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El mártir de la sotana ensangrentada

 

Alexander Cambero  
periodista, poeta y escritor

Un sacerdote venezolano comprometido con la vida. Fue asesinado por las balas infectadas del hitlerismo, que deseaba liquidar la libertad


Las tran­quilas aguas del Morere parecían bostezar de tan­to hastío, se desliz­a­ban tími­da­mente entre las heri­das de la tier­ra rese­ca. Sus humedades traspira­ban por aquel largu­ru­cho esquele­to de kilómet­ros sedi­en­tos. Caro­ra era una comar­ca de calles polvorien­tas con casas de paja y adobe. Casi todas con cruces de pal­ma en sus puer­tas, los miedos ulte­ri­ores los trata­ban de ahuyen­tar con el sím­bo­lo mile­nario de la cris­tian­dad, casi un ald­abona­zo del des­ti­no, como un reloj mar­can­do las horas de un lán­gui­do crepúsculo. 

Cuan­do la brisa agita­ba furiosa­mente los árboles, retorn­a­ban los espíri­tus del temor de siem­pre. Las matronas toma­ban solem­ne­mente los rosar­ios, para implo­rar pro­tec­ción ante la con­je­tur­al man­i­festación del dia­blo de Caro­ra, se lo imag­in­a­ban pro­movien­do un albur de infor­tu­nios que pusier­an en jaque la tran­quil­i­dad del pobla­do. Como para sem­brar la trage­dia entre el tene­broso mis­te­rio de cujíes y tunas. La ciu­dad en los aden­tros del siglo XIX tiene la impronta de una creen­cia arraiga­da en las pági­nas de su his­to­ria. La cer­canía del siglo XX trae con­si­go pro­gre­sos que van trans­for­man­do el antiguo ideario del pasa­do, es el tiem­po en donde la ciu­dad lev­íti­ca recibe la ale­gría del nacimien­to de un nue­vo par­ro­quiano. El almanaque Rojas indi­ca­ba que era el vein­tiuno de octubre de 1895. 

Doña Rosario Montes de Oca Per­era había tenido dolores de par­to durante la madru­ga­da. Su esposo Andrés Montes de Oca se prepara­ba para la lle­ga­ba de un vásta­go para su famil­ia. El nervioso prog­en­i­tor aguard­a­ba en las afueras del aposen­to acondi­ciona­do para la ocasión. En la añe­ja Caro­ra cor­rió la noti­cia del nacimien­to de Sal­vador, una nue­va ale­gría en la casa grande de una famil­ia de indis­cutibles prin­ci­p­ios cris­tianos. Sus primeros años fueron mar­can­do su incli­nación reli­giosa. Siem­pre and­a­ba en las activi­dades doc­tri­nales de la igle­sia. Le gusta­ba vin­cu­larse con los más nece­si­ta­dos, com­partía sus cosas con niños humildes que se acer­ca­ban has­ta su casa en la búsque­da de ayuda. 

Cristo gana un discípulo

No exis­tió poder humano que lo apartase de la fe. En Caro­ra fue acól­i­to en los comien­zos de su min­is­te­rio ter­reno. Su coter­rá­neo Car­los Zubil­la­ga, enseña­ba un evan­ge­lio com­pro­meti­do con los pobres, era la influ­en­cia de la encícli­ca Rerun Novarum que ancla­ba con gran reciedum­bre entre las tradi­cionales for­mas de la pred­i­cación. Aque­l­lo mostra­ba un sacud­imien­to para el com­pro­miso ecle­sial. El papa León XIII ante­pu­so entre las ideas rev­olu­cionar­ias, que habla­ban de la dic­tadu­ra del pro­le­tari­a­do, que bus­ca­ba liq­uidar al lib­er­al­is­mo; como respon­s­able de inhu­manos resul­ta­dos en toda Europa, de una doc­t­ri­na que defendía los dere­chos obreros, acu­san­do deci­di­da­mente a sus per­pe­tradores, pero a su vez, con­de­nan­do las ideas de aque­l­los que creyén­dose pre­des­ti­na­dos, pre­tendían instau­rar un rég­i­men de ter­ror; sin ningún aso­mo de libertad. 

