José Antonio Páez: ni traidor, ni ignorante, ni acaudalado
Wilfredo Bolívar
Cronista Oficial del Municipio Araure y ex-Presidente de la
Asociación Nacional de Cronistas Oficiales de Venezuela
El 16 de junio de 1826 circuló por primera vez en Bogotá un impreso bajo el título “La Bandera Tricolor”, periódico “fundado para combatir” a Páez dirigido por el abogado conservador santanderista Rufino Cuervo Barreto (Titirita, 1801- Bogotá, 1853), tan enemigo de Páez como de Bolívar. De tal suerte que, aquel año enviaba el editor a Francisco de Paula Santander una carta privada con estas expresiones:
“Vea si la adjunta carta le agrada para la futura Bandera: si le parece bien, corríjala en el modo que le parezca, y déle lugar. Encargaré a Perucho (Pedro Acevedo) un dialogo jocoserio entre Páez y un vecino sensato de Caracas: si lo hiciere, se lo mandaré”. (Luis Augusto Cuervo, Vida de Rufino Cuervo y Noticias de su época, Bogotá, 1946, p. 66).

Sobre manipulaciones como éstas, construyó el siglo XIX toda la imagen negativa que hizo falta para reducir a cenizas el desdoro de José Antonio Páez. La historia de Venezuela no ha podido ser contada sin Bolívar, y la historia de Bolívar no puede desprenderse de las actuaciones de José Antonio Páez. Para exaltar al “superhombre”, (Bolívar), numerosas páginas se siguen ocupando de hundir los méritos del “ignorante y el salvaje” (Páez).
El perverso afán de mostrarnos una historia falseada ha sido tan deformador como devastador. Ninguno de nuestros próceres venezolanos ha resultado tan deformado como Páez y Bolívar. Para encumbrar a Bolívar, se desdibuja a Páez, o viceversa. Naturalmente, ambos ejercicios desvirtúan sus actuaciones públicas como magistrados, alejándolos del análisis como proceso histórico.
Desde 1826 hasta 1888, año del arribo de los restos mortales de Páez a Venezuela, la historia positivista construyó un andamiaje de redes confusas y conceptos maniqueos que, hasta el presente, con escasas excepciones, solo se ha dedicado a contar el asunto histórico desde una visión personalista: un Páez muy bueno hasta Carabobo y un Páez muy malo hasta nuestros días. Mejor estaría en sostener: un solo Páez, que le tocó vivir en dos Venezuela distintas.
El canon de una cultura de crucigrama y datos de índole anecdótica conduce a historiadores y no historiadores a una quincalla verbal de conclusiones falsas, aprendidas de lecturas inocentes, que siguen repitiendo nociones escolares, casi de cartelera, basadas exclusivamente en la actuación personal: Bolívar, el semidios; Santander el pérfido; Páez el bandido. Como los Catones griegos, quienes se creen portavoces de la discordia, se atreven a sumar más: Páez era un traidor, un ignorante y como “oligarca”, murió acaudalado.

Páez traidor
Ni siquiera etimológicamente. Según el Diccionario de la Real Academia Española, “traidor, ra” (del lat. traditor, ‑oris), es “el que comete traición”; y traición (del lat. traditio, ‑onis.) es 1. el “delito que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener”; 2. el “delito cometido por civil o militar que atenta contra la seguridad de la patria” y 3. alta traición, la cometida “contra la soberanía o contra el honor, la seguridad y la independencia del Estado” (DRAE, 1992).
Presumen y ufanan los positivistas y bolivarianos que Páez deviene en felonía por haber “traicionado” el ideal americanista de El Libertador en el espíritu que dio origen a la Gran Colombia. Basta una lectura de la realidad social y económica de Nueva Granada y el Departamento de Venezuela, aún en 1821 durante el Congreso de Cúcuta, para explicar la desintegración y el desapego generalizado que existía en la sociedad postcolonial frente a la idea grancolombina.
