Apodos que marcaron a los protagonistas de la historia venezolana
Fabián Capecchi van Schermbeek
Historiador y escritor
En nuestra histórica —y más en Venezuela— los apodos no son adornos: son armas políticas, caricaturas del poder, símbolos populares o sentencias morales
Si algo caracteriza a los venezolanos es que somos “lengua de hacha”. Es decir, muy hábiles en inventar sobrenombres. Nadie escapa a ello, incluso el venezolano común a quien se llama asimismo “Juan Bimba”, apodo —según— se originó en Cumaná, gracias a un popular loco de la calle que vivió en 1853. Posteriormente Andrés Eloy Blanco popularizó el mote al utilizarlos en diversas composiciones y en la revista Fantoches, en la década de 1930.
Precisamente de ese particularmente filoso sentido del humor ni siquiera escapan quienes han protagonizado nuestra historia o tenido las riendas del país. Lo utilizamos a diario como una forma de otorgarle una familiaridad, irreverencia y, a veces, resistencia.
Que lo diga Lope de Aguirre, aquel feroz conquistador español que tras recorrer el río Amazonas desde el Perú, y luego ensangrentó todo el camino desde la isla de Margarita hasta El Tocuyo. Su fama le ganó con justicia el sobrenombre de “el Tirano Aguirre”.
Pablo Morillo, el general español enviado a América durante la Guerra de Independencia, fue conocido oficialmente como “el Pacificador”. El contexto suena irónico: la Corona lo nombró así para legitimar su misión de restaurar la autoridad española. Para los patriotas venezolanos y neogranadinos, el apelativo “Pacificador” era cínico, una burla cruel, porque la “pacificación” de Morillo consistió en ejecuciones, brutal represión militar y tácticas de terror.

Entre los rebeldes, el sobrenombre de “Pacificador” se convirtió en objeto de sarcasmo. Más bien utilizaban calificativos descriptivos que enfatizaban su dureza y crueldad, convirtiéndolo en un enemigo temido y odiado, aunque también respetado por su habilidad militar. En documentos de la época también aparece como “el tirano español”, “el verdugo de Caracas” o “el Pacificador… de fusil y horca”.
Vicente Salias fue quien le arrimó el remoquete de Godos a los españoles al comenzar la revolución independentista, tal y como aparecen en los documentos patriotas, término que después de la guerra quedó como referentes a los que no estaban de acuerdo con Bolívar. Por su parte los españoles le llamaban a los soldados patriotas, insurgentes o chucutos. Vocablo que se refiere a los caballos sin cola u orejas, ya que algunos soldados en las filas republicanas se cortaban el pelo al rape (Arístides Rojas lo menciona)

Francisco de Miranda fue literalmente “el hijo de la panadera” y el ‘pardo” Sebastián Miranda, a quienes los mantuanos caraqueños denigraron y le negaron el uso de bastón y uniforme. Pasó a convertirse en el “precursor” y el más extendido generalísimo, título otorgado por el congreso en abril de 1812. Luchó en tres revoluciones de su época: la estadounidense, la francesa y la independencia de Venezuela. Según Arístides Rojas, un joven general llamado Napoleón Bonaparte, conoció a Miranda, manifestó su admiración por el general, pero la rivalidad se sentía en el aire.
Posteriormente se refirió a Miranda como “el quijote de la libertad”, probablemente en tono irónico. Los mantuanos en Caracas lo llamaban el “Primer venezolano universal”, o el gran americano universal, antes de darle la espalda. Lo que nunca sabremos es cómo lo llamó en la intimidad la emperatriz Catalina II de Rusia, de quien se dice —sin pruebas— que fue su amante.
De todos es conocido que a Simón Bolívar, sus compatriotas lo bautizaron con el título honorífico de El Libertador, pero maliciosamente entre sus soldados lo llamaban “culo de hierro”; y es que cabalgar 123 mil kilómetros de Caracas a La Paz, en Bolivia exige nalgas a prueba de epopeyas. En el Perú, donde Bolívar no les era particularmente querido, lo apodaron despectivamente longaniza debido a su contextura delgada.
El escritor Arístides Rojas narra que entre 1817 y 1819 los llaneros de Páez, le llamaban a Bolívar “porsupuesto” o “el tío por supuesto”, debido a que Bolívar, utilizaba muy seguido esa muletilla cada vez que acordaba algo. Por otra parte, los españoles de forma burlona lo llamaban “el libertador de papel”. Finalmente el escritor español José Domingo Díaz le endilga no menos de 25 epítetos burlones en La Gaceta de Caracas, muy poco imaginativos, más bien insultos desabridos y genéricos.
A José Antonio Páez, sus hombres le decían Taita que significa padre, o el “catire” (rubio). Bolívar bautizó al llanero como “El León de Apure” por su inteligencia y valor. Luego los historiadores le arrimaron otros títulos acordes a su valentía en combate como: el centauro de los llanos o el león de Payara. En cambio entre los realistas, era “el loco de los llanos”.

