CrónicasSemblanzas

Duaca en los ojos de Patricio

 

Alexander Cambero 
periodista, poeta y escritor

Una ceguera a temprana edad apagó la luz de sus ojos. Un fortísimo dolor de cabeza hizo que las tinieblas se apoderaran de su mirada. Era el rapto ocular de un humilde niño campesino que correteaba por los polvorientos caminos. Un hecho desgraciado lo hizo flanco de consideraciones extremas. Sus familiares se esmeraron por tratar de ayudarlo


Ese doloroso episo­dio no lo ami­lanó en su empeño de lograr un des­ti­no mejor. Fue apren­di­en­do a lidiar con su difi­cul­tad, toma­do de un caya­do de naran­jil­lo iba guián­dose por las voces has­ta lograr mane­jarse en sus espa­cios orig­i­nales. Cada día pin­ta­do con la opaci­dad que cerra­ba el paso al bril­lante cili­cio solar. Se fue for­jan­do huraño en medio del arreo de bur­ros. Escuch­a­ba el gor­jeo de los pájaros y se los suponía con sus col­ores bril­lantes; fue hacién­dose imag­i­nación en los suce­sos cotid­i­anos. Den­tro de su cere­bro infan­til, todo un mun­do que anhela­ba sur­gir para ir susti­tuyen­do su inca­paci­dad visual.

De tan­to escuchar pájaros ale­gres que vola­ban des­de el bosque, quiso imi­tar­los des­cubrien­do la músi­ca. El des­ti­no la puso en la ruta de una sin­fonía que le regaló un carretero.

Kiosko antiguo de la Plaza Bolí­var de Duaca

Un hom­bre se recues­ta a des­cansar deba­jo de un árbol. Al des­per­tarse ve a un niño que viene con una larga esta­ca que le sirve como apoyo, inmedi­ata­mente se per­ca­ta de su ceguera. Sacó de su bol­so una sin­fonía pequeña que hizo sonar repeti­das veces. El niño Patri­cio se quedó en medio del camino, escuchan­do aquel sonido extraño, como extraí­do de una gar­gan­ta de algu­na ave trasnocha­da. Los bur­ros avan­zaron entre los cam­bu­rales, habían recor­ri­do una gran dis­tan­cia con sus car­gas de café sobre sus lomos. El paso era cansi­no para lograr alcan­zar el caserío.

A Patri­cio le gusta­ba andar con sus famil­iares para ir des­cubrién­dose en los kilómet­ros que bostez­a­ban angus­tias. Tal vez desea­ba con­seguirse en algún reco­do de ser­ranías pro­fun­das, tan lóbre­gas como sus ojos atra­pa­dos en la telaraña de las tinieblas.

En medio de sus pro­fun­das cav­i­la­ciones, un retum­bo fue la invitación a la fan­tasía. El niño se quedó ensimis­ma­do, como cau­ti­va­do por un sonido que lo invita­ba a encon­trarse con­si­go mis­mo. El hom­bre se lev­an­tó para preparar su car­reta. Fue orde­nan­do la car­ga sin darse cuen­ta de que el mucha­cho seguía en medio de la polvare­da; volvió a tocar la sin­fonía y observó cómo Patri­cio sonreía.

La feli­ci­dad que irra­di­a­ba su ros­tro con­movió tan­to al car­retero que le regaló su sin­fonía. La tomó entre las manos como bus­can­do el sonido que emergía del pequeño instru­men­to. Llegó a su casa con una emo­ción descono­ci­da, quizás pens­a­ba que aque­l­la sin­fonía era un pájaro atra­pa­do entre met­ales y madera, con sus alas heri­das, como oblig­a­do a can­tar has­ta en el mun­do de los ciegos.

Duaca en los ojos del alma

Sus ojos no pudieron obser­var la belleza del pueblo, sin embar­go, pudo sen­tir­la en cada cen­tímetro que tran­sitó durante décadas, vesti­do con un raí­do paltó negro, con som­brero de igual col­or, iba por las calles tocan­do su sin­fonía. Un grue­so gar­rote lo acom­paña­ba como mecan­is­mo para dis­uadir las burlas de algunos parroquianos.