Todavía, aquel año, los mismos diputados del Congreso de Cúcuta dudaban si ratificar o no una idea de papel llamada República de Colombia. Una “ilusión ilustrada” la llama el historiador venezolano Luis Castro Leiva La Gran Colombia: una ilusión ilustrada, Caracas: 1985, Monte Ávila Editores, en alusión a la explicación de las débiles bases de una confraternidad sostenida sobre los urgentes y transitorios pilares de la guerra.
Distancia geográfica, “centralismo” vs. “federación”, diversa visión de los seguidores y protagonistas del proyecto; desigualdad cultural entre un Virreinato (Nueva Granada) y una capitanía (Venezuela); desacuerdos en las formas de aplicación política de gobierno y del Estado; militarismo excesivo y abusivo en una sociedad en ruinas; y la carga de una pesada deuda externa, conllevaron a las actuales Colombia, Ecuador y Venezuela a disolver el proyecto idealista de Simón Bolívar.
En orden respectivo, sobre los hombros de Francisco de Paula de Santander, Juan José Flores y José Antonio Páez, recayeron las culpas. La historia fácil los ha pignorado para la posteridad con un solo epíteto: “traidores”. Pero ¿a qué o quiénes traicionaron Santander, Flores y Páez? En el contexto poco divulgado, guardar fidelidad a El Libertador en 1829 suponía apoyar la Presidencia “vitalicia” propuesta por Bolívar para el Proyecto de Constitución boliviana, redactada con una visión personalista del poder concentrado “en” y “a la vez” en un “hombre-Estado” (Simón Bolívar), es decir autocracia.
No pudo ser la división de Venezuela y Colombia “la obra de un solo hombre”, se defiende Páez en su Autobiografía. La segregación de Venezuela y Colombia respondió a una necesidad expresada por cada uno de los pueblos colombinos y venezolanos.
En el caso venezolano, revísense las más de 91 actas elaboradas por los hombres más prominentes de los pueblos de Venezuela quienes, en “asamblea de ciudadanos”, en 1829, ratificaron por escrito a Páez, el deseo de volver a “constituir” la República de Venezuela. Algunas de las elocuentes actas compiladas por el prócer José Félix Blanco y Ramón Azpurúa pueden leerse en la monumental obra Documentos para la Vida Pública del Libertador.
Para la comprensión colombiana del proceso histórico, es útil la obra El régimen de Santander en la Gran Colombia (Bogotá: El Áncora Editores, 1985, 448 ps.) del historiador y académico norteamericano David Bushnell, calificada como “uno de los estudios clásicos sobre la Gran Colombia”. En la mejor tradición de la escuela anglosajona de historiadores, el autor presenta imparciales elementos de juicio sobre tan delicado suceso. Algunos desean concluir también: Bolívar nos independizó de España; Páez nos independizó de la oligarquía bogotana.

Queramos aceptarlo o no, más allá de los repetitivos epítetos de pupitre, la Gran Colombia era una república de papel inspirada sin duda en el sincero ideal de un hombre, necesaria durante la etapa de la Guerra (1811–1821, en el caso venezolano), para sostener las bases estratégicas de la unión forzada de Venezuela y Nueva Granada, para respaldar los inmensos créditos adquiridos en el extranjero y continuar el proyecto; pero, inaplicable en la realidad. Léase este extracto de una carta de El Libertador fechada el 2 de enero de 1830, dirigida al Gral. Rafael Urdaneta, el mismo año de la segregación:
“Creo que el Congreso debe dividir a Colombia con calma y justicia. Ninguna oposición debemos poner a Venezuela, porque nadie quiere hacer este sacrificio a favor de una unión política que combate interiormente con las antipatías. La Nueva Granada no nos quiere, y Venezuela no quiere obedecer a Bogotá: estamos a mano (…)”.
Aún así, Páez y solo Páez carga con la culpa.
