Luego de tomar prisioneros a los amotinados, nueve de estos fueron ejecutados por fusilamiento en la plaza de Altagracia, entre ellos, dos poetas: José Mármol y Lorenzo Álvarez, apodado “El Rano”, ambos caroreños.
Los acontecimientos tomaron un giro dramático cuando los reos fueron conducidos en fila al paredón contiguo a la plaza acompañados por el sacerdote de la iglesia de Altagracia con el fin de darles los últimos auxilios espirituales, mientras declamaban un poema compuesto por uno de ellos.
La gente se arremolinaba en medio del terroso ámbito de la plaza. Suenan los redoblantes y uno de los condenados intentó dirigirse al público gritando: “SOY UN HIJO DEL AMOR”, pero su grito fue ahogado por el sonido de los tambores. Uno de los reos, enardecido, dio la orden de fuego y los soldados confundidos dispararon y una de las balas destrozó el crucifijo que llevaba el prelado. En medio del desconcierto se dio la orden de disparar y uno de los condenados se desmayó antes de recibir algún impacto de bala, pero luego uno de los soldados se acercó y le dio un tiro en la frente.
Lo curioso de este caso es que el presidente de la República doctor José María Vargas había firmado por intermedio de la Corte de Justicia la suspensión de la ejecución, la cual fue aprobada en Caracas el día 26 de diciembre, pero en el término de la distancia, el bando del perdón llegó el 31 de diciembre, cuando ya era demasiado tarde.
Otro dato curioso fue el hecho de que los cadáveres quedaron expuestos durante varios días a un lado del paredón y nadie se atrevía a darles sepultura, por el temor de ser acusados de pertenecer a la causa de los conjurados, pues se había corrido el rumor de que las autoridades habían dado la orden de poner preso al primero que se acercara a los muertos porque eso significaría que pudieran ser seguidores de los insurrectos. Los cadáveres ya hedían y el cura, desesperado, que ya había pasado de casa en casa en busca de voluntarios para realizar las exequias, no conseguía quien lo hiciera.
Por fin tuvo una idea y fue cuando pensó que los que habrían de realizar los funerales de los difuntos ejecutados debían ser neutrales políticamente hablando, es decir alguien que pudiera estar en uno u otro bando indistintamente. Fue así como el sacerdote reunió a varias mujeres que ejercían la prostitución en la ciudad y entre ellas y algunas plañideras y por la caridad pública fueron llevados los féretros a la iglesia y así pudieron hacer los funerales de los ajusticiados.
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