Tem­p­lo San Juan Bautista de Duaca

Después de recor­rer las calles de Dua­ca se senta­ba en algún ban­co de la plaza Bolí­var, escuch­a­ba las cam­panas de la igle­sia San Juan Bautista. Colo­ca­ba el som­brero en el piso para esper­ar la colab­o­ración de la gente. Aque­l­lo era todo un rit­u­al que real­iz­a­ba diari­a­mente al caer la tarde.

La mañana la ded­i­ca­ba a pasar por las pulperías. Des­de Cacho e Venao has­ta los pre­dios del tem­p­lo. Un largo perip­lo por la calle de com­er­cio donde logra­ba que le dier­an dinero; que usa­ba fun­da­men­tal­mente para com­prar chimó. Lle­ga­ba a las bode­gas y pedía que le con­taran “la renta”, así llam­a­ba al dinero recolectado.

Le encanta­ban la sar­di­na en aceite de maní. Aquel pro­duc­to era su predilec­to en la pulpería de Juan Cam­bero, siem­pre le solic­ita­ba tomates y cebol­las para hac­er una bue­na ensal­a­da. Luego repos­a­ba sobre los sacos de café. Saca­ba su sin­fonía para tocar piezas pop­u­lares vene­zolanas. Allí pasa­ba un buen rato para pros­eguir su andar entre las som­bras y las bro­mas de los jóvenes de la época. Tenía una gran capaci­dad para ori­en­tarse, pocas veces se equiv­o­ca­ba al lle­gar a cualquier pulpería, conocía a sus dueños entab­lan­do con­ver­sa­ciones cor­tas con cada uno de ellos.

Para todos, Patri­cio sim­boliz­a­ba al per­son­aje emblemáti­co de la Dua­ca de entonces. Casi nadie conocía a sus famil­iares. Muy pocas veces habla­ba de su ori­gen campesino, gen­eral­mente comenta­ba los días en que perdió la visión, un mar­tillante dolor de cabeza lo dejó ciego. Lo relata­ba sin ningún tipo de amar­gu­ra. Su desven­tu­ra no lo llenó de hiel, era un hom­bre com­pli­ca­do, pero afa­ble cuan­do se le trata­ba con respeto. Se quita­ba el som­brero en gesto de caballerosi­dad cuan­do se trata­ba de las damas.

En sus bol­sil­los lo acom­paña­ba una estampi­ta de San Juan. Era un devo­to que pocas veces entra­ba a la igle­sia. Siem­pre aguard­a­ba en las afueras, jamás toca­ba sin­fonía en la hora de la homilía. Creía que había que hon­rar la pal­abra de Dios, des­de el silen­cio de su instru­men­to. Esper­a­ba que la gente saliera de misa para recoger limosnas y tocar con emo­ciones ren­o­vadas. Allí se con­fundía la sin­fonía con la retre­ta domini­cal que se extendía un poco.  Hablam­os de la Dua­ca de la déca­da del cuarenta. Un pueblo tra­ba­jador que no se ami­lan­a­ba ante las difi­cul­tades, esas coin­ci­den­cias hicieron que ambas real­i­dades se encon­traran en el mis­mo rumbo.

Dua­ca des­de lo alto

Hallacas para Patricio

En las épocas decem­bri­nas muchas de las famil­ias duaque­ñas tenían con­sid­era­ciones con Patri­cio, le guard­a­ban hal­la­cas, chicha y dul­ces navideños. En las casas esper­a­ban oír la sin­fonía para salir a entre­gar­le lo que con mucho amor com­partían con él. Entendían que aquel hom­bre sin famil­ia, solo con­ta­ba con la cari­dad cris­tiana duaque­ña. El inv­i­dente agradecía con una son­risa, eran los días de com­er cosas tan distintas.

La Navi­dad en un pueblo de acen­dra­da com­pen­e­tración campesina, se res­pira­ba con tran­quil­i­dad y con­cor­dia. En las fechas más sig­ni­fica­ti­vas de diciem­bre bus­ca­ba ataviarse con su ropa menos gas­ta­da. En algu­na opor­tu­nidad se vis­tió de paltó blan­co. Solo eran pince­ladas para volver al som­brío espe­jo que car­ac­ter­i­z­a­ba su ves­ti­men­ta y visión.