Páez ignorante
Parece una ofensa de taberna y baja ralea. Como la historiografía fácil no desea echar mano del análisis desprendido del Páez en sus diferentes épocas, se recurre a la ofensa personal. En el estrado de los historiadores de anécdotas e historias menores, en la visión del procerato bajo la visión iconoclasta de “lampos e inmarcesibles destellos”, propios de la epopeya de los románticos del siglo XIX, Páez está condenado a ser un prócer de orilla.
Blanco de orilla, sin linaje de cuna, que nace a orillas de un riachuelo; un “pata en el suelo”, agreste campechano que atraviesa ríos, monta en pelo y solo parece conocer del arte de la doma de caballos y toros salvajes, que para más señas apenas puede leer y escribir, y no conoce el uso del cubierto. Nada es verdad.
Formado bajo un sistema de valores y principios, impuesto por su madre María Violante Herrera, Páez es un niño formado en la fe católica de finales del siglo XVIII, con una cultura propia de su tiempo, quien habiendo aprendido a leer y a escribir en Guama a los ocho años, ayuda a su cuñado en una pulpería en San Felipe; que por un hecho fortuito, abandona la formación de su natural inteligencia y va a esconderse en el hato “La Calzada” de Manuel Antonio Pulido, para aprender las faenas de la llanería hasta que lo encuentra la guerra.

No obstante, desde 1815, Páez cruza correspondencia con los próceres granadinos en la región de Casanare, recibe y lee de manos de Bolívar, mucho antes de conocer al caraqueño tomos de “Táctica Militar”, firma despachos, imprime monedas, muestra un sello propio o monograma y lo mismo organiza unidades militares sin haber pisado una academia militar.
No es verdad que la “cultura” de Páez, en un concepto eurocéntrico, se inicia en 1821 a partir de su ayuntamiento carnal con Barbarita Nieves (Choroní 1803- 1847). Suele asociarse cultura a “ortografía”. Por tanto, en la anécdota miope de los positivistas, es Páez un “ignorante” por la lectura superficial de correspondencia de guerra de escasa factura literaria, escrita antes y poco después de la Batalla de Carabobo.
Peor aún, a partir de la Autobiografía, como fuente primaria, desde Baralt, Guinan y Gil Fortoul, casi todos los historiadores han seguido repitiendo la conseja acerca de la “ignorancia” de Páez, simple y sencillamente, porque los jóvenes soldados ingleses escribieron en sus memorias y relatos “fantásticos” de la Guerra de Independencia, la conseja fácil de que la ignorancia de Páez se reflejaba en sus modales al verlo “comer con las manos”. Valdría la pena preguntarse, más allá del determinismo geográfico, ¿cómo se come una ternera en los llanos, al ritmo del vivac y en pleno campo de batalla.
Contribuyó a incrementar la fábula el propio Páez, quien, para ahorrarse el autoelogio, decidió insertar a la letra en su Autobiografía (Nueva York, 1867) párrafos enteros escritos por los jóvenes ingleses y escoceses que conocieron a Páez en la región de Angostura y el Apure, vestido como un salvaje, de garrasí y sandalias de cuero, montado en pelo, con un sombrero alón, y, “comiendo con las manos” a la usanza del medio.
A decir de Luis Cubillán Fonseca, Presidente de la Academia de la Historia del Estado Carabobo (“La Cultura de Páez”; conferencia grabada, Acarigua, c. 1990), José Antonio Páez “mostraba mayores dotes culturales, incluso, superior a Bolívar”.
En su criterio, y en el de muchos biógrafos e historiadores, Páez manifiesta dones para el canto, con dominio del barítono; toca igual instrumentos de tecla y cuerdas. O´Leary, le encuentra en el Apure en 1828 tocando el arpa para un hombre ciego; en Argentina se le ve tocar el piano y enseñar con este instrumento el Himno Nacional a los niños de la familia Carranza donde vive exilado en su ancianidad.

