Su marido se fue detrás de un hombre a caballo

Belky Montilla
Cronista de Yaritagua

La tarde, a pesar de ser temprano oscureció de repente ante la noticia que traía el general, su marido. Solo vino a despedirse, le dio un beso en la frente a cada uno de sus tres niños y a ella, un abrazo fuerte que le estremeció el alma.


Fer­mín me dijo adiós con un beso pro­fun­do y con él, la esper­an­za de un pron­to regreso:

-Sólo voy por unos días Izabela, me susurró al oído y enfa­tizó: — Ya la pres­i­den­cia es del Gen­er­al Cas­tro y sus 60 hombres. 

El Gen­er­al Cipri­ano Cas­tro había recor­ri­do un largo tre­cho des­de un pueblo lla­ma­do Tononó has­ta aquí. Fueron varias las leguas tran­si­tadas; trein­ta días de aquel 2 de agos­to cuan­do en medio de una gran algar­abía habían sali­do des­de la fron­tera colombiana.

Isabel le arregló sus pertre­chos para el via­je, sin olvi­dar la man­ta, la cobi­ja y el pañue­lo rojo que tan­to le gusta­ba, jun­to a su uni­forme gris, su som­brero, sus botas de cuero, todo impeca­ble. Lo vio par­tir alti­vo con su fusil en el hom­bro y el machete en la cin­tu­ra, lleno de vida, con el pecho henchi­do por el orgul­lo y una tenue son­risa en sus labios.

Hacía unos cin­co años atrás que se habían com­pro­meti­do en mat­ri­mo­nio. Ella, una muchacha que había lle­ga­do con sus padres hacía poco de Polo­nia, un lejano país del viejo mun­do, pero que se encon­tra­ba en guer­ra. Isabel había queda­do hechiza­da ante la pres­en­cia de ese hom­bre blan­co con los ojos claros, buen­mo­zo y, además, un galante caballero que la con­quistó a primera vista.

Su boda fue sen­cil­la, la Guer­ra Fed­er­al ya había ter­mi­na­do, pero deja­do sus secue­las, no obstante, el pueblo se encon­tra­ba con­vul­sion­a­do por los fre­cuentes encuen­tros que allí se sus­cita­ban. Su mari­do se la llevó a con­vivir en la casa mater­na. Su mamá la recibió con reser­vas, pero ale­gre al ver que su hijo senta­ba cabeza.

Pron­to llegó el primer hijo. Un varón, muy pare­ci­do a su padre por lo que le pusieron su nom­bre, Fer­mín. A los dos años nació José Elías y al sigu­iente María del Car­men, eran tres her­mosas criat­uras que habían llena­do de gozo sus cora­zones y dieron una gran ale­gría a esa vie­ja casona de El Jobito que por mucho tiem­po per­maneciera sin niños.

Todos esos recuer­dos lle­garon agol­pa­dos a su memo­ria y quiso com­par­tir­los con su mari­do que al ver las tropas and­i­nas pasar sin­tió ese gusanil­lo en su san­gre y de inmedi­a­to tomó la decisión de irse tras ellos.

-Me voy- Se dijo, y reit­eró: — Me voy, pero volveré. 

Ella pre­sen­tía lo peor en su corazón. Se llevó a sus tres hijos, él tomó en sus bra­zos a José Elías y Fer­mín cor­rete­a­ba de aquí para allá y de allá para acá. Izabela llev­a­ba en sus bra­zos a María del Car­men que dor­mía plá­ci­da­mente y su sue­gra había queda­do acosta­ba en su alco­ba porque no tuvo fuerzas para des­pedir­lo, una vez más.

Le acom­pañaron has­ta el viejo portón de madera que sep­a­ra­ba el pasil­lo del anteportón, una pieza antigua de eban­is­tería, com­pues­ta por unos ramos de flo­res, elab­o­ra­dos con una madera fina, tal­ladas y un pequeño posti­go que servía para ver a los vis­i­tantes. Afuera se encon­tra­ba amar­ra­do el cabal­lo, ya prepara­do para el viaje.

Él se hizo la señal de la Cruz y luego a cada uno de sus hijos, le echó la ben­di­ción y estam­pó un tier­no beso en la frente de las criat­uras. Fer­minci­to, el may­or le mira­ba con sus ojos tristes, pero sin saber ni com­pren­der lo que pasa­ba, José Elías no deja­ba de llo­rar y lucía indifer­ente, pues era muy pequeño y su her­mani­ta se encon­tra­ba acur­ru­ca­da en los bra­zos de su madre que en un solo tem­blor, trata­ba de ser fuerte para poder guardar en su memo­ria cada una de esas esce­nas que com­ponía la despedida.

