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José Trinidad Morán: el exiliado general venezolano que fue fusilado en el Perú

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas 
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En la bru­ma de la his­to­ria vene­zolana, pocos per­son­ajes encier­ran tan­ta gal­lardía, trage­dia y olvi­do como el gen­er­al larense José Trinidad Morán. Naci­do en El Tocuyo en 1796, fue pro­tag­o­nista de las guer­ras de inde­pen­den­cia, pal­adín repub­li­cano y már­tir del exilio políti­co, cuya vida ter­minó en el cadal­so, pero cuya memo­ria aún se lev­an­ta entre pla­cas, estat­uas y silencios.

Aunque había echa­do raíces en el Perú —donde obtu­vo la nacional­i­dad y gozó del apre­cio como un ciu­dadano ilus­tre—, el espíritu com­bat­i­vo del vene­zolano José Trinidad Morán no tardó en rea­v­i­varse. En 1834, bajo las órdenes del gen­er­al Domin­go Nieto, fundó el regimien­to “Libres de Are­quipa” y se sumó a los vaivenes de la agi­ta­da políti­ca mil­i­tar del país andino. 

Gen­er­al José Trinidad Morán

Dos años más tarde, apoyó la causa de la Con­fed­eración Perú-Boli­viana, aunque su líder, el gen­er­al Andrés de San­ta Cruz, ter­mi­naría der­ro­ta­do. Morán, tras aque­l­la cam­paña, regresó a Arequipa.

Pasaron los años y en 1854, cuan­do la Ciu­dad Blan­ca se alzó en armas bajo el lid­er­az­go del mariscal Ramón Castil­la con­tra el pres­i­dente José Rufi­no Echenique —acu­sa­do de cor­rup­ción y de traicionar los ide­ales repub­li­canos—, Morán, ya con 58 años y un his­to­r­i­al mil­i­tar intac­to, respondió al lla­ma­do del deber.

Pero fue en aque­l­las deci­si­vas con­ver­sa­ciones con el pres­i­dente Echenique donde prevale­ció la voz de la razón y del deber. Morán, hom­bre for­ja­do en la leal­tad a sus prin­ci­p­ios y al orden con­sti­tu­cional que él mis­mo ayudó a edi­ficar, no tardó en asumir su papel en la defen­sa de la repúbli­ca. Se alineó sin titubeos con el gob­ier­no legí­ti­mo y, al frente de las tropas leales, marchó con deter­mi­nación con­tra los alza­dos. La batal­la se libró en el Alto del Conde, a veinte kilómet­ros de Moquegua, donde su cora­je y lid­er­az­go sel­l­aron la vic­to­ria sobre los insurgentes.

“El gen­er­al Morán se mantiene leal al orden con­sti­tu­cional que décadas atrás había ayu­da­do a instau­rar y asume la defen­sa de Are­quipa de for­ma con­se­cuente. Aunque para un sec­tor de la ciu­dad su causa era impop­u­lar, su adhe­sión al pres­i­dente Echenique era coher­ente con su espíritu patri­o­ta”, señala el his­to­ri­ador Mario Arce Espinoza en El tiem­po políti­co de Ramón Castil­la (UCSM, 2018).

Acom­paña­do por el gen­er­al Manuel Igna­cio de Vivan­co, Morán lanzó un asalto deses­per­a­do sobre Are­quipa, deci­di­do a que­brar la resisten­cia rev­olu­cionar­ia a fuerza de cora­je y acero. Pero la ciu­dad, endure­ci­da por la guer­ra y la vol­un­tad de los insur­rec­tos, resis­tió el embate. Vivan­co cayó heri­do en medio del estru­en­do, sus tropas se des­ban­daron bajo el fuego cruza­do, y Morán, tras quince horas de com­bate inin­ter­rumpi­do, com­prendió que la vic­to­ria ya no era posi­ble. Con el hon­or intac­to y el ros­tro cur­tido por la batal­la, se entregó jun­to a los sobre­vivientes al pre­fec­to Fran­cis­co Llosa.

Días después, en el pre­sidio donde aguard­a­ba su des­ti­no, se pre­sen­tó ante él Domin­go Elías, caudil­lo civ­il de la rev­olu­ción dirigi­da por el expres­i­dente Ramón Castil­la. No venía solo: lo acom­paña­ban un escrib­ano y un con­fe­sor. La som­bra de la muerte ya rond­a­ba a Morán, y la esce­na tenía algo de juicio final y de trage­dia nacional, como si en aquel encuen­tro se con­den­saran todas las con­tradic­ciones de una patria que aún no logra­ba rec­on­cil­iarse con­si­go misma.