Fue toda una rareza que la con­ser­vado­ra Caro­ra, des­per­tase del letar­go refle­ján­dose en una doc­t­ri­na tan dis­tin­ta a su con­duc­ta de sig­los. El lid­er­az­go de Zubil­la­ga prendió en muchos que sigu­ieron sus huel­las pas­torales. Su trág­i­ca muerte acae­ci­da en Dua­ca el 29 de diciem­bre de 1911 caló hon­do en la feli­gresía de ambos pueb­los. Con dieciséis años recién cumpli­dos, Sal­vador Monte de Oca, supo lo que era la per­di­da de uno de los suyos. Todos comenta­ban el trági­co fin de alguien que sal­ió de la ciu­dad, lleván­dose una lucha por los desam­para­dos. Creyen­do que un tigre lo perseguía cayó del cam­pa­nario de la igle­sia San Juan Bautista de Dua­ca. Los par­ro­quianos salieron presurosos al ver­lo tira­do en las escaleras del templo. 

La des­pe­di­da de los cre­spens­es fue extra­or­di­nar­ia. Las pal­abras del sac­er­dote Vir­gilio Díaz, ante un tem­p­lo ates­ta­do de una Dua­ca con­movi­da, se extendieron has­ta su natal Caro­ra. Allá la con­mo­ción fue may­or, algunos cues­tion­a­ban tan­to hom­e­na­je después de prác­ti­ca­mente echar­lo de su lar. Aquel lega­do de ser un cris­tiano com­pro­meti­do con los pobres:  la asum­ió Sal­vador Monte de Oca, cumplién­dola con cre­ces. Su orde­nación dia­conal se real­izó el 24 de sep­tiem­bre de 1921 de manos del Obis­po de la entonces Dióce­sis de Bar­quisime­to, Exce­len­tísi­mo Mon­señor Ague­do Felipe Alvara­do. Años después fue nom­bra­do Obis­po de Valencia. 

 Contra de la dictadura

 Mon­señor Sal­vador Monte de Oca se con­vir­tió en una autori­dad ecle­siás­ti­ca incó­mo­da para el rég­i­men de Juan Vicente Gómez, el tradi­cional con­ser­vaduris­mo de la sociedad carabobeña, inmedi­ata­mente chocó con los prin­ci­p­ios de un cris­tiano que defendía con clar­i­dad el irrepren­si­ble deseo de ser libres. Sus aren­gas en el púl­pi­to, así como su esti­lo vig­oroso para escribir en difer­entes medios; le granjearon la antipatía de quienes eran adláteres de un gob­ier­no que cas­tra­ba la disiden­cia. En muchas oca­siones sec­tores impor­tantes de la región acud­ieron ante el Ben­eméri­to para infor­mar­le de las activi­dades del prela­do, lo acus­a­ban de ser un ver­dadero peli­gro para la región. Mon­señor Monte de Oca, le hacía caso omiso a quienes la cues­tion­a­ba para pon­erse del lado cor­rec­to del evangelio. 

Entre sus activi­dades esta­ban las de vis­i­tar sem­anal­mente a los estu­di­antes pre­sos en el Castil­lo de San Felipe de Puer­to Cabel­lo. Hizo amis­tad con el eximio poeta cumanés Andrés Eloy Blan­co, reclu­i­do allí tras los inci­dentes del 7 de abril de 1928. Cuan­do por motivos de salud sal­ió de la cár­cel en 1932, quien lo llevó en su automóvil fue el valiente sac­er­dote. Fueron cua­tro años de vis­i­tas per­iódi­cas, dis­cutien­do al país y sus des­gra­cias. Su amis­tad fue inque­brantable entre aque­l­los hom­bres persegui­dos por sus ideas. Un sin­fín de anéc­do­tas se le atribuyen. 

