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El cautiverio de Páez

Luis Alber­to Per­o­zo Padua
Peri­odista espe­cial­iza­do en cróni­cas históricas
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En 1849, José Antonio Páez, el gran caudillo de la independencia venezolana, fue arrestado y humillado en un proceso que lo llevaría a la prisión y posterior exilio. Desde su traslado bajo insultos hasta su confinamiento en condiciones inhumanas en el Castillo de San Antonio, esta crónica relata los momentos más difíciles de su cautiverio, la movilización popular en su favor y su posterior destierro, en un episodio que refleja las contradicciones de la historia política venezolana

Las cade­nas que apri­sion­a­ban su cuer­po eran lig­eras com­para­das con el peso del des­pre­cio que caía sobre él. La glo­ria pasa­da se des­dibu­ja­ba entre los muros fríos de su cel­da, mien­tras la brisa mari­na de Cumaná entra­ba por una estrecha rendi­ja, tes­ti­go mudo de su infortunio. 

José Anto­nio Páez, el hom­bre que una vez cabal­gó vic­to­rioso en Las Que­seras del Medio y Carabobo, aho­ra dan­z­a­ba sobre el sue­lo húme­do de su prisión, no por plac­er, sino por desesperación.

El 2 de sep­tiem­bre de 1849, acom­paña­do de su hijo Ramón, José Anto­nio Páez emprendió el calami­toso via­je que mar­caría uno de los episo­dios más oscuros de su vida. Escolta­do por las colum­nas de Eze­quiel Zamo­ra, el otro­ra caudil­lo de los Llanos fue traslada­do de Valen­cia a Cara­cas, car­gan­do pesa­dos gril­los por órdenes del gob­er­nador de la Provin­cia de Carabobo, Joaquín Her­rera, bajo un ambi­ente de hos­til­i­dad cuida­dosa­mente orquestado.

A lo largo del trayec­to, mul­ti­tudes inci­tadas por la pro­pa­gan­da del gob­ier­no gri­ta­ban “¡Muera Páez!”, mien­tras Zamo­ra, implaca­ble en su deseo de humil­lar­lo, per­mitía que los insul­tos se multiplicaran.

Últi­ma fotografía de José Anto­nio Páez, 1871. Toma­da en Buenos Aires por el fotó­grafo Chris­tiano Junior, #159 de Calle Florida

Prisión y humillación

Esta no era la primera vez que Páez enfrenta­ba la cár­cel y el destier­ro. Años antes, el 15 de agos­to de 1848, tras el fra­ca­so de su rev­olu­ción para der­ro­car al gob­ier­no de José Tadeo Mon­a­gas, el viejo gen­er­al fir­mó su ren­di­ción en Val­lecito, cer­ca de Valen­cia. Allí, entregó sus armas al envi­a­do de Mon­a­gas, el gen­er­al y héroe inde­pen­den­tista José Lau­ren­cio Sil­va, con la esper­an­za de que se respetaran los tér­mi­nos de la capitulación.

Sin embar­go, su der­ro­ta no fue solo mil­i­tar, sino tam­bién moral. Entró a Valen­cia cabizba­jo y esposa­do, mon­ta­do en su cabal­gadu­ra, mien­tras la mul­ti­tud lo recibía con insul­tos. Algunos le lan­z­a­ban fru­tas podri­das, otros lo escupían y lo ridi­culiz­a­ban con el apo­do de “Rey de los araguatos”.

Una colum­na de infan­tería escoltó al con­spir­ador y dos veces indul­ta­do Páez, detrás de él, cam­ina­ban tac­i­turnos más de 600 pri­sioneros de su rev­olu­ción. Mon­a­gas, su antiguo ali­a­do y com­padre, decretó su destier­ro, pero antes de enviar­lo fuera del país ordenó que per­maneciera bajo estric­ta custodia.

Des­de Valen­cia fue traslada­do a Cara­cas y, pos­te­ri­or­mente, con­fi­na­do en el Castil­lo de San Anto­nio de la Emi­nen­cia de Cumaná, el 18 de sep­tiem­bre del año 49, una for­t­aleza som­bría donde la humedad y el ais­lamien­to cobra­ban fac­tura a sus prisioneros.

Tuvo que pasar diecio­cho meses encer­ra­do en una cel­da dimin­u­ta, sin ven­tana, donde ape­nas podía moverse. Los días tran­scur­rían lentos y deses­per­antes entre sufrim­ien­tos físi­cos y espir­i­tuales. Un ofi­cial le llev­a­ba ali­men­to una vez al día, pero tenía pro­hibido hablar con él. 

