paña Choco­late. El rápi­do e inteligente pas­tor alemán tro­ta a su lado. Su pela­je negro, de bor­des café, meci­do por el vien­to mañanero. De repente, el per­ro comien­za a dar mordis­cos en el aire. Las pun­ti­agu­das y bien pro­por­cionadas ore­jas se erizan a los lados de la cabeza. Ana Tere­sa tam­bién escucha rui­dos extraños.

Un hom­brecito bien pro­por­ciona­do, pero no más alto de trein­ta cen­tímet­ros, ríe a car­ca­jadas entre las hojas aco­ra­zon­adas de una par­ra sil­vestre. El pequeñín se dis­trae usan­do como colum­pio las ramas trepado­ras, enrol­ladas alrede­dor del tron­co de un fron­doso árbol. Al bal­ancearse hacia atrás, se hace invis­i­ble. Al hac­er­lo hacia ade­lante, es visible.

Ana Tere­sa y Choco­late per­manecen mudos, pet­ri­fi­ca­dos por la impre­sión. Mari­posas de todos col­ores aletean pri­morosas alrede­dor del duen­decil­lo y de los racim­i­tos como de uva, que nun­ca lle­garon a desarrollarse.

Con el movimien­to, sale un polvil­lo dora­do que impreg­na de chis­pas el aire. Su camisa, pan­talón y zap­atos pun­ti­agu­dos, tienen cada uno, los mat­ices ale­gres de las flo­res. En la cabeza un enorme som­brero ter­mi­na­do en pun­tas, da el toque final al estrafalario atuen­do. El duende, sin mirar­los todavía, saca de uno de los bol­sil­los una flauta.

Algo le dice a Ana Tere­sa que él sabe que ellos están allí. Pasan algunos min­u­tos. Al fin, el duende son­ríe al ver­los. Comien­za a tocar la flau­ta. Del instru­men­to, sale una músi­ca muy her­mosa que sue­na dulce en los

oídos. Parece ten­er buen talante, con­sid­era la niña, sin sen­tir miedo. Pero es extraño, muy extraño, pien­sa pre­ocu­pa­da. Me con­viene tratar­lo bien.

—Señor, —empieza a bal­bucear mod­esta­mente,  sin ten­er la certeza de que está usan­do el tono ade­cua­do. El duende sigue tocan­do la flauta.

—¿Me puedes decir quién eres?, —se atreve final­mente a pre­gun­tar Ana Teresa.

—Depende de quién quiere saber­lo, —con­tes­ta el hom­bre­cil­lo, paran­do de tocar, mirán­do­los fija­mente. Sin sen­tirse intim­i­da­da, Ana Tere­sa vuelve a la car­ga. No hay titubeo.

—Ana Tere­sa. Me llamo Ana Tere­sa Par­ra —dice—, y por cier­to… ¿Qué haces tú guin­da­do en esa parra?

—Demasi­a­do curiosa, —mur­mu­ra el duende, rascán­dose la bar­bi­l­la y mene­an­do la cabeza como si la desapro­bara—. Par­ra, así que te apel­l­i­das Par­ra, —bal­buce ráp­i­da­mente, más para él mis­mo que para sus interlocutores.

Extraña coin­ci­den­cia ¿No crees? —la mira fija­mente—, aunque las coin­ci­den­cias no exis­ten —afir­ma apun­tán­dola con el índice.Hace una pausa y después añade:

—Cier­ra los ojos y pien­sa en algo que desees. Ana Tere­sa hace lo que se le orde­na. Presurosa apri­eta los ojos.

—Si fluy­eras con el tiem­po como lo hago yo, —dice el duende—, no hablarías de ade­lan­tar­lo… El tiem­po no se adelanta.

Ana Tere­sa per­manece muda de asom­bro. El hom­bre­cil­lo le está leyen­do el pen­samien­to. —Tam­poco pen­sarías en dejar de ser niña. Las difer­en­cias entre varones y hem­bras son físi­cas nada más. El int­elec­to no tiene género. Un pesa­do silen­cio impreg­na el ambi­ente. Choco­late ha deja­do de ladrar.

—Yo quiero ser adul­ta —dice la niña dubi­ta­ti­va—. No es lo que quiero decir… 

—protes­ta Ana Tere­sa—. En real­i­dad, me hubiera gus­ta­do ser hom­bre —con­fiesa final­mente Ana Tere­sa, suspirando.

O por lo menos, ten­er las opor­tu­nidades que tienen los varones, —agre­ga al fin, en un tono tan afligi­do, que achis­pa la mira­da del gno­mo y lo obliga a soltar una ale­gre carcajada.