De la misma manera, aprende a tocar el violoncello; y en Buenos Aires deja escritas dos modestas composiciones bajo el título “Escucha bella María”, dedicada a la niña María Carranza; y “La Flor del Retiro”, canción melancólica con la nostalgia anímica del exilio y sus últimos años de vida.
En cuanto a otros géneros del arte, su casa de Valencia desde 1829, es prácticamente un ateneo. Remodelada por aquel año por Páez, ordena al pintor Pedro Castillo, abuelo materno de Arturo Michelena, decorar toda la residencia con diversos frescos representando sus principales batallas, Mata de la Miel, El Yagual, Palital, Mucuritas, San Fernando, Queseras del Medio, Carabobo y el Asalto a Puerto Cabello.
Encarga al mismo pintor decorar las paredes con escenas alegóricas a la mitología clásica, estampando murales con imágenes de la Serpiente Pitón, Minos, Eaco, Radamanto, Arión, Casamiento de Venus y El Juicio de París; y en el cielorraso del salón principal Páez ordena pintar el “Sol de Carabobo” con los rasgos faciales de El Libertador Simón Bolívar.
El mismo historiador del arte Luis Cubillán, ha conseguido en Valencia un pequeño libro titulado Curso de Mitología (D.L.B. de V; París, 1826) identificado con las iniciales “V” y “J. Páez”, en su presunción, José Antonio Páez y Barbarita (¿” V”?), obra de la que se habrían extractado las imágenes pintadas por Castillo. En el Diario de un Diplomático Británico en Venezuela: 1825–1842, escrito por Sir Robert Ker Porter (Fundación Polar, Caracas: 1997, 1.040 ps.) abundan las alusiones a la manifiesta cultura compartida con Páez y Barbarita por el célebre diplomático británico, tanto en Caracas, Maracay y Valencia, bien en La Viñeta o la célebre casa de Valencia.
En el patio trasero de la casa se escenifican obras del teatro clásico bajo la dirección de un español apellidado Ferrer. Se monta “Otelo”, con Páez en el personaje principal, secundado por un curioso reparto: Carlos Soublette (Barbancio), Miguel Peña (Yago), Francisca Romero de Alcázar (Desdémona).
En las afueras de la casa, la casa muestra modestos pensamientos de su ingenio: “Sin virtudes no hay Patria”, “El vicio hace al hombre esclavo, la virtud ciudadano”, “Es un gran mal no hacer el bien”, “El ciudadano inútil es un hombre pernicioso”, “No conoce las dulzuras de la paz quien no ha probado las amarguras de la guerra”, “Mi amigo es otro yo”, “Primero olvidarme a mi mismo que olvidar a mis amigos”, “La vista de un amigo refresca como el rocío de la mañana”; y una máxima escrita en latín con la cual concluirá su Autobiografía: “Nihil mortálibus arduum” (Nada es difícil a los mortales).
La inteligencia natural de Páez le permite aprender el idioma inglés y francés; y en Nueva York se dedica a traducir y a comentar las Máximas de la Guerra escritas por Napoleón Bonaparte (New York, junio 1867), anticipo editorial de su célebre Autobiografía publicada en dos volúmenes (c. 1867 y 1869; imprenta de Mallet y Breen) hasta el presente única narración editorial escrita por un Presidente de la República en toda la historia de Venezuela.
Si Bolívar recibió con indiscutibles méritos el título de “Libertador”, bien mereció Páez en 1836 el de “Ciudadano Esclarecido”, otorgado por el Congreso. Lisonja o no de sus conmilitones, el título emula su ascenso desde la agreste cultura esteparia al difícil estrado de las decisiones colectivas. No es verdad que Barbarita haya concedido la cultura a Páez.
En el marco de la historia como “acusación” desigual, la historia oficial coloca en tienda aparte la vida privada de nuestros prohombres, como justificación semiológica de un mensaje que con una manifiesta intencionalidad encumbra o denigra.
