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Teresa Carreño: La niña venezolana que deslumbró a Abraham Lincoln

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista especializado en crónicas históricas 
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Con ape­nas 9 años, la pianista caraque­ña tocó en la Casa Blan­ca ante el pres­i­dente Lin­coln. Medio siglo después regresó al mis­mo recin­to para ofre­cer un recital navideño al man­datario Wil­son. Una his­to­ria de genio pre­coz, exilio y consagración

En el otoño de 1863, una niña vene­zolana descalza de la infan­cia y vesti­da de notas musi­cales se sen­tó ante el piano de la Casa Blan­ca. Tenía solo nueve años, pero sus dedos parecían con­tar his­to­rias que ningún adul­to se atrevía a pon­er en palabras.

Abra­ham Lin­coln, ator­men­ta­do por la Guer­ra Civ­il y el dolor por la muerte de su hijo, se con­movió has­ta el alma. Aque­l­la tarde, la melodía preferi­da del pres­i­dente, Lis­ten to the Mock­ing­bird, fue inter­pre­ta­da con tal sen­si­bil­i­dad que el pres­i­dente aplaudió con vehe­men­cia y lágri­mas en el rostro.

Así entró Tere­sa Car­reño en la his­to­ria musi­cal de los Esta­dos Unidos. Lo extra­or­di­nario de aque­l­la apari­ción no se limi­ta a su juven­tud. Lo que deslum­bra aún más es el recor­ri­do que llevó a esta niña caraque­ña des­de una Venezuela con­vul­sa has­ta el salón más poderoso del mun­do, y cómo, 53 años después, su tal­en­to intac­to la hizo regre­sar, ya mujer, para tocar en hon­or del pres­i­dente Woodrow Wil­son en 1916.

Entre ambos recitales se tejió una car­rera incom­pa­ra­ble de más de 5.000 concier­tos y 70 com­posi­ciones, coro­n­a­da con el reconocimien­to de los más grandes de su tiempo.

Tere­sa Car­reño en Nue­va York, cer­ca de 1862. Crédi­to: Nation­al Por­trait Gallery, Smith­son­ian Insti­tu­tion, colec­ción de Fred­er­ick Hill Meserve

El genio en miniatu­ra que con­quistó Nue­va York

Tere­sa Car­reño nació en Cara­cas el 22 de diciem­bre de 1853. Hija del autor del Man­u­al de urban­idad y bue­nas man­eras y de una sob­ri­na de María Tere­sa del Toro, la esposa de Simón Bolí­var, oblig­a­da por la guer­ra civ­il en Venezuela sal­ió del país el 23 de julio de 1862 jun­to con sus padres, su her­mano, su abuela, su tío y la esposa de él, que tam­bién lle­varon a sus dos hijos pequeños. Cin­co sirvientes los acom­pañaron en el via­je a bor­do del bar­co J. P. Maxwell.

Su padre, Manuel Anto­nio Car­reño, notó muy tem­pra­no su oído prodi­gioso y se con­vir­tió en su primer mae­stro. Antes de los 7 años ya com­ponía piezas para piano: valses, polkas, danzas.

Emi­graron a Esta­dos Unidos, donde casi sin quer­er, la niña se con­vir­tió en una estrel­la. Su debut en Nue­va York dejó per­ple­jos a críti­cos y músi­cos. El New York Times la cal­i­ficó como una artista de primer nivel.

Uno de sus primeros men­tores en la ciu­dad fue el renom­bra­do pianista Louis More­au Gottschalk, quien vio en ella un tal­en­to inusu­al. La pequeña Car­reño no solo dom­ina­ba las téc­ni­cas más exi­gentes, sino que añadía una expre­sivi­dad que hip­no­ti­z­a­ba al público.

Fue en ese con­tex­to que llegó la históri­ca invitación: tocar en la Casa Blan­ca para Abra­ham Lin­coln. En una época en que los recitales en la res­i­den­cia pres­i­den­cial eran raros y casi siem­pre reser­va­dos para adul­tos con­sagra­dos, el que una niña lati­na de 9 años reci­biera tal hon­or no solo habla de su tal­en­to, sino de la esper­an­za que gen­er­a­ba en un país des­gar­ra­do por la guerra.

Tere­sa Car­reño, 1863. Crédi­to Bib­liote­ca del Con­gre­so de EE. UU

Europa a sus pies: Rossi­ni, Liszt y el salto al mundo 

En 1866 la famil­ia se trasladó a Europa y Tere­sa debutó en París. Allí cono­ció a gigantes de la músi­ca como Gioachi­no Rossi­ni, quien admiró su tal­en­to vocal, y Franz Liszt, quien llegó a ofre­cer­le clases que ella, increíble­mente, declinó. En lugar de ello, estudió con Georges Math­ias, dis­cípu­lo direc­to de Chopin.