Retra­to del gen­er­al Morán pub­li­ca­do en el Diario El Deber en 1926, a raíz de la inau­gu­ración de un mon­u­men­to en su honor

Frente a su hora final

El 1 de diciem­bre de 1854, en la históri­ca Plaza de Armas de Are­quipa, Perú, el reloj mar­ca­ba las horas de una eje­cu­ción sin juicio ni clemen­cia. Morán, vet­er­a­no de mil com­bat­es, había sido con­de­na­do por apo­yar las arbi­trariedades del rég­i­men del pres­i­dente José Rufi­no Echenique.

Pasea­do como escarmien­to por las calles ado­quinadas de la ciu­dad, su cuer­po exhaus­to pero ergui­do des­filó frente al impo­nente Teatro Fénix, donde lo esper­a­ban su esposa, sus hijas For­tu­na­ta y Rafaela, y sus sue­gros, que des­de los bal­cones llora­ban la trage­dia inminente.

Cuan­do llegó la hora final, Morán rec­hazó el ban­quil­lo, los ojos ven­da­dos y cualquier gesto que le restara dig­nidad. Miró de frente a sus eje­cu­tores y con voz firme pro­nun­ció su últi­ma orden:

“¡Mucha­chos, apun­ten… fuego!”

La descar­ga lo der­ribó, pero la igno­minia no cesó. Lo arras­traron por las piedras. La tur­ba, encegue­ci­da por el fanatismo y el odio políti­co, pro­fanó su cadáver como si así pudiera bor­rar su lega­do. Una mujer se abrió paso entre la muchedum­bre y, con el extremo de su som­bril­la, hundió con saña los ojos del cadáver.

Ningún sac­er­dote quiso velar­lo, y las puer­tas de los tem­p­los le fueron cer­radas al héroe ven­ci­do. Solo una escla­va fiel —anón­i­ma en la his­to­ria, pero inmen­sa en la leal­tad— lo cubrió con alfal­fa, lo cargó en una mula y lo con­du­jo en silen­cio has­ta Yanahuara, donde le dio sepul­tura clan­des­ti­na, lejos de los hon­ores, pero no del respeto.

El tiem­po, implaca­ble pero tam­bién jus­to, acabaría por red­imir su memo­ria. Sus mor­ta­jas fueron lle­vadas mucho después a la igle­sia de Cay­ma, como primer gesto de reparación. Y décadas más tarde, sus restos fueron final­mente exhuma­dos y repa­tri­a­dos a la tier­ra que lo vio nacer.

El 30 de noviem­bre de 1954 —exac­ta­mente cien años después de aque­l­la muerte sin glo­ria, pero con orgul­lo—, José Trinidad Morán ingresó con hon­ores al Pan­teón Nacional de Venezuela. Allí, entre los grandes de la patria, encon­tró al fin el lugar que la his­to­ria le había reservado.

Pero ¿quién fue este hom­bre valiente que enfren­tó la muerte con los ojos abiertos?

Fusil­amien­to de Trinidad Morán

De El Tocuyo al continente

Morán se for­mó en las cam­pañas de la inde­pen­den­cia suramer­i­cana. Luchó bajo el man­do de Simón Bolí­var y Anto­nio José de Sucre, par­ticipó en Pich­in­cha, Junín y Ayacu­cho, y fue parte de la con­sol­i­dación repub­li­cana en Perú. Su tem­ple mil­i­tar le ganó respeto entre sus pares y miedo entre sus enemigos.

Estable­ci­do en Perú tras la caí­da de la Gran Colom­bia, abrazó causas lib­erales, fue senador, min­istro y coman­dante de la División Aux­il­iar Vene­zolana. Pero su vocación políti­ca, ene­mi­ga del autori­taris­mo, le costó el destier­ro, la per­se­cu­ción y final­mente, la vida.

El lega­do invisible

Estat­ua de Morán en Arequipa

La his­to­ria vene­zolana ha sido par­ca con la memo­ria de Morán. A difer­en­cia de otros próceres, su figu­ra no goza de cul­to pop­u­lar, ni de lugares esco­lares que repi­tan su nom­bre. Sin embar­go, su ges­ta per­manece graba­da en már­mol en Are­quipa, donde una calle y una estat­ua le rinden tributo.

En Venezuela, fue solo en 1954 cuan­do se recono­ció su val­or con la inclusión en el Pan­teón Nacional.

Morán no murió der­ro­ta­do: murió de pie, de cara al fusil, en nom­bre de una causa que cruz­a­ba fron­teras. Fue vene­zolano y amer­i­cano; sol­da­do y már­tir; el últi­mo que dio la orden de su propia muerte.

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