Los venezolanos perdonamos a Bolívar su adulterio público con una mujer casada, Manuela Sáenz, a la vista de la rancia sociedad bogotana; pero no somos capaces de perdonar los amores entre José Antonio Páez y Barbarita Nieves, a pesar de la separación formal con Dominga Ortiz, puesta de manifiesto en su epistolario conservado en la Fundación Boulton y la Biblioteca Nacional. Manuela Sáenz es la “libertadora del Libertador”, Barbarita la “adultera” de Valencia.
Páez, acaudalado
Con mayor énfasis, desde la “Historia Constitucional de Venezuela” de José Gil Fortoul, (1907–1909) el clissé antipaecista pregona: “Páez se convirtió en instrumento de la oligarquía conservadora caraqueña y se hizo fácilmente de mal habidos bienes de fortuna”.
Es materia para revisar, y no en breviario. Se endilga a Páez el calificativo de “oligarca”, asociado este concepto a un sintagma vinculado a “riqueza”. Ambas palabras envuelven una trampa fuera de contexto. La “República de Venezuela” fundada por Páez en 1830 es eminentemente liberal, entendiéndose con ello a una concepción distinta del “hacer Nación”, al que tenía Bolívar.
No es sino quince años después cuando Páez, enredado en la madeja de la codificación jurídica nacional y las políticas económico-sociales, termina disfrutando de una vida holgada que le hacen lucir su Hato “San Pablo” (Apure), la Hacienda La Trinidad (Aragua) y otros bienes inmuebles en Caracas, Guárico y el Apure.
Todo le fue confiscado y embargado por su compadre José Tadeo Monagas, por decreto del 20 de marzo de 1848, diez días después de haber sido derrotado en Los Araguatos. Una simple revisión de la tradición legal de estas posesiones puede verse en el Registro Principal del Estado Aragua (Protocolos 1849, Nº 14, folio 1), entre otros archivos oficiales, para indagar el destino de las posesiones “paeñas”. De ello ya se ha ocupado el Cronista de Maracay, Oldman Botello, en su ameno Páez en Aragua y apuntes genealógicos sobre el prócer” (Maracay, 1990, 83 ps.)
Sobre el drama de sus miserias en el exilio, un tanto más encontramos en Páez pergrino y proscrito (Academia Nacional de la Historia, Caracas: 1973) del enjundioso Rafael Ramón Castellanos. Y aún cuando hubo intentos de restituirle sus bienes, el 11 de junio de 1857, el drama de su miseria trasluce sus palabras escritas desde Nueva York a su esposa Dominga Ortiz:
“…la señora del hombre a quien Venezuela tituló su Ciudadano Esclarecido sin un pedazo de pan para comer y escondiéndose de la gente civilizada, buscando quietud entre los que no lo son, ¡qué oprobio para mi Patria! Esto, mi querida Dominga, es lo que más me atormenta en mi destierro”.
Las expresiones corresponden a la misma época en que escribe a Dominga no se esmere en alquilar una casa costosa para su regreso después de diez años de exilio, porque es mejor alquilar una casa modesta y sin ostentaciones que tenga un pequeño patio donde pueda cultivar con las manos el pan que me he de comer. Contrariamente, como ha escrito recientemente el diplomático e historiador Santiago Ochoa Antich “Lo interesante es que nuestros historiadores han llamado oligarcas a los revolucionarios y revolucionarios a los oligarcas”. Esto es: Páez fue y sigue siendo para la historia de folletín un presidente que “murió acaudalado”.
Nada más incierto. Escribe sus Memorias para vivir de un género literario en boga a finales del siglo XIX. Con sus ejemplares a cuestas, se traslada de Nueva York a Brasil y Uruguay, hasta residenciarse en Argentina entre agosto de 1868 y abril de 1871.
