Con infinito amor para Olga Padua
CUANDO LUIS DANIEL PEROZO se disponía abrir aquel increíble hallazgo, las manos le temblaban y comenzaba a transpirar copiosamente. Minutos después, permaneció inmóvil, expectante, mirando el manuscrito sin siquiera pestañear. Por un momento se imaginó a su padre redactando aquella histórica nota.
Habían transcurrido, 101 años, siete meses y 37 mil 132 días, desde aquel sagrado momento. Un siglo después, la epístola, que nunca llegó a su destinataria, estaba por ser revelada.
La carta, dentro de un sobre impecable, con sello de lacre donde resaltaban las iniciales ´LP´, milagrosamente bien preservada, fue localizada dentro de un pequeño cofre de madera y bordes de plata, el martes 25 de diciembre de 2018, en una casa de campo en ruinas afincada en las entrañas de la montaña de Terepaima.
El amarillento sobre, que se mantuvo intacto por la nula exposición a la luz y el oxígeno ausente, estaba dirigido a Olga Padua, pero lo que revelaría la nota en sí, sería realmente conmovedor.
Mi amada Olga, hoy he de confesarte, con infinita alegría, que escribí tu nombre en mi memoria por siempre y para siempre.
Fue aquella mañana de rocíos cuando descubrí que caminé durante un siglo entero para encontrar tu mirada. Sólo me detuve para descansar y dormir algunas horas, las cuales aproveché para conversar con Dios, quien a su vez diariamente me indicó el camino, luego proseguí nuevamente en mi solitario y eterno recorrido en medio de aquel vasto y desmesurado reino de recuerdos.
En la incierta travesía, surcada de tenebrosas veredas, interrumpí el trajinar para buscarte en las aguas salobres de mis propias lágrimas. Sollocé aturdido por la evocación devastadora de tu agria partida, la cual me desgarró aún más las entrañas.
Pese a los tumbos agónicos, en mi mente y corazón ardoroso permanecía vivo un determinante propósito: encontrarme contigo, pero a cada paso, dejé desperdigado un prolongado reguero de suspiros, aquellas noches de estrellas y días de lluvias grandes que jamás cesaron.
En el transcurrir de esa fría centuria, reviví por instantes fugaces mis días infantes a tu lado, anhelando retroceder las agujas del reloj de péndulo, pero las tinieblas agotaron las últimas nostalgias que se escurrieron por las grietas de mi memoria. No pude verte.
Me marché en medio de una desilusión sin medida, cuando se acabó el mundo, cautivo de una trampa del destino en la que no tenía valor para comprender y sortear. Eran las señales premonitorias de ese desventurado día.
Comprendí entonces que estaba señalado desde siempre por el estigma de la soledad, entonces recorrí miles de kilómetros, desde Alaska hasta la Patagonia sin hallar tu rastro, inclusive me adentré para buscarte una y otra vez, en los confines ignotos de desiertos inclementes, selvas espesas y mares profundos.
Me hundí sin asidero en las arenas movedizas de tus recuerdos. Me sumergí en un letargo de muerte del que había sido en otros tiempos un paraíso terrenal. Era un torbellino del cual inútilmente intenté burlar, pero que con cada paso sucumbí con premura, no sin antes intentar ocultar la estela de mis amargas lágrimas.
Ahogado en mis anhelos, luego de la primera centuria, un martes de abril, entre la bruma y una lluvia tenue, caí tumbado bocabajo, ensimismado en desconsuelo atroz.
Y padecí por un momento la desdicha de ser mortal, donde mi invencible corazón comenzaba a resignarse en el sopor lento del aliento que tocaba la campana de mi hora mortal. La vida se me escapó en un último sorbo, apenas si me sobraba un póstumo instante para mirar las hullas desvencijadas propensas a borrarse.
Mi rostro atribulado y mis ojos anegados de lágrimas fáciles testificaron el infalible ocaso. Divisé el horizonte con la mirada trémula donde retornaba el astro rey, fulgurante y abrasador. Con excesivo esfuerzo levanté la cabeza nuevamente y vi aparecer en medio de la luz intensa la imagen sublime de un sueño reflejado en el espejo de otro sueño. Creí verte.
Inmerso en letargo me vi, y con el corazón resquebrajado de dolor dejé escapar centellas de desesperanza, pero no hice un solo gesto que denunciara mi desolación. Traté de aferrarme a la vida. Tendí la mano en el vacío inmenso, y milagrosamente el único asidero que encontré fue la mano maravillosa del arcano de los tiempos.
En cada anochecer insisto en nuestro reencuentro, y al despuntar la aurora, vuelvo a proseguir mi itinerario eterno. Tengo la delirante sensación que han pasado entre cien y doscientos cuarenta años desde que comencé a soñarte.
Nadie más habla de ti. No existe huella alguna de tu sendero, pero hay quienes cuentan que te han visto caminando entre las altivas espigas de cañamelar de los predios del Valle del río Turbio, incansable, con aquel ánimo indestructible. Te he buscado mi Olga.
Dejaste un trazo de recuerdos en medio del verdor de Tarabana y El Molino. Hoy apunto estas líneas en papiros como vestigio infinito, para que mis hijos puedan hallarte y conocerte. Y al tiempo que esto acontezca, seguiré viéndote en la profundidad inescrutable de mis sueños de cada amanecer.
Mi gratitud abuela Olga.
Tuyo siempre y para siempre
LP
PD
Cuando mi cuerpo deje este mundo, que los papiros permanezcan bajo la custodia de Luis Daniel, Gabriel Alejandro, Andrés Santigo y Mathías Marcelo, y una vez revelados, éstos sean devueltos al orgulloso Terepaima, en donde pasaste tus días primaverales. Allí hay parte de ti. Me reconforta saber que algún día los leerás, pues allí estarán para cuando decidas retornar.