Antonio José de Sucre, es un caso ‘raro’ pues, al parecer era un tipo tan correcto, tan pulcro, tan “niño prodigio” de la independencia, que casi nadie se atrevía a ponerle un apodo caricaturesco. Aparece en algunas tradiciones y relatos tardíos como “Sucrito”, diminutivo afectuoso. Durante la campaña del sur, los combatientes más veteranos se referían a él como “el generalito” no de forma irrespetuosa, sino porque era muy joven —apenas tenía 26 años—.
El general José Félix Ribas, se enfrentó a Boves y Francisco Tomás Morales juntos en La Victoria y les dio un varapalo. Principalmente con jóvenes estudiantes y seminaristas a falta de tropas. Tras la victoria a su regreso a Caracas, el general fue recibido por el pueblo entusiasmado y entre aclamaciones lo apellidan el “Invencible”

Pedro Camejo, de quien pocos saben que antes de luchar junto a Páez formó parte de las sanguinarias huestes de José Tomás Boves, fue un guerrero muy diestro con la lanza. Con ella no dudó en ensartar a todo el que se le atravesara, incluyendo mujeres, niños y ancianos en la iglesia de Cumaná el 16 de octubre de 1814. Pero todo Boves tiene su Urica y al fallecer su taita, Camejo rápidamente cambió de bando y se puso a las órdenes de Páez y sus llaneros, quienes al morir para lavarle un poco las manos de tanta sangre le llamaron “negro primero”.
El general margariteño Juan Bautista Arismendi fue llamado por Bolívar “el astuto”, destacando su capacidad para maniobrar con inteligencia, anticipar movimientos del enemigo y adaptarse a situaciones cambiantes. Conocedor del terreno, logró mantener a la isla de Margarita bajo control patriota, resistiendo varias expediciones realistas sin contar con grandes ejércitos, usando emboscadas, defensas móviles y alianzas locales. Su esposa, Luisa Cáceres, fue capturada por los realistas y enviada a Caracas como rehén para presionar a Arismendi y a los patriotas.

Los soldados orientales tenían fama de indómitos y desconfiados adoraban a Santiago Mariño. Al parecer era un tipo carismático, ambicioso, audaz, pero detestado por otros jefes patriotas. Bolívar, quien gustaba de acuñarle elogios a sus generales, le decía ‘el gallardo”. Cuentan que, antes de una batalla, uno de sus oficiales gritó: “¡Mi general, usted no necesita dar órdenes! ¡Nos basta con que vaya adelante!” Así nació su aura.
Con Mariño no había disciplina prusiana: había devoción criolla. De ahí su mote espontáneo: “el general de los orientales”, no “del Oriente”, sino de ellos, como propiedad afectiva.
Según narra el muy docto historiador Rafael Arraiz Lucca, el curazoleño Manuel Piar hablaba o al menos entendía bastante bien seis idiomas. Ambos bandos se referían a el como “el tigre mulato” para recordarle maliciosamente su origen. Era un hombre educado, culto, de finas maneras y distinguido aspecto, tanto que algunos también lo apodaron el Príncipe, pero ni eso lo salvó del paredón de fusilamiento.

Quien sí se hizo famoso por su mal genio fue el general José Francisco Bermúdez, a quienes apodaban popularmente “trompito” debido a sus constantes explosiones de furia.
También en algunos relatos populares le llaman “el gallo” sin duda por su carácter pendenciero, rudo e irritable. Era un guerrero a la vieja usanza: rompía líneas, se lanzaba de primero, gritaba, maldecía, improvisaba.
Una mezcla difícil de domesticar, y por eso a veces Bolívar, quien se refería a él, como “el impetuoso” lo quería cerca… y otras veces bien lejos. Bermúdez en su carácter de caudillo oriental, hablaba siempre de El pueblo, arrogándose la voz del pueblo, y la gente le terminó llamándolo José Francisco pueblo, mote que este fogoso general disfrutaba como un elogio.
Otros apodos que, aunque menos populares, se refirieron a personajes como Rafael Urdaneta, a quien le decían el brillante por su destacada capacidad estratégica y habilidad como líder. También le apodaban “el sereno” pues a diferencia de otros era paciente y analítico en sus decisiones.

Mariano Montilla, otro destacado general patriota, quien defendió con bravura Cartagena contra el asedio de la furia de Pablo Morillo. Sus paisanos le apodaban cariñosamente “El pajarito Montilla”. No era un insulto, era una mezcla de burla y cariño, porque era menudo, rápido y vivaracho.
De todos conocido es el terror que inspiraba el asturiano José Tomás Boves, quien al mando de sus huestes negras y pardas arrasaban con todo a su paso. Para Bolívar y los generales patriotas, Boves era un temible enemigo. Su nombre circulaba como un conjuro: “¡Cuidado! ¡Viene Boves!”.

Dicen que sus propios oficiales le temían más que nadie. Los patriotas le ponían sobrenombres despectivos, según cartas y crónicas: “el carnicero”, Taita Boves, “la Bestia a caballo” o “el bárbaro de los llanos”.
Una mezcla de admiración y temor que simbolizaba la brutalidad y la naturaleza sangrienta de este personaje. El nombre del urogallo, nunca fue utilizado, fue una invención literaria del escritor Francisco Herrera Luque. El éxito de la novela y su adaptación cinematográfica (Taita Boves) popularizaron ese término en el imaginario colectivo.

Francisco Herrera Luque en su último trabajo, El vuelo del alcatraz, afirmó que los generales venezolanos, llamaban despectivamente a Francisco de Paula Santander jinete de escritorio, mientras desde Bogotá se dedicaba a colocar toda clase de trabas a las solicitudes de dinero y municiones solicitados por Bolívar. Sin embargo, el Libertador apreciaba su rectitud, y le llamaba “el culto”.
Sus opositores políticos se referían a Santander como: “el hombre de las leyes” (Diccionario historia de Venezuela) y “la pluma feroz” el cual un medio elogio, medio burlón, porque aludía a esa pasión por el orden jurídico, los decretos, los reglamentos y ese afán institucionalista que contrastaba con la política más fogosa de la época.

