Bastante tiempo ocupó Fonseca en su proyecto. Estudió los globos aerostáticos y comparó las telas apropiadas para hacer disminuir el peso junto con la canasta de mimbre. Minuciosamente detalló los materiales a utilizar, desde los mecates de fique hasta el tipo y peso del lastre que debía colgar desde el canasto. Examinó el flujo de los vientos y las brisas del valle del Turbio. Para eso pasaba largas horas recorriendo las orillas del río y aun ascendiendo hacia las lomas de Terepaima para observar el rumbo que llevaba el humo de las quemas de caña.
Llevaba un cuaderno, donde lo único que había eran rústicos diagramas, toscos e ingenuos dibujos, hecho a lápiz. Medidas, pesos, formas, tipos de maderas livianas e incluso la manera de confeccionar el globo, las puntadas de fique que había que dar a la tela, que no era más que una loneta con uno que otro remiendo indeciso y azaroso.
Luego de días y noches de confección del artefacto con pretensiones aeronáuticas, después de efectuadas varias pruebas de vuelo sin ocupantes con el globo cautivo por un mecate, rediseños del horno y del soporte terrestre para la colocación de la leña, los respiraderos del humo y los conductos del aire caliente, evaluación de posibles daños y contingencias, Fonseca decidió que ya era el momento adecuado de sacar el armatoste del solarón solitario de su casa.
Se dirigió a la plaza de Altagracia, yermo adecuado para iniciar la hazaña de la ascensión de su desvelado ingenio. Varios días le llevó el claveteo de postes de madera y tablas, junto con la colocación de algunas piedras para construir el horno que habría de alimentar con sus resuellos de aire caliente la embocadura del esperado globo aerostático. Con la ayuda de dos burros, la carga de la esfera deforme, cosida a retazos y trozos de alambre, una cesta hecha de hojas de palma envuelta con una red de cabestros y jarcias fue llegando a la plaza gris y soñolienta, junto con la gente arremolinada y curiosos de oficio tratando de entender lo que tenían ante sus ojos.
Entre varios parroquianos alzaron el artificio aéreo en el maderamen que servía de soporte para que el globo iniciara su vuelo. Un pequeño cerro de leña fue encendido en el anafre de piedras debajo del ingenio y la esfera fue abultándose, oronda e imprecisa. Frente al griterío de los rapaces, las expresiones de asombro de los hombres y las señales de la cruz que hacían las mujeres, Fonseca, con decidido gesto de héroe, polainas, casquete y anteojos de aviador, subió a la precaria cesta y el globo comenzó a elevarse lentamente, un tanto inclinado por el lastre de adobes Cuando estuvo estabilizado a unos diez metros del suelo, ordenó que soltaran los amarres y parte del lastre. El globo se liberó en dirección noroeste, dando movimientos pendulares de lado y lado, mientras Fonseca movía la mano derecha de los adioses. Las campanas del templo repicaron a rebato.
El día del ascenso, desde la altura, la plaza de Altagracia se veía ya como un pequeño cuadro de ajedrez y la aguja del campanario era como un velatorio colocado sobre una mesa. Las cabezas de la gente corriendo debajo del globo ya eran como partículas terrosas y briznas que iban quedando atrás. A esa altura Fonseca solo escuchaba el viento ululante, el trapo ondulante de la esfera, como vela de navío en altamar y el trasteo de las cuerdas. Allá abajo las casas lucías vacías porque todo el poblado había acudido a la plaza. Los perros ladraban y las vacas del huerto se inquietaban. Una vieja dijo “fin de mundo”. Nunca había visto Fonseca la ciudad desde la vertical altura, y se sintió henchido de orgullo cuando divisó su casa de Altagracia, en medio de los mamones de la tía Chicha y de don Leopoldo. El aljibe de don Tomás reflejaba el sol como un espejo tamizado. Las calles rectas ahora parecían hilos entretejidos en medio de marquesinas asoleadas.
Mientras caía el globo, inclinado y casi sin aire, arrastrándose entre los montaraces chaparros y la escandalosa desbandada de las gallinas, llegó a posarse suavemente en la espesura de una enramada, cuando la figura de un hombre salió corriendo despavorido desde la letrina, con los pantalones bajos hasta las pantorrillas, cuando en ese momento defecaba, ante la sobrecogedora y aterradora esfera neumática.
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Excelente narración, Prof. emocionante, me recuerda la primera vez que los barquisimetanos presenciaron el encendido del motor de un vehículo por primera vez, allá en la estación del ferrocarril Bolívar, o el avión construido por otro barquisimetano intrépido esta vez en el interior de su casa por lo cual no pudo volar,