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Petronio Mussett, vivencias en la Duaca errante 

 

Alexander Cambero 
periodista, poeta y escritor

Un hombre se transforma en un emblema que pedalea las calles, repartiendo leche esparcía también bondad y un profundo amor por sus congéneres. De palabra recia como las espuelas de sus gallos semejantes a cuchillos


Su simiente libane­sa un buen día ger­minó en Bar­quisime­to. Sus ante­cesores lle­garon des­de Beirut, con su espíritu de com­er­ciantes a todo trance. En los cro­mo­so­mas de esos hom­bres via­ja­ban sus orí­genes feni­cios entre­cruza­dos con sus raíces árabes. Un dedo en el mapa de un país inex­plo­rado: no revestía una difi­cul­tad para quienes llev­a­ban el der­rotero en las venas. Atrás qued­a­ban los orí­genes sepul­ta­dos en una espan­tosa real­i­dad descri­ta con la san­gre de la guerra. 

Estando en Venezuela recalaron en el esta­do Por­tugue­sa, des­de donde se desplazaron a opciones cir­cun­veci­nas, su afán de cre­cer económi­ca­mente los hizo escoger a Lara, como su nue­vo cen­tro de opera­ciones. La famil­ia bus­ca­ba mejores condi­ciones de vida en la ciu­dad con­tigua, la pros­peri­dad de la enti­dad veci­na los con­du­jo has­ta sus pre­dios. Hijos de tra­ba­jo fecun­do no le importa­ba las difi­cul­tades que acar­rea­ba otras cos­tum­bres. Su dig­nidad esta­ba por enci­ma del agreste eco­sis­tema de cujisales. 

Una vida en otra patria

Un 15 de mayo de 1919 nacía en la ciu­dad de Bar­quisime­to, un niño de buen tamaño al que le colo­caron el nom­bre de Petro­n­io. En sus primeros años mostró una per­son­al­i­dad arrol­lado­ra, jamás se deja­ba some­ter por nadie, des­de muy niño actu­a­ba con abso­lu­ta con­fi­an­za en sí mismo. 

La escuela no lo motiva­ba en lo abso­lu­to, se escapa­ba de ella para irse a las peleas de gal­lo. Su madre Dolores Gar­cía de Mus­sett, le indicó a su mari­do José, las difi­cul­tades que sufría para poder con­tro­lar aque­l­la recia personalidad. 

Fue así como en 1928 su severo prog­en­i­tor se lo llevó a Dua­ca, para que tra­ba­jase como com­er­ciante de telas. Sus comien­zos fueron duros, pero la bucóli­ca ciu­dad llena de prob­a­bil­i­dades, lo hizo anclar en lo que anhela­ba, andan­do por aque­l­las calles llenas de tier­ra una her­mosa mujer con­quistó su corazón. La pre­ciosa Aura Rosa Reyes, lo atrapó de man­era definitiva. 

La igle­sia San Juan Bautista de Dua­ca, se llenó de flo­res para su mat­ri­mo­nio el día miér­coles 4 de diciem­bre de 1940. De esa feliz unión nacieron doce hijos car­ac­ter­i­za­dos por la hon­esti­dad. Una pro­le de ciu­dadanos pro­bos que hicieron de su famil­ia un encuen­tro de nobleza. 

La blanca

Aquel graníti­co hom­bre de bien hon­ró el paisaje de las calles de Dua­ca durante décadas. Su larguirucha humanidad iba por toda la población ‑en una bici­cle­ta- ven­di­en­do leche a pre­cios sol­i­dar­ios, la gente salía de sus casas con sus respec­ti­vas cacero­las para recibir de sus manos un pro­duc­to de cal­i­dad. De tan­to obser­var­lo los cre­spens­es fueron cono­cién­do­lo has­ta com­par­tir con él; sus chan­zas y anéc­do­tas dis­tribuidas como mac­etas de fru­tos sil­vestres, ped­alea­ba de man­era cansi­na, lenta­mente atrav­es­a­ba cada sec­tor con su gri­to de guer­ra: ¡La blan­ca ¡¡ La blan­ca ¡des­de lejos se oía su vibrante pregón que era como un ald­abona­zo en aque­l­las mañanas henchi­das de un sim­bolis­mo pop­u­lar. Los niños en edad esco­lar repetían como ban­dadas de loros su vivaz expre­sión, este son­reía de bue­na gana ante la febril ocur­ren­cia infantil. 

Sus largas extrem­i­dades no daban respiro a la bici­cle­ta, hundía sus pies con for­t­aleza her­cúlea para erguirse sobre el cabal­lo de hier­ro y pros­eguir lle­van­do su pro­duc­to a cada hog­ar humilde, a lo lejos su ped­aleadas iban acer­cán­do­lo a cada bar­ri­a­da, se proyecta­ba en la bru­ma por aque­l­las calles del roman­ti­cis­mo provin­ciano. Siem­pre rodan­do en las mis­mas horas, su figu­ra ame­na era esper­a­da con ansias. En cada esquina una his­to­ria ate­so­ra­da por esa real­i­dad que lo motiva­ba. Era un ciu­dadano de bien que siem­pre esta­ba presto para servir­le a los demás. 