Intenta emprender un negocio en Buenos Aires, prácticamente engañado por un fraude mecanizado de un artefacto para desollar semovientes, inventado por el norteamericano Horace J. Lewis. Envuelto en la más precaria desventura, Domingo Faustino, su protector en Argentina, casi ha de rogarle al Congreso de aquel país le concedan una pensión al venerable anciano, con el grado honorífico de Brigadier General, como “veterano de la Independencia Suramericana”.
Una pequeña agenda de bolsillo bajo el título Librito de Memoria, regalada en aquella ciudad por su primogénito Ramón Páez, conservada hasta su lecho de muerte da cuenta, entre otras pertenencias, de la lista de su ropa a su regreso en Nueva York, en un modesto inventario elaborado el 19 de febrero de 1872:
¡Vaya que acaudalado murió nuestro Centauro de los Llanos! Un calzoncillo para cada día…
Cuando fallece el 6 de mayo de 1873, en el Nº 42, de la calle 20 este de Nueva York, dos médicos cubanos, Federico Galvez y (?) Boza, son quienes “embalsamaron su cadáver gratuitamente” a falta de recursos con qué preparar sus restos. Poco después, cuando la miseria toca las puertas de doña Dominga Ortiz de Páez, la viuda humilla la pobreza heredada del Centauro nacido en Curpa de la Villa de Araure, con una petición al Congreso implorando el deber de una pensión incumplida.
En el Resumen de la Vida Militar y Política del Ciudadano Esclarecido General José Antonio Páez, publicado en 1890 por la Junta Directiva de la Sociedad que celebró el Primer Centenario de su nacimiento, viene inserta la carta, de la cual bastan estos párrafos que acompañan la digna pobreza:

“Soy la viuda, señores, de aquel cuyos servicios en la magna lucha de la Independencia, ha calificado la historia de eminentes, y de heroicos sus hechos. No hago mérito de los prestados a la infancia de la República, que estos han sido puestos en tela de juicio por los partidos (…) educada en la escuela del infortunio no reclamo un derecho adquirido por la ley, sino que humilde, como cumple a mi sexo y a mi edad, imploro en nombre del General José Antonio Páez, Ciudadano Esclarecido de Venezuela, una limosna de los representantes de la gratitud nacional” (Ib. 205).
A pesar de algunos intentos historiográficos por aproximar a los venezolanos a la verdad histórica, Páez sigue siendo para muchos el bárbaro ignorante, el oligarca que murió acaudalado y el “traidor” del ideal bolivariano, como cabeza visible en el marco de la “Cosiata” de 1826, sin duda el movimiento nacional que devolvió a la República su primigenio fuero constitucional. Simón Alberto Consalvi, en un pequeño ensayo para la Academia Nacional de la Historia de Venezuela, puede brindarnos un singular epígrafe:
“Lo primero que intriga al pensar de La Cosiata es advertir cómo a una conspiración política de tan vastas repercusiones se le pudo llamar de una manera tan despectiva, sobre todo en un país donde cualquier general robagallinas lo primero que hizo fue bautizar como revolución su asalto al gallinero. Cualquier golpe de estado era una revolución, cualquier proclama mal escrita prometía cambiar al mundo. La Cosiata, en cambio, cambió la historia, pero no se dejó de llamar La Cosiata” (Boletín ANH, Nº 341; marzo 2003, p. 57).
Aún así, Páez y solo José Antonio Páez, sigue cargando con la culpa.
Luis Alberto, gracias por publicar este texto guardado en nuestros archivos. Dejamos en los lectores nuestro anhelo que caiga en buena tierra, en justicia de un Páez muy maltratado por la Historia de Venezuela
Excelente! Causó admiración en el chat de la Academia de Historia del Estado Carabobo.
Nada es propio de “a quien le cuentan la historia a cambio de quien la ha vivido”. En nuestros días de hoy, felizmente documentos como éste, ofrecen la oportunidad de por lo menos despejar dudas y posiblemente enfatizar la verdad.