Repenti­na­mente, un vien­to lev­an­ta un remoli­no alrede­dor de Ana Tere­sa y del pas­tor alemán. Hojas, flo­res, mari­posas y chis­pas doradas, dan vueltas. El mun­do parece deten­erse, quedar sus­pendi­do. Inqui­etos, menudos, llenos de escar­cha, el per­ro y la niña lev­i­tan. Deba­jo, la ter­sa alfom­bra de la gra­ma fres­ca, luce como páti­na esmeralda.

—¡Qué impre­sión tan rara! —excla­ma Ana Tere­sa—, me sien­to liviana. Y así era, en efec­to. Aho­ra pesa muy poquito. Su cari­ta se ilu­mi­na de gus­to al ver que se ele­va por entre las hojas de la mág­i­ca par­ra, segui­da muy de cer­ca por Chocolate.

Des­de allí, obser­va el verde suave de los amplios cañav­erales. Por aquí y por allá, entre la hier­ba, apare­cen doradas man­chas lumi­nosas. Los pájaros dis­traí­dos, entre el rama­je de la caña, tri­nan con­tentos, regodea­d­os en tan­ta dulzura.

Ella no sabe cómo, pero la vista de Ana Tere­sa va más allá. Atraviesa el océano. La niña ve ciu­dades enteras. Algu­nas cubier­tas de nieve, escar­chadas bajo man­tos blan­cos y platea­d­os. En pleno corazón de Roma, tropieza con el col­iseo y el foro. Más allá, se recrea entre las cum­bres del arte andalusí, con la ciu­dad palati­na de La Alham­bra. Se le cansan los ojos recor­rien­do la mural­la chi­na. Pes­tañea mil veces frente al más por­ten­toso y emblemáti­co de los mon­u­men­tos: La Gran Pirámide de Guiza. Da un respingo.

«¡Es una de las siete mar­avil­las del mun­do antiguo!» En la oril­la del río Sena, echa un vis­ta­zo a la torre Eif­fel, la estruc­tura más alta de París. Al sur de Man­hat­tan, jun­to a la desem­bo­cadu­ra del río Hud­son, cer­ca de la isla de Ellis, dis­tingue a La Lib­er­tad ilu­mi­nan­do el mundo.

Casi sin darse cuen­ta, Ana Tere­sa comien­za a bajar. En pocos segun­dos, está nue­va­mente bajo las ramas de la par­ra. La mucha­chi­ta atóni­ta, pes­tañea mil veces, se estru­ja los ojos, se ras­ca la cabeza.

Tere­sa de la Par­ra en casa de la famil­ia Rohl Cara­cas 1921 Agen­da Bib­liote­ca Nacional 1989

—¿Qué harás con lo que has vis­to? —pre­gun­ta el gno­mo. Ana Tere­sa per­manece silen­ciosa sin saber qué respon­der. Lo mira con curiosi­dad. El duende sonríe.

—Puedo… Puedo… Puedo… —bal­bucea la niña. Hay un momen­to de silen­cio mien­tras Ana Tere­sa reflexiona.

—Puedo escribir un cuen­to —gri­ta final­mente la niña ale­gre. El hom­bre­cil­lo deja escapar un pro­fun­do sus­piro y asiente.

—¡Eso es! ¡Eso! Las letras te lib­er­an. Escribe y cam­bia el mun­do ¡Ya lo creo! —Una amplia son­risa ilu­mi­na su ros­tro. El duende encoge los hom­bros com­placido. De pron­to mira alrede­dor y lan­za una excla­mación: —¡Caram­ba! Debo irme. Me voy volan­do. No me olvides niña de la parra.

—No lo haré —responde Ana Tere­sa, agi­tan­do su mani­ta en señal de des­pe­di­da. La mucha­chi­ta mira a Choco­late y son­ríe. En un san­ti­amén, el gno­mo se esfu­ma como si nada.

—Niña de la par­ra… niña de la par­ra, —repite pen­sati­va—. ¿Crees tú que…? Tere­sa de La Par­ra —bal­bucea…

—¿Qué te parece ese nom­bre para una escrito­ra? —pre­gun­ta al ani­mal. El per­ro la mira con ojos soñadores, mueve la cola, ladea la cabeza y ladra varias veces, en señal de asentimiento.

                                        FIN

En el 2014, los cuen­tos El hada del gran río (I) y La niña de la par­ra (II),  (bajo el títu­lo Un cuen­to, dos relatos) fueron ganadores del I con­cur­so de fic­ción históri­ca breve de la edi­to­r­i­al españo­la Edi­tarx. Actual­mente se leen en físi­co y en dig­i­tal, en la obra colec­ti­va Relatos en un reloj de are­na, tomos I y II, de la men­ciona­da casa edi­to­ra. 

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

Un comentario en «La niña de la Parra»

  • Extra­or­di­nar­ia nar­ración de mi escrito­ra queri­da Xiomary, maes­tra con­tem­poránea del rela­to breve. Pre­mios merecidos.

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