CrónicasHistoria

El bienmesabe de la Negra Contemplación en la Caracas de principios de siglo

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas 
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En las RRSS @LuisPerozoPadua

En la Caracas de comienzos del siglo XX, cuando el alba era aún misterio y las calles olían a leña, una mujer antillana caminaba con dulzura y devoción. Su nombre era Contemplación, y su bienmesabe, más que un postre, era un gesto de amor que tejió historia entre conventos, pregones y postales

Cara­cas, a comien­zos del siglo XX, era una ciu­dad en tran­si­ción. Aunque ya cir­cu­la­ban los primeros automóviles por sus calles polvorien­tas, el andar cotid­i­ano seguía gob­er­na­do por mulas, car­retas y pre­goneros. Se res­pira­ba un aire de provin­cia bajo los techos rojos, entre casonas con patios de naran­jos y ado­quines irreg­u­lares. La población rond­a­ba los 90 mil vecinos.

En 1904, bajo el gob­ier­no de Cipri­ano Cas­tro, Venezuela vivía con­vul­siones políti­cas, pero tam­bién ini­cia­ba una nue­va eta­pa económi­ca, mar­ca­da por la expan­sión de las exporta­ciones de café y cacao, mien­tras el petróleo aún dor­mía en el subsuelo.

En ese con­tex­to de trans­for­ma­ciones y con­trastes, surgió una figu­ra pop­u­lar y entrañable: la Negra Con­tem­plación, cocin­era de ori­gen mar­tiniqueño, cono­ci­da por preparar el mejor bien­mesabe de Cara­cas. Su nom­bre, casi míti­co, sigue res­o­nan­do más de un siglo después.

La Negra Contemplación

Un ritual de madrugada y de generosidad

Cuan­do aún era de noche cer­ra­da y Cara­cas dor­mía, la Negra Con­tem­plación se alz­a­ba en silen­cio. Descendía con sus pasos menudos has­ta la coci­na, se ajusta­ba un pañue­lo blan­co en la cabeza, encendía una vela y comen­z­a­ba su cer­e­mo­nia: el bienmesabe.

Decían que quien lo prob­a­ba sen­tía que las penas se acur­ru­ca­ban como niños dormi­dos y el corazón hal­la­ba reposo. No era solo la rec­eta lo que obra­ba el mila­gro, sino la hora. Todo lo hacía antes del primer can­to del gal­lo, cuan­do los cocuyos aún chis­pea­ban y los rezos and­a­ban suel­tos por la ciudad.

Siem­pre empez­a­ba igual: con tres cocos grandes, que partía con la fuerza pre­cisa de quien conoce el alma de la fru­ta. Saca­ba la pul­pa blan­ca y fres­ca, y la colo­ca­ba en un cazo hon­do. Allí le añadía dos tazas de agua caliente, y con un mazo cur­tido por los años —com­pañero insep­a­ra­ble de sus ofi­cios—, iba trit­u­ran­do la carne has­ta deshac­er­la en hilos y pequeños tro­zos. Luego, envolvía todo en un paño limpio y, con ambas manos, exprimía has­ta extraer una leche espe­sa, tib­ia y fra­gante como el mis­mo trópico.

A esa leche le agre­ga­ba diecio­cho amar­il­los de hue­vo, uno por uno, como quien des­grana un rosario, y ape­nas un sop­lo de sal. Mien­tras tan­to, en otra olla, com­bin­a­ba tres tazas y media de azú­car con una taza de agua, y la llev­a­ba a las brasas ardi­entes del fogón de leña, sin tocar­la, sin revolver, dejan­do que el almíbar alcan­zara el pun­to de hilo bajo la lla­ma viva.

Cuan­do el almíbar esta­ba lis­to, aparta­ba la olla del fuego y vertía en ella la mez­cla de leche de coco y huevos. Con mano firme y con­stante, batía has­ta que la cre­ma toma­ba cuer­po, bril­lante y sedoso. Luego volvía a pon­er­la sobre el calor del fogón, revolvien­do lenta­mente, como si meciéramos un recuer­do, has­ta que la mez­cla anun­cia­ba el primer hervor.

Reti­ra­da del fuego, deja­ba la cre­ma tem­plarse ape­nas. Mien­tras tan­to, bus­ca­ba en su despen­sa el biz­co­cho reser­va­do para estas oca­siones. Lo corta­ba en rebanadas finas, casi como péta­los, y en una dul­cera de cristal —que solo se usa­ba para los días de fies­ta—, aco­mod­a­ba las rebanadas, bañán­dolas luego con medio vaso de jerez dulce, has­ta que qued­a­ban impreg­nadas de aro­ma y memoria.

Enci­ma disponía una capa gen­erosa de la cre­ma tib­ia, y coro­n­a­ba todo con un merengue hecho a pul­so: tres claras bati­das a pun­to de nieve, media taza de azú­car y una piz­ca de canela, que per­fum­a­ba la estancia con su alien­to cáli­do y familiar.

Así, entre el crepi­tar de la leña quemán­dose, pacien­cia y memo­ria, nacía el Bien­mesabe, un dulce que no era solo postre, sino un pequeño acto de amor y de tiem­po detenido.

Pero más que una tor­ta, dulce o postre, era el gesto. Con­tem­plación prepara­ba tres bien­mesabes adi­cionales cada madru­ga­da: uno para las her­manas del Con­ven­to de San Jac­in­to, otro para los mendi­gos que dor­mían jun­to a la Cat­e­dral, y el ter­cero para la casa de Doña Car­lota, su patrona. No había dis­tin­ción. Ni uno mejor que otro.