Gen­er­al Paez. Math­ew Brady pho­to­graph of Amer­i­can Civ­il War period.

No recibía vis­i­tas, no podía comu­ni­carse con su famil­ia ni escribir car­tas. ais­la­do de todo con­tac­to por orden del coman­dante Manuel Quiaro, respon­s­able de la seguri­dad del castil­lo. El úni­co respiro de aire fres­co lo obtenía al pegar su ros­tro al sue­lo, bus­can­do el tenue hilo de brisa que se fil­tra­ba bajo la puerta.

Ante estas condi­ciones inhu­manas, el 5 de febrero de 1850, Páez escribió una car­ta des­de su prisión, dirigi­da al pres­i­dente Mon­a­gas y al Con­gre­so Nacional. En ella, denun­cia­ba su encier­ro, el mal­tra­to recibido y la vio­lación de los tér­mi­nos de su ren­di­ción en Macapo el 15 de agos­to de 1849:

“De cár­cel en cár­cel he sido con­duci­do has­ta esta for­t­aleza, y aquí se pre­tende apu­rar la copa de mi sufrim­ien­to. Espero que la Prov­i­den­cia no me pri­vará de las fuerzas que has­ta aho­ra me ha con­ce­di­do para resi­s­tir tan­to ultraje…”

Y remite otra misi­va al pres­i­dente del Con­gre­so increpándole:

“Encer­ra­do en esta for­t­aleza, y oprim­i­do por los eje­cu­tores de vues­tra sev­erísi­mas ordenes…desaprobasteis aquel con­ve­nio, que me hizo soltar las armas con entera con­fi­an­za, os apoderasteis de mi per­sona y la de mis com­pañeros, y cuan­do se nos vio desar­ma­dos se ensa­yaron con­tra nosotros las más hor­ri­bles venganzas…Después que por un decre­to remi­tis­teis el juicio al que me creíste suje­to ¿con qué dere­cho se me detiene y se me mal­tra­ta de la man­era que se hace…”

La misi­va, escri­ta con un tono de protes­ta y dig­nidad, era el tes­ti­mo­nio de un hom­bre que se nega­ba a morir en el olvi­do. Páez advertía que su reclusión no tenía jus­ti­fi­cación legal y que su con­fi­namien­to no era más que una con­de­na a la muerte lenta.

Fotografía real­iza­da por Fed­eri­co Less­mann. Archi­vo audio­vi­su­al. Bib­liote­ca Nacional de Venezuela

Una vez que la comu­ni­cación arribó a su des­ti­no, el 8 de febrero, por manda­to expre­so del Con­gre­so, decidió inter­rum­pir todo tipo de comu­ni­cación con Páez, no lim­itán­dose úni­ca­mente a la cor­re­spon­den­cia, sino abar­can­do tam­bién el con­tac­to con sus hijas.

Asimis­mo, bajo el argu­men­to de que no debía usar su dere­cho a comu­ni­carse para criticar al gob­ier­no. Con la final­i­dad de evi­tar que el gen­er­al gener­ara may­ores incon­ve­nientes, el rég­i­men optó por rel­e­var con fre­cuen­cia a los guardias de la guar­ni­ción del castil­lo, movi­do por la sospecha y la desconfianza.

Además, el 26 de febrero se pro­hibió a las hijas del gen­er­al Páez per­manecer en la provin­cia de Cumaná, lo que sus­citó una enér­gi­ca protes­ta por parte de ellas, quienes ase­gura­ban con­tar con sól­i­das razones para residir en la ciu­dad durante algún tiem­po. Domin­ga Ortíz, su esposa tam­bién hizo lo pro­pio, pero con más inten­si­dad, y tam­bién con argu­cias le fue negada.

Extrañado por decreto

Blas Bruzual, gob­er­nador de la provin­cia de Cara­cas durante el gob­ier­no de José Tadeo en 1849 y asesor leal del mis­mo, se dis­tin­guía como uno de los detrac­tores acér­ri­mos de Páez. Bruzual lam­en­ta­ba la reciente abol­i­ción de la pena de muerte, ocur­ri­da el 3 de abril de 1849, dese­an­do fer­vien­te­mente que se hubiera apli­ca­do al cen­tau­ro llanero.

Durante diecio­cho meses, el gen­er­al Páez sufrió un encier­ro cru­el en el Castil­lo de San Anto­nio, donde el ais­lamien­to, la indig­nidad y la enfer­medad mar­caron sus días. Las condi­ciones insalu­bres y la con­stante humedad dete­ri­o­raron su salud, provocán­dole una grave con­gestión tan­to pul­monar como cere­bral, exten­sa bron­quitis y con­vul­siones, además de hin­c­hazón de pies y piernas.