Diciem­bre era la úni­ca época del año en que se trasnocha­ba para estar en la plaza a la hora de las misas de aguinal­do. Siem­pre per­manecien­do en las afueras del tem­p­lo, como un cen­tinela med­itabun­do que llev­a­ba sobre sus espal­das una gran mis­ión. Como una ata­laya humana que esta­ba allí; con un corazón que pal­pita­ba a pesar de las dificultades. 

Toros Colea­d­os en la man­ga Domin­go Tapon Javier

De certero garrotazo

Los per­son­ajes pop­u­lares muchas veces son obje­to de burlas por algu­na condi­ción físi­ca. Patri­cio no escapa­ba de la chan­za diaria de seres ine­scrupu­losos. El 24 de junio de 1941 Dua­ca cel­e­bra­ba el día del San­to Patrono San Juan Bautista. La plaza Bolí­var esta­ba llena de públi­co; que dis­fruta­ba de una retre­ta con la Pequeña Mavare. El inv­i­dente merode­a­ba por los alrede­dores de la viñe­ta de la plaza. Un relo­jero de nom­bre José de Los San­tos Gómez tocó el trasero de Patri­cio, este sacó vio­len­ta­mente un gar­rote que se estrel­ló en la frente del abusivo.

Inmedi­ata­mente la policía se hizo pre­sente lleván­dose al relo­jero por haberse meti­do con un buen hom­bre del pueblo. Lo encer­raron por tres días en un cal­abo­zo a pan y agua. Luego tuvo que pasar una sem­ana bar­rien­do la plaza Bolí­var, le colo­caron un car­tel en el pecho que rez­a­ba: Por haberme meti­do con Patri­cio. Después del inci­dente el relo­jero recibió el rec­ha­zo de muchas per­sonas. Su nego­cio se llenó de gente que se que­jó por su cobarde acción.

Quer­er lucirse delante de las damas le costó una fea heri­da en el ros­tro, paradóji­ca­mente esas her­mosas mujeres fueron las que lo acusaron de inmoral, de tratar de humil­lar a un hom­bre decente. Patri­cio sig­nifi­ca­ba un pat­ri­mo­nio viviente en una comu­nidad de puer­tas abier­tas.  Por supuesto existían seres que se burla­ban del ciego, lo par­o­di­a­ban ubicán­do­lo en los peo­res eslabones del ridícu­lo. Pero este le pasa­ba por enci­ma a sus arti­mañas: vivien­do el cada día como si fuera el último. 

Los ojos de todos 

Patri­cio

Patri­cio enve­je­ció. Su ros­tro de ojos apa­ga­dos se llenó de arru­gas, fueron lle­gan­do las nuevas gen­era­ciones, mien­tras colec­ciona­ba años en el álbum de la vida. Se fue hacien­do mis­te­rioso. Como un antiguo alquimista fue encer­rán­dose en su mun­do de oscuri­dades, pasos más ler­dos, pocos met­ros, para impedir que la fati­ga asaltara al poco vig­or que le quedaba.

Siem­pre con un viejo paltó y de som­brero por las calles ady­a­centes al tem­p­lo. Era un tes­ti­go fun­da­men­tal del paso del tiem­po. Los viejos com­er­cios de su juven­tud habían desa­pare­ci­do. Aho­ra existían muchos automóviles que susti­tuyeron el arreo de bur­ros. Los nego­cios con sacos de café solo qued­a­ban en su fecun­da imag­i­nación. Posi­ble­mente record­a­ba sus ter­tu­lias con Juan Cam­bero, cuan­do dis­fruta­ba de una sar­di­na españo­la con tomate y cebol­la morada.

Aquel rincón donde dor­mía un rato ya era un aban­i­co de recuer­dos. El car­iño de Dua­ca le brindó sus ojos. Observó con may­or clar­i­dad que muchos. Patri­cio lo hacía con el alma. Supo recono­cer la bon­dad de manos gen­erosas, tam­bién la mal­dad expel­i­da en cán­taros de mis­e­ria humana. La pequeña Per­la del Norte le obse­quió sus ojos para que aprendiera a mirar des­de aden­tro. Que solo la brúju­la del corazón guiara su vida por los senderos de siempre.

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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