Retó al gob­ier­no local tras la muerte de un Joaquín Mar­iño, her­mano de un empre­sario del cine lla­ma­do San­ti­a­go Mar­iño quien aparente­mente era descen­di­ente del prócer del mis­mo nom­bre. Mar­iño había muer­to en los sótanos de la Casa Páez, tras ser arresta­do por La Sagra­da (policía de Gómez) por repar­tir pro­pa­gan­da comu­nista. Ofi­cial­mente, se había sui­ci­da­do col­gán­dose de las tren­zas de sus zap­atos, pero cuan­do se entregó el cadáver a la famil­ia, la gob­er­nación ordenó que nadie abriese la urna, y a tal fin la puso en guardia per­ma­nente. En un momen­to de des­cui­do de los guardias, una de las her­manas de Mar­iño abrió la urna y notó que le salía san­gre del pecho y al abrir la camisa, vio huel­las de las tor­turas que había sufri­do. Mon­señor Montes de Oca, ordenó los prepar­a­tivos para enter­rar­lo y al saber­lo el Gob­ier­no, le comu­ni­caron que por tratarse de un sui­ci­da la Igle­sia no podía rendirle entier­ro cris­tiano. Montes de Oca los ignoró, y al día sigu­iente ofi­ció el funer­al de Mar­iño, que rep­re­senta­ban un desafío abier­to al rég­i­men ya que implic­a­ba que el mis­mo había sido asesinado. 

Durante la pro­ce­sión has­ta el cemente­rio, los hom­bres que la seguían cada cier­to tiem­po se detenían, y hacían el gesto de amar­rarse las tren­zas de los zap­atos en protes­ta por la muerte de aquel luchador social. pre­sen­tó cier­ta mañana, en el Pala­cio Arzo­bis­pal de Valen­cia, una joven seño­ra, en un esta­do de suma tur­bación. Le con­fió que momen­tos antes, acom­paña­da de su esposo, había ido a vis­i­tar a un alto políti­co de aque­l­la ciu­dad y que habién­dola deja­do sola su mari­do por haber tenido que aten­der algo urgente, el políti­co, primero con insin­ua­ciones y luego ya por la fuerza, había pre­tendi­do hac­er­la obje­to de su lujuria, lo que no había logra­do, pues ella había lucha­do has­ta ganar el portón y la calle. Pasan­do oca­sion­al­mente por la puer­ta del Pala­cio Epis­co­pal, se le había ocur­ri­do entrar para referir al obis­po lo que le acaba­ba de suced­er. Mon­señor Montes de Oca le indicó que se fuera a su casa, esper­ara allí a su esposo y lo impusiera del hecho. 

Un poco más tarde, la mis­ma seño­ra, en un esta­do de may­or tur­bación aún, retornó al Pala­cio y le dijo al obis­po: Mon­señor: aho­ra he com­pren­di­do las cosas: mi mari­do me había ven­di­do a ese señor; llegó a casa furioso con­mi­go porque le he hecho perder la posi­ción que ya tenía con­segui­da. Yo me que­do aquí: no me jun­to más con ese hom­bre. Mon­señor tuvo que brindar­le asi­lo pro­vi­sion­al a aque­l­la joven y atribu­la­da dama, mien­tras lle­ga el papá de ella, al que llamó con urgen­cia. Pues bien: ese políti­co, de cuya cal­i­dad moral podemos for­marnos idea por lo que dijeron Pío Gil, que lo señala como un traidor, y Fer­nan­do González, que lo pre­sen­ta como un cor­rompi­do, dis­fruta­ba de influ­en­cia en el rég­i­men que entonces mand­a­ba en Venezuela. 