En muchas oca­siones aparta­ba leche para regalársela a var­ios ancianos sin famil­ia, no le importa­ba perder algo de dinero, si con ello esta­ba hon­ra­do a Dios a través de su gen­erosi­dad. Nun­ca salía de su casa sin lle­var recur­sos que com­partía con quien le solic­ita­ba su ayu­da. Los niños lo esper­a­ban con sus vasitos para recibir su rega­lo, aprovech­a­ba la opor­tu­nidad para con­mi­nar­los a estu­di­ar y ser respon­s­ables con sus activi­dades esco­lares. Cuan­do alguno de ellos se ponía grosero los cas­ti­ga­ba por algunos días. En su casa con el resto de la leche hacia cua­jadas y que­so de mano con una téc­ni­ca exquisita. 

Como jamás fue mezquino trasmi­tió sus rec­etas a varias per­sonas que prosigu­ieron su labor. Allá tam­bién lle­ga­ban per­sonas muy pobres que recibían mues­tras pal­pa­bles de su gen­erosi­dad. Un hom­bre de corazón puro y sin egoís­mos que se abraz­a­ba con la bon­dad de man­era defin­i­ti­va, era por ello que: todos se acer­ca­ban para con­ver­sar con un Petro­n­io Mus­sett, lleno de una enjun­dia que lo hacía un ver­dadero pat­ri­mo­nio de una Dua­ca, con espíritu pueb­leri­no que bus­ca­ba no morir en bra­zos del paso del tiempo. 

 El mundo de los gallos

Afi­l­a­ba las espuelas como cuchil­los. Los gal­los parecían obser­var­lo como el gran adalid de sus plumíferas haz­a­ñas, el patio esta­ba lleno de un sin­número de esas aves con mira­da de águila y pena­chos col­ori­dos, adiestra­dos por la sabiduría de Petro­n­io Mus­sett, que con pacien­cia monás­ti­ca se encar­ga­ba de cada uno. Los toma­ba entre sus manos; con una tijera corta­ba sus plumas para irlos dejan­do lis­to para las peleas, antes de guárda­los les rocia­ba aguar­di­ente deba­jo de sus alas. Aque­l­la era una tarea diaria que requería de una aten­ción úni­ca. A cada instante se escuch­a­ban can­tar des­de sus jaulas; como bus­can­do la debi­da aten­ción de su mentor. 

Se movían con destreza en los pequeños espa­cios cer­ca­dos con madera y tela metáli­ca. Mostra­ban una fuerte agre­sivi­dad al escuchar el rui­do que hacían sus rivales de juer­ga. Iban como preparán­dose para enfrentarse con su doloroso des­ti­no. Saber com­pren­der sus momen­tos es un arte que bien sabia inter­pre­tar el hon­ra­do hom­bre de extirpe noble. Esta activi­dad ances­tral sim­boliz­a­ba una pasión que nun­ca lo aban­donó, con suma pacien­cia iba acer­cán­dose has­ta ellos, para ali­men­ta­r­los de man­era ade­cua­da, después se qued­a­ba observán­do­los como tratan­do de con­seguir al vic­to­rioso de la próx­i­ma fae­na. Des­de sus aden­tros le habla­ba con la ter­nu­ra de un padre, que exhibiría sus ejem­plares ante el desafío mor­tal de otras espuelas. 

Un hom­bre con la sen­cillez de nue­stros pueb­los. Alto con la reciedum­bre revesti­da de una hon­esti­dad que com­partía con su don de gente. El día de las peleas los selec­ciona­ba después de tra­ba­jar­los en la sem­ana. Los iba colo­can­do en bol­sas de tela para que estu­vier­an tran­qui­los, nada de impro­visa­ciones de últi­ma hora, todo tenía que mar­char de man­era ade­cua­da. Aque­l­lo era toda una cer­e­mo­nia que concita­ba el interés de todos. Al escoger­los Petro­n­io Mus­sett, parecía hablar­les como deposi­tan­do su con­fi­an­za en aquel gal­lo próx­i­mo a estar encer­ra­do has­ta que lle­gara su turno. Al ten­er todo su equipo desayun­a­ba y se march­a­ba a la gallera con la ilusión de ganar, todo su delirio esta­ba ata­do en cada espuela afi­la­da como cuchillo. 

