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Alcides Lozada: el poeta larense que la tiranía lanzó al mar

Luis Alber­to Per­o­zo Padua
Peri­odista espe­cial­iza­do en cróni­cas históricas
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@LuisPerozoPadua

Fue una de las víc­ti­mas más sen­si­bles de la repre­sión gomecista. Sus ideas, sus ver­sos y su cer­canía con movimien­tos rev­olu­cionar­ios lo con­virtieron en obje­ti­vo de la tiranía del Ben­eméri­to gen­er­al Juan Vicente Gómez. Murió tras tor­turas atro­ces y sus restos fueron arro­ja­dos al mar, negán­dole sepul­tura. Esta cróni­ca recon­struye su trage­dia, resca­ta fuentes históri­c­as y sub­raya la resisten­cia moral del poeta ante uno de los capí­tu­los más oscuros del siglo XX venezolano

Cuan­do el cuer­po de Alcides Loza­da cayó al Mar Caribe, ya no era solo un poeta asesina­do por la tiranía: era el sím­bo­lo lumi­noso de todo aque­l­lo que el gome­cis­mo jamás pudo doble­gar. La dic­tadu­ra inten­tó bor­rar su ras­tro arro­jan­do sus hue­sos a las pro­fun­di­dades, pero el eco de sus ver­sos —y su muerte injus­ta— ter­minó sobre­vivien­do inclu­so al silen­cio que entonces parecía invencible.

Alcides Loza­da nació en El Tocuyo, esta­do Lara, el 23 de enero de 1894. Su tem­prana incli­nación por la lit­er­atu­ra lo con­vir­tió en una figu­ra admi­ra­da en la región. Sus ver­sos —que deslum­bra­ban por su del­i­cadeza y su visión del paisaje— se con­vertían en ruti­na de lec­tura pop­u­lar: cir­cu­la­ban en hojas de per­iódi­co que los veci­nos comenta­ban en las pulperías, en las bar­berías y en las bot­i­cas de la ciu­dad. La poéti­ca de Alcides, enam­ora­da de los atarde­ceres bar­quisimetanos, se ali­menta­ba de la luz, el silen­cio y la hon­dura humana de su tier­ra natal.

Alcides Loza­da nació en El Tocuyo, esta­do Lara, el 23 de enero de 1894

Entre la pluma del peri­odista y la memo­ria del cronista

Además de su vas­ta labor como poeta y cro­nista de lar nati­vo, Alcides Loza­da fue el redac­tor prin­ci­pal del sem­a­nario de intere­ses gen­erales Labor (1912–1919), una pub­li­cación fun­da­men­tal en la vida int­elec­tu­al de Caro­ra. El sem­a­nario, fun­da­do por José Her­rera Oropeza, se con­vir­tió en un espa­cio de dis­cusión lit­er­aria, políti­ca y social durante uno de los perío­dos más dinámi­cos de la pren­sa region­al. Loza­da no solo con­tribuyó con su esti­lo analíti­co y direc­to, sino que con­fig­uró la línea edi­to­r­i­al que car­ac­ter­izó a Labor como un órgano de pen­samien­to mod­er­no en pleno ini­cio del siglo XX.

Su influ­en­cia no se lim­itó a la redac­ción: tam­bién dejó huel­la en el mun­do tipográ­fi­co. En El Tocuyo operó una imprenta propia, cono­ci­da como la “Tipografía de Alcides Loza­da”, des­de la cual se edi­taron obras lit­er­arias locales y tex­tos de autores emer­gentes. Entre esas pub­li­ca­ciones desta­can algunos de los cuen­tos del pro­pio José Her­rera Oropeza, que vieron la luz en ese taller tipográ­fi­co hacia 1916, con­sol­i­dan­do así un cir­cuito int­elec­tu­al entre Caro­ra y El Tocuyo que hizo posi­ble la difusión de nuevas voces lit­er­arias en la región.

Pero su sen­si­bil­i­dad no se lim­ita­ba a la con­tem­plación. Loza­da era tam­bién un peri­odista agu­do, críti­co del cre­ciente autori­taris­mo gomecista. Dirigió El Tocuyo, des­de donde denun­cia­ba los abu­sos del sis­tema y defendía la necesi­dad de lib­er­tades públi­cas. La vig­i­lan­cia del rég­i­men pron­to se tornó persecución.

Bóvedas del Castil­lo Lib­er­ta­dor, Puer­to Cabel­lo. Colec­ción his­to­ri­ador Luis Her­a­clio Med­i­na Canelón

La ban­dera de la rebelión

En 1929 tomó una decisión que mar­caría su des­ti­no: cer­ró su per­iódi­co y se sumó abier­ta­mente a la rebe­lión arma­da del gen­er­al José Rafael Gabaldón, que aspira­ba a abrir un foco insur­rec­cional des­de las tier­ras de Por­tugue­sa. Des­de los primeros com­bat­es creó un órgano de com­bate, La Lib­er­tad en Mar­cha, que cir­cu­la­ba entre mon­tañas y pobla­dos. Allí escribió uno de los man­i­fiestos rebeldes más claros del período:

“No somos hom­bres de guer­ra, amantes del der­ra­mamien­to de san­gre de nue­stros her­manos ni ambi­ciosos del poder. Somos una agru­pación de hom­bres de tra­ba­jo y estu­dio, que has­ta ayer per­maneció aje­na a todo debate políti­co, pero que, ante la necesi­dad supre­ma de la lib­er­tad y el bien­es­tar de la patria arru­ina­da, enar­bo­lam­os la ban­dera de la rebe­lión y sal­imos a bus­car en el cam­po de batal­la lo que no pudi­mos alcan­zar en las hero­icas batal­las del civismo”.

La rebe­lión fra­casó en su inten­to ini­cial de tomar El Tocuyo. Luego resis­tió en Gua­nare y, tras sem­anas de per­se­cu­ción, fue final­mente der­ro­ta­da en las mon­tañas de Bis­cu­cuy. Alcides cayó pri­sionero jun­to a Gabaldón y otros combatientes.

Facha­da de las bóvedas del Castil­lo Lib­er­ta­dor. Puer­to Cabel­lo. Colec­ción his­to­ri­ador Luis Her­a­clio Med­i­na Canelón

De camino al suplicio

Des­de la cár­cel de “Las Tres Tor­res”, en Bar­quisime­to, el gen­er­al Eusto­quio Gómez —pres­i­dente del esta­do Lara y eje­cu­tor fer­oz del rég­i­men— ordenó trasladar a los insur­gentes al Castil­lo Lib­er­ta­dor. No sería un trasla­do; sería un escarmiento.

Los pri­sioneros fueron con­duci­dos en vagones adap­ta­dos del Fer­ro­car­ril Bolí­var has­ta Tuca­cas. Des­de el pequeño puer­to fal­co­ni­ano fueron subidos, enca­de­na­dos entre sí como una cade­na humana, al buque de la Mari­na de Guer­ra “José Félix Ribas”. Arrin­cona­dos en la cubier­ta, expuestos al sol y al sal­itre, sopor­taron el via­je sobre pasil­los ates­ta­dos mien­tras el mar embrave­ci­do gol­pea­ba el casco.

Tras cua­tro horas de nave­gación, el bar­co atracó en el canal de Puer­to Cabel­lo. En el muelle de La Plan­chi­ta se duplicó la guardia. La fila de pri­sioneros políti­cos, todos exhaus­tos, arras­tran­do sus alpar­gatas rotas por una vía inter­minable has­ta las tene­brosas bóvedas del castil­lo del puerto.

Loza­da, ya debil­i­ta­do por las jor­nadas de cam­paña y la fal­ta de ali­men­to, comen­zó a exper­i­men­tar un dete­ri­oro acelerado.

Fer­ro­car­ril Bolívar en Bar­quisime­to-1930. Foto Evaris­to Reyes Yanez

Los últi­mos días

El recor­da­do cro­nista porteño Miguel Elías Dao —tes­ti­go excep­cional del hor­ror del pre­sidio— dejó la descrip­ción más sobrecoge­do­ra de la agonía de Loza­da. Según su pluma, Alcides no resis­tió el duro cau­tive­rio en los cal­abo­zos del Ras­tril­lo. Habla­ba de él como “un hom­bre de extra­or­di­nar­ia sen­si­bil­i­dad” cuya frag­ili­dad físi­ca, suma­da a la bru­tal­i­dad de los carceleros, ter­minó por con­ver­tir­lo “en un guiñapo humano”.

Una noche de 1931, a la hora en que se cerra­ban las rejas, sin­tió la pres­en­cia de la muerte. Sus com­pañeros pidieron a gri­tos que se le quitaran los gril­los, pero nadie respondió. Arri­ba, sobre las mural­las, un cen­tinela con un viejo máuser mira­ba el hor­i­zonte, indiferente.

Al amanecer, cuan­do la cor­ne­ta anun­ció la diana, lo encon­traron sin vida sobre una cobi­ja. El cadáver fue lib­er­a­do de sus hier­ros a man­dar­ri­a­zos y cin­cel. Alcides Loza­da había empren­di­do su via­je final a la eternidad.

El rég­i­men no per­mi­tió due­lo, ni reg­istro, ni entier­ro. Temien­do la propa­gación de la tifoidea, su cuer­po fue arro­ja­do al Mar Caribe. Nun­ca hubo tum­ba. Nun­ca hubo acta. Solo memoria.

La fecha de una muerte silenciada

A pesar de la rel­e­van­cia lit­er­aria y políti­ca de Alcides Loza­da, no existe en los archivos públi­cos una fecha exac­ta —día y mes— de su fal­l­ec­imien­to. Las fuentes históri­c­as coin­ci­den úni­ca­mente en que murió en 1931, luego de las tor­turas pade­ci­das en el Castil­lo Lib­er­ta­dor de Puer­to Cabel­lo y antes de que su cuer­po fuera arro­ja­do al Mar Caribe por temor a la propa­gación de la tifoidea. 

La opaci­dad del rég­i­men de Juan Vicente Gómez en el mane­jo de pri­sioneros políti­cos expli­ca esta ausen­cia doc­u­men­tal. Has­ta que emer­jan reg­istros ver­i­fi­ca­bles, 1931 debe con­sid­er­arse la ref­er­en­cia históri­ca vál­i­da, aunque incompleta.

Su trav­es­ía final, des­de las mon­tañas de Bis­cu­cuy has­ta las aguas negras del muelle de La Plan­chi­ta, define la dimen­sión épi­ca y trág­i­ca de un hom­bre que pre­fir­ió la dig­nidad a la obe­di­en­cia.La vida y la muerte de Alcides Loza­da con­den­san la his­to­ria de una Venezuela que pagó con san­gre cada paso hacia la lib­er­tad, hacia el ensayo democrático.

Poeta de tardes bar­quisimetanas, peri­odista de com­bate, rebelde sin armas más poderosas que sus ideas, su nom­bre per­manece sin fecha exac­ta de muerte y sin tum­ba donde lle­var flo­res. Tal vez por eso su figu­ra crece: porque pertenece al ter­ri­to­rio de los que no pudieron ser bor­ra­dos, aunque sus ver­du­gos lo intentaran.

El mar que recibió su cuer­po no pudo tra­garse su pal­abra. Y mien­tras exis­tan lec­tores capaces de recono­cer la dig­nidad en la trage­dia, Alcides Loza­da seguirá vivo donde él quería: en la con­cien­cia de su tierra.

Porque hay hom­bres que mueren una vez, pero hay otros —como Alcides Loza­da— que nun­ca ter­mi­nan de morir.

Maz­mor­ra del Castil­lo Lib­er­ta­dor de Puer­to Cabel­lo. Colec­ción his­to­ri­ador Luis Her­a­clio Med­i­na Canelón

 

Car­bon­cil­lo que mues­tra las condi­ciones de los pre­sos políti­cos en el Castil­lo Lib­er­ta­dor de Puer­to Cabel­lo. Colec­ción his­to­ri­ador Luis Her­a­clio Med­i­na Canelón

Fotos: Colec­ción del his­to­ri­ador Luis Her­a­clio Med­i­na Canelón

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