Con la mira­da fija en sus ojos lo vio par­tir, al rato solo veía el cabal­lo a lo lejos has­ta que cruzó rum­bo a la plaza May­or, frente a la igle­sia San­ta Lucía. Las lágri­mas comen­zaron a fluir sin poder­las contener.

Han pasa­do tres días de aquel adiós. Nada con­cre­to se ha sabido, solo habladurías. Algunos cuen­tan que doquiera que pasa el gen­er­al y sus 60 hom­bres, más los agre­ga­dos que ya eran cien­tos, recibe la acla­mación del pueblo y muchos han sido los veci­nos que se han ido tras él, ya son var­ios los Batal­lones que se han orga­ni­za­do, el Bolí­var, Junín, Bar­quisime­to, El Urachiche y var­ios más. En esos escuadrones, los peones se con­vierten en sol­da­dos y los hacen­da­dos en comandantes.

Hace unos días vino Doña Mar­i­ana, una veci­na que nos tra­jo noti­cia de aquel grupo rev­olu­cionario que cruz­a­ba el país y nos explicó con lujos de detalles, los últi­mos acon­tec­imien­tos que se habían sus­ci­ta­do. Poco a poco fue nar­ran­do lo que su hijo, quien había sido dado de baja por haber caí­do heri­do, le había contado.

-Juan Can­de­lario me relató que al salir de Urachiche habían par­tido hacia las lomas de Nir­gua y allí per­noc­taron tres días y estando en esas frías tier­ras se dio un com­bate que había dura­do 4 horas donde salieron var­ios heri­dos de balas, macheta­zos y por golpes al caer y rodar por esos cer­ros al bus­car ata­jos y evi­tar la muerte, pero lograron salir tri­un­fantes y que después de esa batal­la, el grupo había par­tido hacia Valen­cia para con­quis­tar la ciu­dad de Cara­cas, la capital.

Fer­mín se encon­tra­ba pre­ocu­pa­do y triste al recor­dar a su mujer y a los tres niños que habían pro­cre­a­do. José Anto­nio, un sol­da­do de su tropa a quien le había toma­do car­iño se le acer­có y le preguntó:

-¡Mi Gen­er­al!- ¿Por qué dejó a su famil­ia para venirse a la guerra?-indagó. Y él con firmeza le contestó:

-Yo creo que es nece­sario un cam­bio, que mi país merece ten­er buenos gob­er­nantes que busquen el bien­es­tar de todos y no solo de ellos y de sus famil­iares- en cam­bio haya más tol­er­an­cia en cuan­to a las lib­er­tades civiles y acabar de una vez con esta cri­sis económi­ca que nos ago­b­ia y de man­era enfáti­ca con­tin­uó diciendo: 

-Yo sueño ten­er una Yaritagua próspera que sus tier­ras sean aprovechadas y sus tra­ba­jadores bien remu­ner­a­dos porque eso per­mite ten­er nego­cios flo­re­cientes que no depen­dan de nadie, sino del sudor de sus frentes, de su tra­ba­jo-. Hizo silen­cio un rato y continuó:

-Así todos ganamos, el que tiene mucho, gas­ta y guar­da mucho y el que tiene poco, com­pra poco-. Remató.

Ellos, los rev­olu­cionar­ios esta­ban con­fi­a­dos en su cam­pa­men­to, los sol­da­dos en sus que­hac­eres y los coman­dantes y jefes de los escuadrones plane­an­do el próx­i­mo com­bate. No obstante, el ban­do ofi­cial, seguidores del pres­i­dente Igna­cio Andrade se habían enter­a­do que Cas­tro y sus hom­bres se aprox­ima­ban a Valen­cia por lo que había que tomar las medi­das y fre­nar a aque­l­los revoltosos que aunque no tenían muchos pertre­chos, eran aguer­ri­dos y poseían vol­un­tad por lo que era impe­rioso pon­er­les un freno y ata­jar­les antes de que echa­ran un vainón y fuera más difí­cil con­tener­les en su afán de tum­bar al gobierno.

En con­se­cuen­cias, Andrade envió un poderoso ejérci­to acan­ton­a­do en Valen­cia para deten­er­lo, el cual esta­ba dirigi­do por el min­istro de Guer­ra y Mari­na, el gen­er­al Diego Bautista Fer­rer, secun­da­do por el gen­er­al Anto­nio Fer­nán­dez. El asis­tente del min­istro era Luis Napoleón Mazzei Braschi, ital­iano y es entonces que ocurre un fuerte encon­tron­a­zo entre ambos ban­dos, even­to que luego fuera cono­ci­do como la Batal­la de Tocuyito.