La comu­nidad cumane­sa, sin embar­go, no per­maneció indifer­ente. Impul­sa­dos por la com­pasión y el respeto hacia el gen­er­al, los ciu­dadanos exigieron que se mejo­raran las condi­ciones de su cau­tive­rio. Ante la cre­ciente pre­sión pop­u­lar, el gob­ier­no cedió y lo trasladó a una cel­da menos sev­era. Además, tras reit­er­adas solic­i­tudes, el 28 de enero de 1850 se le per­mi­tió el ingre­so a la for­t­aleza de San Anto­nio cada ocho días para que sus hijas, Jua­na de Dios Páez de Fran­cia y Úrsu­la Páez, pudier­an visitarlo.

La indi­gnación pop­u­lar llegó a tal pun­to que obligó al rég­i­men a tomar una decisión defin­i­ti­va: la lib­eración de Páez, aunque condi­ciona­da al destier­ro per­petuo. Así, el 6 de abril, el Poder Ejec­u­ti­vo decretó su sal­i­da del país en un buque de guerra.

Al día sigu­iente, el 7 de abril de 1850, se pub­licó en gac­eta el decre­to leg­isla­ti­vo de 25 de mar­zo rubri­ca­do por el pres­i­dente José Tadeo Mon­a­gas, que disponía medi­das con­tra José Anto­nio Páez y sus cóm­plices en las rev­olu­ciones de 1848 y 1849.

Dicho decre­to, que lo cal­i­fi­ca­ba de traidor por haber ensan­grenta­do la patria, establecía en su primer artícu­lo la expul­sión per­pet­ua de Páez del ter­ri­to­rio de la Repúbli­ca; en el segun­do, que todos los involu­cra­dos en las rev­olu­ciones, sean civiles, mil­itares o ecle­siás­ti­cos, sólo podrían retornar con per­miso del Con­gre­so; y en el cuar­to, que se les reti­rarían gra­dos, títu­los, empleos y con­dec­o­ra­ciones, derivan­do en la elim­i­nación de su nom­bre de la lista mil­i­tar. Además, el artícu­lo sex­to dero­ga el decre­to de 14 de mayo de 1836, que había con­ce­di­do hon­ores y rec­om­pen­sas a Páez.

El 3 de mayo de 1850, el Min­is­te­rio de Inte­ri­or y Jus­ti­cia autor­izó que la seño­ra Domin­ga Ortiz, jun­to con cualquier otro miem­bro de la famil­ia, acom­pañara al gen­er­al en el buque que lo lle­varía fuera del país.

El 23 de mayo de 1850, en una esce­na con­move­do­ra, dieciséis jóvenes cumane­sas vesti­das de blan­co desafi­aron el cer­co mil­i­tar para escoltar­lo has­ta la playa de El Sal­a­do. En silen­cio y con su hon­or restau­ra­do, Páez abor­dó el vapor de guer­ra El Lib­er­ta­dor que lo lle­varía al exilio en Saint Thomas, un gesto car­ga­do de sim­bolis­mo que refle­ja­ba el reconocimien­to de un pueblo que, más allá de las luchas políti­cas, com­prendía la grandeza del hom­bre que ayudó a for­jar la República.

El destino de un héroe

El cau­tive­rio de Páez no solo evi­den­ció la ingrat­i­tud con la que la his­to­ria suele tratar a sus héroes, sino tam­bién la resisten­cia de un espíritu indomable.

A pesar de la humil­lación y el sufrim­ien­to, su nom­bre sigu­ió res­o­nan­do en la memo­ria vene­zolana como el eco de una época en la que la guer­ra, la traición y la leal­tad se entre­laz­a­ban en un des­ti­no incier­to, aunque Páez volverá a Venezuela el 18 de diciem­bre de 1858 a solic­i­tud del pres­i­dente Julián Cas­tro y de la Con­ven­ción de Valen­cia, luego que le fueron resti­tu­i­dos, el car­go mil­i­tar, su suel­do y las propiedades con­fis­cadas a él y los de su esposa, para que se encar­gue del ejérci­to y la paci­fi­cación del país con­vul­sion­a­do por el alza­mien­to de los promon­aguis­tas, lib­erales y federalistas. 

Este rela­to está basa­do en la Auto­bi­ografía del Gen­er­al José Anto­nio Páez, vol­u­men 2, capí­tu­lo XXXVIII, cor­re­spon­di­ente a los años 1847–1850, Nue­va York, H. R. Heliot, 1946.

CorreodeLara

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