Esa for­ma­ción mar­caría su esti­lo pro­fun­do, apa­sion­a­do y exi­gente. Durante sus años europeos cono­ció a Anton Rubin­stein, ínti­mo de Tchaikovsky, y más ade­lante entabló amis­tad con Edvard Grieg, de quien sería una de las más céle­bres intér­pretes. La lla­maron “la valquiria del piano” y “la leona del tecla­do” por la fuerza con que eje­cuta­ba las obras. No era solo téc­ni­ca, era tem­pera­men­to. Toca­ba con una inten­si­dad que sor­prendía inclu­so a sus cole­gas hom­bres. Pero su vida no fue solo música.

A lo largo de su vida tuvo cua­tro mat­ri­mo­nios, var­ios hijos y tam­bién episo­dios oscuros, como cuan­do dos de ellos fueron acu­sa­dos de espi­ona­je durante la Primera Guer­ra Mundial.

Su hija Tere­si­ta Car­reño inclu­so fue con­de­na­da a muerte en Argelia en 1914, aunque salvó su vida gra­cias a la inter­ven­ción del cón­sul estadounidense.

De sopra­no ines­per­a­da a musa del Carnegie Hall 

Pese a los avatares per­son­ales, Tere­sa nun­ca dejó de crear y de sor­pren­der. Su voz mez­zoso­pra­no fue des­cu­bier­ta por Rossi­ni, y en 1872, sin haber can­ta­do antes en públi­co, asum­ió en Edim­bur­go el rol pro­tagóni­co en la ópera Los Hugonotes, con solo cua­tro días de preparación. Fue un éxi­to rotundo.

Ya de vuelta en Esta­dos Unidos, com­binó su car­rera de can­tante y pianista, apare­cien­do en pape­les como Zer­li­na en Don Gio­van­ni. Más tarde se con­cen­tró exclu­si­va­mente en el piano, ofre­cien­do dece­nas de concier­tos en el Carnegie Hall —32 entre 1897 y 1916—, inter­pre­tan­do tan­to a los clási­cos europeos como a com­pos­i­tores lati­noamer­i­canos. Su esti­lo evolu­cionó con los años, volvién­dose más maduro, intro­spec­ti­vo y emotivo.

Fue pre­cisa­mente en el Carnegie Hall donde alcanzó una de sus cum­bres artís­ti­cas. Allí era recibi­da como una reina, respeta­da no solo por el públi­co, sino por sus cole­gas músicos.

Hen­ry Woods, fun­dador de los BBC Proms, la describió como una “diosa del piano”, afir­man­do que su arte trascendía géneros y edades.

La últi­ma ovación y el regre­so sim­bóli­co a casa 

Tere­sa Car­reño. Foto Math­ew B. Bradyc. 1860–1870

En el invier­no de 1916, medio siglo después de su primer recital para Abra­ham Lin­coln, Tere­sa Car­reño volvió a la Casa Blan­ca. Esta vez, como leyen­da viva, fue invi­ta­da a dar un recital navideño para el pres­i­dente Woodrow Wilson. 

El país había cam­bi­a­do, ella tam­bién. Pero su arte seguía intac­to, refi­na­do, sereno. Fue su últi­ma gran pre­sentación antes de caer enfer­ma en Cuba, cuan­do se prepara­ba para una gira por Améri­ca del Sur.

Murió en junio de 1917 en su aparta­men­to en Man­hat­tan, acom­paña­da por su cuar­to esposo, Arturo Tagli­api­etra. Había vivi­do para la músi­ca, inclu­so cuan­do la vida inten­tó que­brar­la con pér­di­das, desamores y exilios.

En total, ofre­ció más de 5.000 concier­tos y com­pu­so más de 70 obras, muchas de ellas aún poco difun­di­das. Sus restos fueron cre­ma­dos, pero en 1938 sus cenizas regre­saron a Venezuela.

Reposan en el Pan­teón Nacional des­de el 9 de diciem­bre de 1977, jun­to a los grandes héroes de la patria. Y aunque solo vis­itó su país natal en dos oca­siones, el teatro más mod­er­no de Cara­cas lle­va su nom­bre: Tere­sa Carreño.

Pocas veces una niña prodi­gio logró tran­si­tar sin perder el alma por el tor­belli­no del genio y la fama. En cada tecla que tocó, Tere­sa Car­reño dejó algo de sí, y quizás en la Casa Blan­ca aún resuene aquel ruiseñor que con­movió a Lin­coln en medio del hor­ror de la guerra.

Tere­sa Car­reño, pianista venezulana

CorreodeLara

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