Y al enter­arse de que había per­di­do la cac­ería por la inter­ven­ción del obis­po, maquinó ven­gan­za y se aprovechó para ello de la pub­li­cación en esos días de la Instruc­ción sobre el mat­ri­mo­nio. Esto creó un resen­timien­to ofi­cial con­tra Montes de Oca, que fue ven­ga­do en por un caso que tenía relación con una dama que había acep­ta­do casarse con el gob­er­nador de Valen­cia. Como el gob­er­nador era divor­ci­a­do, el padre de la novia rogó al obis­po para que inter­cediera ante la muchacha para que rec­haz­ara al pre­ten­di­ente, pero la muchacha lo ignoró y pro­cedió al matrimonio. 

Debido a esto, Montes de Oca escribió una car­ta en su per­iódi­co epis­co­pal en la cual con­den­a­ba el mat­ri­mo­nio con divor­ci­a­dos, aprovechan­do para apun­tar al gen­er­al Gómez y a los var­ios de los inte­grantes de su gabi­nete que man­tenían queri­das. Y para lle­var­lo a una audi­en­cia más amplia, decidió lle­var su escrito al Diario La Religión en Cara­cas. De regre­so, Montes de Oca fue detenido en la car­retera de Los Teques y embar­ca­do inmedi­ata­mente en un vapor que salía hacia Trinidad.

Los nazis lo asesinan

Mon­señor Sal­vador Monte de Oca renun­cia a la Dióce­sis de Valen­cia y se reti­ra a Italia a la orden de los Car­tu­jos. Dejó atrás su obis­pa­do eméri­to, para comen­zar como un sim­ple fraile lejos de su patria. El 17 de junio de 1944, el mariscal de cam­po nazi Albert Kesselirng, coman­dante supre­mo de las tropas de Italia, autor­izó el uso repre­si­vo para com­bat­ir a los par­ti­sanos que lucha­ban por librar a su país des­de Toscana. El gen­er­al Max Simón lo encar­garon de exter­mi­nar a los ene­mi­gos. Sus inves­ti­ga­ciones arro­jaron que var­ios adver­sar­ios del nazis­mo esta­ban ocul­tos en la car­tu­ja de La Farneta. 

Los ale­manes lle­garon con ali­men­tos para los reli­giosos, un día después los saca­ban a todos, fueron traslada­dos a Noc­chi en donde los retu­vieron por var­ios días. En los alrede­dores de Mas­sa, fueron fusila­dos doce frailes, incluyen­do al prela­do Mar­ti­no Binz, el procu­rador Gabriele María Cos­ta, su asis­tente Bruno D´Amico, quienes los enter­raron en una fosa común jun­to al indoble­gable Sal­vador Monte de Oca. Por ges­tiones del gob­ier­no vene­zolano, en par­tic­u­lar por el gran interés de su ami­go Andrés Eloy Blan­co, lograron dar con la fosa común y rescatar el cadáver del levi­ta venezolano. 

Su cuer­po esta­ba intac­to con dos per­fora­ciones que atrav­es­aron una bib­lia que se colocó en su corazón. En su mano dere­cho esta­ba un reli­cario que lo acom­pañó des­de su mocedad caroreña, como para no olvi­darse de sus raíces arraigadas con el dolor. Una sotana ensan­grenta­da con el flu­jo de la dig­nidad. El cora­je imper­turbable en aque­l­los despo­jos sacu­d­i­dos por la mal­dad que siem­pre enfren­tó. Su vida la asum­ió como un com­bate en con­tra de poderes quienes prevali­dos del abu­so se creyeron con la autori­dad de arrasar­lo todo. Su sac­ri­fi­cio se hizo semi­l­la. En 1947 su cuer­po regresó a Valen­cia para ser sepul­ta­do en una tier­ra en donde ejer­ció su pas­toreo con la grandeza de un cris­tiano al que nun­ca pudieron callar. Este már­tir merece que su gestión sea recono­ci­da por un Vat­i­cano que debe ten­er conocimien­to de sus innegables méri­tos. Ojalá que deje de ser un gran ausente en su Venezuela, el olvi­da­do que defendió su lega­do con la vida.

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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