CrónicasTodas Las Entradas

Un terremoto anunciado

 

Elías Pino Iturrieta
Historiador


Todo sabemos del famoso terremoto de 1812, uno de los más devastadores de nuestra historia por las muertes y las ruinas materiales que produjo en Caracas y en numerosas ciudades y poblaciones, pero también por su utilización como arma política. Fue considerado por los realistas y por los ingenuos como una reprimenda celestial. Si habíamos comenzado los negocios de la Independencia un jueves santo de 1810 y la tierra se revolvía el jueves santo dos años más tarde, no podía ser casualidad. No era una coincidencia, sino un castigo de la divinidad contra el pecado de los venezolanos sublevados contra la monarquía católica.

La expli­cación no debe pare­cer­nos insóli­ta. La decisión políti­ca de entonces, debido a su mag­ni­tud, podía prestarse para cualquier tipo de manip­u­la­ciones. Anun­ciar la rup­tura con­tra una ven­er­a­da tradi­ción de gob­ier­no sobre cuyas ven­ta­jas se habla­ba en los ser­mones, en los insti­tu­tos de enseñan­za y en las casas de famil­ia, podía provo­car respues­tas que hoy pueden pare­cer estrafalar­ias. Las reac­ciones con­tra la orto­dox­ia se con­sid­er­a­ban pecaminosas, y con el desaca­to de Fer­nan­do VII se había ata­ca­do uno de sus pilares. Si en la pos­teri­dad se han rela­ciona­do muchas catástro­fes nat­u­rales con un cas­ti­go de Dios, que sucediera en los comien­zos del siglo XIX ante un hecho políti­co de enver­gadu­ra es asun­to que no se sale del cauce de las cos­tum­bres. A lo cual se agre­ga la inten­si­dad sub­je­ti­va a la cual acude el cole­ga Roge­lio Altez cuan­do revisa las con­duc­tas frente al sis­mo (El desas­tre de 1812 en Venezuela, Cara­cas, Fun­dación Empre­sas Polar, 2006), capaces de bus­car for­mas estram­bóti­cas para la recon­struc­ción del fenó­meno. Cada quien le mete fuego a su papel de víctima.

Igle­sia San­tísi­ma Trinidad en Caracas

Pero las expli­ca­ciones que vin­cu­lan la catástrofe con una dis­posi­ción del dis­gus­ta­do Creador no tiene que obe­de­cer nece­sari­a­mente a un interés políti­co. Es lo que se desprende de dos casos suce­di­dos en Méri­da, que tomamos del referi­do tex­to de Altez. Aho­ra los pro­tag­o­nistas son un sac­er­dote cono­ci­do por su ingenuidad y un joven pen­i­tente que pide el con­sue­lo del con­fe­sion­ario, quienes pronos­ti­can el desas­tre porque lo presin­tieron a través de unas curiosas expe­ri­en­cia que en primera instan­cia no se rela­cio­nan con la posi­bil­i­dad de que la Inde­pen­den­cia con­du­jera a un ter­ri­ble seís­mo dis­puesto por la div­ina prov­i­den­cia. Serían casos de inten­si­dad sub­je­ti­va, para seguir la opinión del autor, aunque el resorte de los dos per­son­ajes se ade­lan­tara a los hechos y, por lo tan­to, no puede entrar en la casil­la de lo que exper­i­men­tan la per­sonas cuan­do se der­rum­ban los tem­p­los y las casas en un lugar, por ejemplo.

Veamos la primera vicisi­tud. La pro­tag­o­nizó el padre Mon­toya, cura de Guaraque y Pre­gonero, quien comu­nicó a su ami­go el padre Márquez, pár­ro­co de Lagu­nil­las, la curiosa expe­ri­en­cia que lo oblig­a­ba a escribir­le una urgente misi­va. ¿Qué le sucedió al padre Montoya?

Encon­trán­dose un día del mes de noviem­bre de 1811 rezan­do el ofi­cio divi­no en una huer­ta de plá­tanos que tenía un solar de su casa, había oído clara e indis­tin­ta­mente estas pal­abras: Padre Mon­toya, anun­cie a Méri­da que se hunde; sor­pren­di­do por aque­l­las voces efec­tuó un escrupu­loso exa­m­en por den­tro y fuera de la huer­ta, y con­ven­ci­do de que por las inmedia­ciones no había per­sona que hubiese podi­do pro­ferir­las, fue a su mesa y las escribió en el mar­gen del bre­viario que esta­ba leyen­do; que caso había olvi­da­do aque­l­la ocur­ren­cia cuan­do el día ante­ri­or –mes de febrero de 1812- hal­lán­dose en el pro­pio lugar ocu­pa­do en el mis­mo ofi­cio, había oído idén­ti­cas voces, por lo cual creía de su deber recomen­dar­le que lo anun­cia­ra a Mérida.