El ejérci­to restau­rador se hal­la­ba bajo la jefatu­ra del gen­er­al Cipri­ano Cas­tro, caudil­lo de la rev­olu­ción, con un Esta­do May­or, inte­gra­do por Juan Vicente Gómez, Emilio Fer­nán­dez, Manuel Anto­nio Puli­do, entre otros y el ejérci­to del gob­ier­no poseía unos 5.000 sol­da­dos y a pesar de su supe­ri­or­i­dad numéri­ca y la pos­esión de mejores equipos de guer­ra, la exis­ten­cia de serios roces entre el coman­do, impi­dieron a estas fuerzas el desar­rol­lo de un movimien­to coher­ente y afortunado. 

En cam­bio, los lla­ma­dos andi­nos o gochos, a pesar de que tenían hom­bres del occi­dente y zona cen­tral vene­zolana tenían una sola voz de man­do. Era el 16 de sep­tiem­bre de 1899. El com­bate comen­zó. Por todos lados se escuch­a­ban los sil­bidos de las balas, los gri­tos de ataque y de dolor se con­fundían con las órdenes de los coman­dantes de cada uno de los pelo­tones que se enfrenta­ban. El cru­jir de las ramas que reventa­ban con las pisadas de los sol­da­dos que brin­ca­ban sobre ellas. Todo era confusión. 

Fer­mín sin­tió en su pecho el cuer­po extraño que le abrió una san­grante heri­da, pero sigu­ió ade­lante, dan­do órdenes para evi­tar perder a sus hom­bres que uno a uno veía caer.

-Me han heri­do se dijo así mis­mo y pen­só en Izabela y sus muchachos‑y exclamó:

-Dios mío, Dios mío, ablan­da el corazón de mi madre para que aco­bi­je a mis pequeños hijos. Poco a poco se fue desvanecien­do y cayó, cer­ró sus ojos y murió.

La noti­cia se regó como pólvo­ra, el gen­er­al había caí­do, el pelotón se dis­per­só del lugar, pero aquel sol­da­do ami­go lo llevó car­ga­do en sus hom­bros para pro­te­ger su cuer­po y le dier­an cris­tiana sepul­tura. La guer­ra continuó…

Izabela esta­ba triste des­de aquel día que su mari­do par­tió detrás de un hom­bre a cabal­lo. La noti­cia de la muerte de Fer­mín todavía no había sido cono­ci­da en el pueblo. Ella se aferra­ba a sus creen­cias y de rodil­las le pedía a Dios, le devolviera al padre de sus hijos sano y salvo. 

Ya nada era igual des­de aquel nefas­to día. Aque­l­la vie­ja casona donde su esposo la dejó esta­ba triste como ella, ni la risa de los niños se escuch­a­ba en aque­l­los fríos pasil­los y corre­dores, ni en el patio ni en la huer­ta que con tan­to esmero ella cuidó. 

Algu­nas veces pens­a­ba en su futuro:

-¿Qué será de mí si Fer­mín no regresa?-se pre­gunt­a­ba. Ten­dré que bus­car un rum­bo nue­vo- Ojalá, el Señor me escuche y la Vir­gen me lo envuel­va con su man­to sagrado.-Imploraba. Y tal como ella se había imag­i­na­do, después de unos días vino un emis­ario a traer la infaus­ta noticia.

El gen­er­al Fer­mín cayó aquel día que nos enfrenta­mos en Tocuy­i­to, –señaló- Allí recibió cris­tiana sepul­tura, jun­to con los otros sol­da­dos que cayeron, bajo la balas del ene­mi­go. ‑Murió con las botas pues­tas- acentuó

Isabela se des­mayó y los niños comen­zaron a llo­rar. Todo cam­bió, tal como ella había pre­sen­ti­do. Su sue­gra la dejó llo­rar a su ama­do, pero el mun­do sigu­ió giran­do, las horas del viejo reloj no dejaron de mar­car el tiem­po y las hojas del cal­en­dario habían caí­do una a una.

La vida con­tin­uó, a pesar de que para ella nada tenía sen­ti­do, solo sus hijos, su ter­nu­ra, su tremen­duras de mucha­chos llen­a­ban las horas del día y en las noches lle­ga­ban los recuer­dos de aquel infaus­to momen­to cuan­do Fer­mín, su mari­do se fue detrás de un hom­bre a caballo.

Luis Medina Canelón

Abogado, escritor e historiador Miembro Correspondiente de la Academia de Historia del Estado Carabobo

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    • Que refrescante es poder leer los hechos que marcaron nuestra historia, de una manera tan agradable y sencilla, es muy fácil engancharse en los distintos temas que publica esta página. Felicitaciones bonito trabajo.

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