El arzo­bis­po de Cara­cas Críspu­lo Uzcátegui Oropeza, nom­bra­do en 1884, encon­tra­ba en el bien­mesabe de la Negra Con­tem­plación un con­sue­lo que ni los años ni los achaques pudieron arrebatar­le. Con paso lento pero deci­di­do, salía él mis­mo a bus­car aquel man­jar que, más que un dulce, era un pequeño acto de fe. A veces cedía al plac­er y comía la mitad antes de lle­gar al tem­p­lo; otras, reunía a los mon­aguil­los y ayu­dantes para com­par­tir­lo, como si en ese gesto sen­cil­lo se reafir­mara una comu­nidad. Tras su muerte en 1904, su suce­sor, Juan Bautista Cas­tro, heredó no solo la mitra y el bácu­lo, sino tam­bién aque­l­la cer­e­mo­nia silen­ciosa, per­pet­uan­do una cos­tum­bre que sobre­vivía, dulce y obsti­na­da, entre los muros de la vie­ja Caracas.

Tran­vía de La Pas­to­ra en su paso por la Cat­e­dral, 1923

“Na te pier­da, na pa comé sabosó”

Durante el día, la Negra Con­tem­plación recor­ría las calles de la ciu­dad con su ces­ta de mim­bre sobre la cabeza, sin sosten­er­la con las manos. Voce­a­ba su dulce con un pregón incon­fundible, en un castel­lano afrance­sa­do que ape­nas se entendía: —Aquí tá Con­tem­pació con su dulce sabosó, na te pier­da na pa comé sabosó.

La gente le salía al paso. Des­de las casas solar­ie­gas has­ta los calle­jones de San Juan. Algunos decían que era medio bru­ja, otros que tenía el don de los ánge­les. Pero todos, sin excep­ción, querían pro­bar su bienmesabe.

Era tan pop­u­lar que la Legación de Esta­dos Unidos en Cara­cas —cliente asid­uo de la cocin­era— mandó a imprim­ir una postal con su ima­gen en 1904. En ella se le ve de pie, frente al portón de la sede diplomáti­ca, vesti­da con fal­da larga, delan­tal blan­co, blusa clara y su infaltable ces­ta. Mira de frente, con una dig­nidad ser­e­na. Su figu­ra es evo­cación de una Cara­cas que fue y que aún late en la memoria.

El emba­jador esta­dounidense para ese año era Fran­cis B. Loomis, quien escribió elo­gios a su coci­na en una car­ta envi­a­da a Nue­va York. En una época en la que las postales eran recuer­dos pre­ci­a­dos, la de Con­tem­plación fue envi­a­da a otros país­es como sím­bo­lo de lo sabroso, lo pop­u­lar y lo entrañable de nues­tra ciudad.

Ese mis­mo año, gob­ern­a­ba el país Cipri­ano Cas­tro, y aunque la economía vene­zolana vivía sobre­saltos, el auge del café y los comien­zos de la exportación petrol­era mar­ca­ban nuevos rum­bos. El país aún sen­tía los ecos del blo­queo naval impuesto por poten­cias euro­peas ape­nas dos años antes, mien­tras Cara­cas, con sus empe­dra­dos y faroles, se debatía entre lo colo­nial y la modernidad.

El Lucero del Alba. Cara­cas, 1920

De los claustros andaluces a las calles de Caracas

El bien­mesabe nació en 1635, entre los muros del Con­ven­to de Belén de Las Clar­isas, en Ante­quera, Mála­ga. Las mon­jas, hered­eras de secre­tos repos­teros árabes, lo elab­ora­ban con almen­dras trit­u­radas, almíbar espe­so y cabel­lo de ángel, cre­an­do un postre que—como su nom­bre lo dice—“sabe bien” a quien lo prueba.

Con la col­o­nización, la rec­eta via­jó a Venezuela, donde las manos de los esclav­iza­dos y los mes­ti­zos la adop­taron, pero fue en el siglo XIX cuan­do las mon­jas fran­cis­canas de El Paraí­so, en Cara­cas, le dieron un giro defin­i­ti­vo: susti­tuyeron las almen­dras por coco ral­la­do, infundién­dole el alma trop­i­cal que hoy lo define. 

A prin­ci­p­ios del siglo XX, el bien­mesabe ya no era solo un dulce de con­ven­to, sino un sus­ten­to. Mujeres valientes—como la Negra Con­tem­plación que recor­ría las calles de Cara­cas con su canas­ta en la cabeza—lo ofrecían en hojas de plá­tano o en caji­tas de cartón.

Para muchas vende­do­ras, cuyos nom­bres se extraviaron en el tiem­po, era un modo de sub­si­s­tir en una época en la que las opor­tu­nidades escasea­ban. Para otros, era el con­sue­lo azu­cara­do en medio de una ciu­dad que crecía entre contradicciones. 

Esquina de Carmeli­tas. Correo de Caracas

Leyen­da que endulza la historia

La Negra Con­tem­plación no sabía leer ni escribir, pero repetía siem­pre: —Todos somos hijos de Dios—, remar­can­do que lo dulce no sirve si no se com­parte. Cuan­do murió, según cuen­tan los cro­nistas de la época, los pájaros can­taron antes del alba, como si el gal­lo hubiese queri­do agrade­cer­le tan­tos amaneceres per­fuma­dos con coco, jerez y fe.

Su vida fue un acto de gen­erosi­dad. Su postre, una ofren­da. Y su memo­ria, una de las más dul­ces heren­cias de aque­l­la Cara­cas que aprendía a cam­i­nar entre lo mod­er­no y lo ances­tral, entre las primeras boci­nas y los últi­mos pregones.

Hoy, una postal cen­te­nar­ia es todo lo que que­da. Pero en esa ima­gen qui­eta, su ros­tro moreno, firme y orgul­loso, nos evo­ca el sabor de una Cara­cas dis­tin­ta, que tam­bién supo ser dulce.

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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