El padre Márquez no le creyó, porque “era uno de aque­l­los hom­bres a quien Jesu­cristo, en su incom­pa­ra­ble Ser­món de la Mon­taña, ofrece el reino de los cie­los como bien­aven­tu­ra­dos por la pobreza de espíritu”. Peor todavía: se burló de la expe­ri­en­cia ante unos com­pañeros en el sem­i­nario. Pero quedó con­ster­na­do cuan­do se dio cuen­ta en breve de que su remi­tente había escucha­do pal­abras cier­tas: Méri­da su hundió. Como esta­ba tur­ba­do, con­sultó el asun­to con un sac­er­dote recono­ci­do por sus vir­tudes, Sal­vador Vicente León, después pár­ro­co famoso de Boconó, quien le recomendó no burlarse de los cris­tianos que pasa­ban por ton­tos y le relató el sigu­iente episodio:

Yo mis­mo di al des­pre­cio otro caso de un joven de este sitio. Era este un mucha­cho de una inocen­cia vir­ginal, mi hijo de con­fe­sión, el cual se me pre­sen­tó a rec­on­cil­iarse el miér­coles san­to por la mañana. Como hubiese comul­ga­do el Domin­go de Ramos, creía que su obje­to era ganar el jubileo del jueves san­to y lo cité para la noche, pero el me dijo: No señor, quiero rec­on­cil­iarme aho­ra mis­mo; ven­go, no a con­fe­sarme –añadió– sino a comu­ni­car­le una cosa muy grande que me ha suce­di­do anoche y que me tiene muy con­tur­ba­do mi espíritu. Poco después de haberme dormi­do oía algo, como un gran rui­do, y veía que se ausenta­ban despa­voridos los habi­tantes de la ciu­dad con un estrépi­to hor­ri­ble. Veía tam­bién un ángel que movía sin cesar una espa­da de fuego que tenía en la mano; pero cuan­do el rui­do era muy grande venía una seño­ra y le hacía bajar el brazo.

El joven se dur­mió asus­ta­do, pero después volvió a ten­er el mis­mo sueño. Por eso esta­ba en el con­fe­sion­ario. El con­fe­sor no encon­tró mejor sal­i­da que man­dar­lo a reti­rarse en paz, pero tam­bién fue pre­sa de una impre­sión desco­mu­nal cuan­do un ter­re­mo­to se ocupó de destru­ir la ciu­dad. Fue una impre­sión que lo acom­pañó durante toda su vida, pues no se can­só de repe­tir­la después ante sus feli­gre­ses de Boconó. Como el padre León hacía gala de acriso­ladas vir­tudes y como, además, fue prócer de la Inde­pen­den­cia, nadie dudó de su relato.

Pero ust­edes, respeta­dos lec­tores, son libres de pen­sar lo que quier­an sobre las dos expe­ri­en­cias. Se han recogi­do aho­ra porque no pare­cen el pro­duc­to de las reac­ciones de nat­u­raleza políti­ca que pro­du­jo el ter­re­mo­to de 1812, a menos que los sac­er­dotes que las con­taron las cosier­an capri­chosa­mente a pos­te­ri­ori. Mas no parece, porque no for­maron parte de los ele­men­tos que entonces mane­jó la Igle­sia para lle­var el ter­re­mo­to al moli­no de la causa real­ista y porque uno de sus difu­sores mil­itó en el ban­do repub­li­cano. Tal vez sean solo tes­ti­mo­nios de las casu­al­i­dades que a veces suce­den y se comen­tan en los cor­ril­los para perder­se después, mues­tras de pueb­le­ri­na credul­i­dad o frag­men­tos de una his­to­ria menu­da que no debe per­manecer en los rin­cones de la memo­ria para que el tra­ba­jo de los his­to­ri­adores no sea exce­si­va­mente aburrido.

Pin­tu­ra de la por­ta­da: Ter­re­mo­to en Cara­cas 1929 Tito Salas

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *