CrónicasHistoria

Andrés Bello y el sabor prohibido de la Totona

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas
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@LuisPerozoPadua

Detrás del sabio Andrés Bel­lo se esconde una anéc­do­ta picante y poco cono­ci­da. “Totona”, el nom­bre de un postre inocente se con­vir­tió en con­traseña de deseo. Una his­to­ria que rev­ela al human­ista en su fac­eta más humana y traviesa

Entre códices de gramáti­ca, car­tas de repúbli­ca y trata­dos de dere­cho, Andrés Bel­lo guard­a­ba un apeti­to que no cabía en sus dis­cur­sos: uno dulzón, cre­moso y secre­to. El sabio caraque­ño, que tan­ta luz dio al idioma español, tenía tam­bién un rincón oscuro y deli­cioso que recor­ría con más pasión que cualquier cláusu­la sub­or­di­na­da: la coci­na donde se escondía la Totona.

Don Andrés Bel­lo (Cara­cas, 1781 – San­ti­a­go de Chile, 1865) es una figu­ra insoslayable en la his­to­ria his­panoamer­i­cana. Poeta, filól­o­go, jurista, edu­cador, fue men­tor de Simón Bolí­var y arqui­tec­to moral de la Améri­ca republicana.

Sin embar­go, detrás de su toga de académi­co y su pluma civ­i­lizado­ra, latía un hom­bre de pasiones, de plac­eres y de humor. Y una anéc­do­ta, con­ta­da con sor­na en las esquinas de Cara­cas y recogi­da por cro­nistas pop­u­lares, lo retra­ta con una picardía que no figu­ra en los libros escolares.

Andrés de Jesús María y José Bel­lo López (Cara­cas, 29 de noviem­bre de 1781-San­ti­a­go, 15 de octubre de 1865)

“Mathilde, quiero Totona”

Se dice que Bel­lo tenía en su casa una joven cri­a­da de ori­gen holandés lla­ma­da Mathilde. De ella no ha queda­do nom­bre ni retra­to, pero sí el rumor de una belleza provo­cado­ra y manos exper­tas en la preparación de un postre de pul­pa de toron­ja, naran­ja y nata, que el mae­stro llam­a­ba “Totona”.

Nadie sabe si la pal­abra surgió en ese momen­to o si Bel­lo la reapropió con su agudeza ver­bal, pero lo cier­to es que aque­l­la Totona no era solo un dulce: era una con­traseña. — “Mathilde, quiero Totona” —decía con voz entor­na­da, como quien pide la con­ju­gación de un ver­bo irregular.

Mathilde, la cri­a­da holan­desa recrea­da con IA para CorreodeLara

La frase se repetía con fre­cuen­cia en su casa, frente a cri­a­dos y alle­ga­dos que no sospech­a­ban la doble inten­ción. Solo la joven cocin­era com­prendía el sub­tex­to, y acud­ía, según los rumores, no solo con una cuchar­il­la y un cuen­co, sino con una com­pli­ci­dad que iba más allá de la repostería.

Un día, según se cuen­ta, la esposa de Bel­lo —una mujer de carác­ter fuerte y mira­da firme— sor­prendió la esce­na. No hubo gri­tos, ni por­ta­zos, solo una ten­sión hela­da que rompió el aire. 

Y entonces, con la cal­ma de un jurista que argu­men­ta ante la his­to­ria, Andrés Bel­lo sen­ten­ció: —¿Sor­pren­di­da? Tú lo que estás es estu­pe­fac­ta. El sor­pren­di­do soy yo. La frase, afi­la­da como un adje­ti­vo bien puesto, quedó flotan­do en la leyen­da oral.

Des­de entonces, la Totona —ese postre sin nom­bre ofi­cial— pasó a ser algo más que una mez­cla cítri­ca y cre­mosa. Se con­vir­tió en sím­bo­lo de picardía, deseo escon­di­do y lengua­je cifra­do. Y la pal­abra, con el paso del tiem­po, migró de la casa de Bel­lo a las calles, y de las calles al habla popular.

Con el tiem­po, en el habla pop­u­lar caraque­ña y vene­zolana, la pal­abra “Totona” adquir­ió con­no­ta­ciones obsce­nas, lo que llevó a que el dulce cay­era en desu­so domés­ti­co —a pesar de su supues­ta pop­u­lar­i­dad orig­i­nal entre man­tu­anos y élites.

Dulce de Totona, gas­tronomía colo­nial venezolana

El sabor secreto de la colonia

En las coci­nas per­fumadas de las casas colo­niales, donde hervían mar­mi­tas de cobre y el tiem­po parecía espe­sar con el calor del trópi­co, se prepara­ba un man­jar de nom­bre risueño y tex­tu­ra indeci­ble: el dulce de Totona. Era una creación hecha de cítri­cos maduros y cre­ma espe­sa, donde la pul­pa de naran­ja y toron­ja se abraz­a­ban con la nata y el azú­car, bajo la lenta alquimia del fuego bajo.

La mez­cla, una vez coci­da con fécu­la de maíz, toma­ba cuer­po: firme, translú­ci­da, volup­tu­osa. Un dulce de con­sis­ten­cia car­nal, casi provo­cado­ra, que al enfri­arse bril­l­a­ba en el pla­to como una joya de con­ven­to. Su sabor, entre áci­do y cre­moso, era como un susurro en la lengua: ligero, pero inolvidable.

La rec­eta —sen­cil­la en apari­en­cia, refi­na­da en eje­cu­ción— requería pul­pa de fru­tas rojas y naran­jas, leche entera, fécu­la, azú­car, una piz­ca de sal, y para los más osa­dos, un velo de canela espolvore­a­da como últi­mo gesto de seducción.

Primero se licua­ban las fru­tas jun­to a la nata y el azú­car. Luego, a fuego lento, se cocía esa mez­cla con la fécu­la dilu­i­da, has­ta que el her­vor le diera su espe­sor defin­i­ti­vo. Se vertía en moldes, se deja­ba enfri­ar y cua­jar. Al momen­to de servir, el aro­ma cítri­co se elev­a­ba como una ofren­da que habla­ba del inge­nio mes­ti­zo, del plac­er sin cul­pa… y de cier­ta his­to­ria picante que aún hace son­ro­jar a las abuelas.

¿Es realmente cierto?

Andrés Bel­lo en su despa­cho en San­ti­a­go de Chile

Aunque varias fuentes men­cio­nan la his­to­ria rela­ciona­da con Andrés Bel­lo y Mathilde citan­do el libro La his­to­ria de nue­stros próceres de José Agustín Catalá, no hay evi­den­cia com­pro­b­a­ble de que ese libro exista o que la anéc­do­ta esté doc­u­men­ta­da orig­i­nal­mente. Muchos his­to­ri­adores y críti­cos con­sid­er­an esta his­to­ria más bien una leyen­da, sin respal­do doc­u­men­tal sólido.

Hoy, en el imag­i­nario vene­zolano, “Totona” nom­bra algo muy dis­tin­to. No es ya el postre que prepara­ba Mathilde, la muchacha holan­desa en la coci­na de un prócer, sino una for­ma de aludir —con humor, con deseo o con irrev­er­en­cia— a los secre­tos del cuer­po femenino.

Bel­lo no inven­tó la pal­abra, pero la elevó a su man­era. Como todo gran lingüista, com­prendió que el idioma no vive en las acad­e­mias sino en las esquinas, en los doble­ces del gesto, en la car­ca­ja­da maliciosa.

Detrás del severo com­pi­lador del Códi­go Civ­il, vivía un hom­bre que tam­bién desea­ba. Que encon­tra­ba belleza en la sin­taxis, pero tam­bién en los labios que susurran. Que dicta­ba clases y poe­mas, pero no nega­ba el gozo.

Andrés Bel­lo, padre de las letras amer­i­canas, fue tam­bién —aunque nadie lo con­fiese en los sim­po­sios— un amante de la Totona, con todo lo que esa pal­abra aún provoca.

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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