Quizás, record­a­ba sus comien­zos cuan­do con­tan­do con tan solo doce años se jubi­l­a­ba de la escuela para irse a una gallera. Esa siem­pre fue una pasión que lo llen­a­ba de ilusión. Allí se con­vertía en la ale­gría de cualquier esce­nario en donde reñían los gal­los y los hom­bres cor­dial­iz­a­ban, le encanta­ba apos­tar en grandes can­ti­dades ante la sor­pre­sa de todos. La con­fi­an­za en sus ejem­plares lo llev­a­ba a cor­rer grandes ries­gos. Aquel hom­bre alto que eman­a­ba amis­tad a bor­botones era la ale­gría de cada gallera.   

La destreza del ágil matarife

Sobre un mesón iba sec­cio­nan­do a cer­dos que vendía a pre­cios ajus­ta­dos a todos los pre­supuestos. Aque­l­lo era un ver­dadero fes­tín pop­u­lar, el solar se llen­a­ba de clientes ávi­dos de dis­fru­tar los chichar­rones, que se cocin­a­ban en un gran caldero, pro­fun­da­mente negro, por el esfuer­zo con­sue­tu­di­nario de invo­car el fuego de los leños estreme­cien­do sus sól­i­das pare­des de met­al. Con mucha pacien­cia toma­ba una gran pale­ta de madera para irlos movien­do para que encon­trasen el pun­to exac­to de cocción. 

El chirri­ar de la man­te­ca caliente comen­z­a­ba a mostrar el dora­do del pro­duc­to en hirviente pre­sentación. En su mano derecha toma­ba algo de sal para rocia­r­la sobre el toci­no ardi­ente, la pale­ta era una espa­da de madera apartan­do tro­zos cru­jientes. Luego se iban asen­tan­do has­ta quedar en la super­fi­cie como man­jares sucu­len­tos del coles­terol, pos­te­ri­or­mente los colo­ca­ba en una batea para que secasen. Toda una cer­e­mo­nia pop­u­lar en donde se dis­fruta­ba de lo lin­do. En su casa nadie se iba si pro­bar boca­do- tuviese o no dinero- su filosofía era dar­le de com­er a quien tenía hambre. 

Cada pieza cár­ni­ca esta­ba des­ti­na­da a clientes antiquísi­mos. Doña Elvi­ra de Bor­tone recibía pun­tual­mente los intesti­nos del cer­do para elab­o­rar sus céle­bres salchichas con un toque ital­iano. Los her­manos Pan­ic­cia, com­pra­ban los dis­tin­tos cortes para sus car­nicerías insta­l­adas en Dua­ca des­de la déca­da de los cuarenta.

Petro­n­io preso

El domin­go 3 de diciem­bre de 1978 se real­iz­a­ban en Venezuela las elec­ciones pres­i­den­ciales. La con­tien­da se pre­senta­ba muy reñi­da entre el aban­der­a­do de Acción Democráti­ca Luis Piñerua Ordaz y su con­tendor de Copei Luis Her­rera Campins, quien a la postre ter­minó ganan­do la elec­ción. Ese día Petro­n­io Mus­sett sal­ió a tra­ba­jar como la hacía siem­pre. Cuan­do iba pasan­do frente al Grupo Esco­lar Juan Manuel Álamo, pro­mo­cionó reit­er­ada­mente su pro­duc­to con su tradi­cional estri­bil­lo: ¡la blan­ca la blan­ca! unos sol­da­dos del Plan Repúbli­ca, lo detu­vieron acusán­do­lo de estar pro­mo­cio­nan­do una pref­er­en­cia políti­ca, en momen­tos en que esta­ba pro­hibido. Lo lle­varon arresta­do has­ta la coman­dan­cia de policía. Al darse a cono­cer la noti­cia una bue­na can­ti­dad de ciu­dadanos se acer­caron has­ta el lugar para expli­car­le al encar­ga­do del pro­ced­imien­to, que todo era una con­fusión, que lo que vocif­er­a­ba Petro­n­io Mus­sett, era la leche que vendía a diario. 

Una caída presagia el final

Pasa­ba de noven­ta años cuan­do sufrió una dura caí­da. Por primera vez su fiel bici­cle­ta qued­a­ba libre de los ped­a­le­os cansi­nos de una humanidad de gran tamaño. Eran décadas de deslizarse por las mis­mas calles, las sin­tió de tier­ra pro­fun­da, para luego des­cubrir las bon­dades del asfal­to como pel­daño de la mod­ernidad. Una sil­la de ruedas lo res­guard­a­ba. Siem­pre soñan­do con volver a hundir sus pies sobre los ped­ales de la bici­cle­ta. Infruc­tu­osa­mente trata­ba regre­sar, pero desafor­tu­nada­mente las pier­nas no respondían. Al calor de su famil­ia muere un nueve de enero del año 2011 llenan­do de pro­fun­da con­ster­nación a un pueblo que lo quiso pro­fun­da­mente, esas calles que por décadas recor­rió lle­van­do ali­men­tos al pueblo fueron recor­ri­das por muchas per­sonas que lo acom­pañaron en su entier­ro. Un per­son­aje que se dibu­jó en el alma de Dua­ca para vivir por siem­pre en ella.

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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