Las Negras más sabrosas de Venezuela
Fabián Capecchi van Schermbeek
Escritor y publicista
Fabian.capecchi@gmail.com
Nadie pone en duda que la reina indiscutible de la comida venezolana es su majestad la arepa, la cual cuenta con una riquísima variedad y una mesa redonda conformada por las deliciosas cachapas, los tequeños, las hallacas, las empanadas y el pabellón criollo entre muchos otros.
Sin embargo, en estos tiempos de inclusión tristemente hemos “negreado” literalmente a nuestras leales caraotas, pilar de nuestra alimentación.
Si hay algo que caracteriza cada casa u hogar venezolano son sus frijoles o caraotas, como se les llama popularmente en Venezuela. Es uno de los alimentos de mayor consumo y de más alto nivel alimenticio, compitiendo grano a grano con el arroz y el maíz.
Este delicioso alimento ha venido cocinándose a fuego lento desde mucho antes que existiera nuestra propia historia americana. Los frijoles son una variedad de plantas leguminosas que conforman la tercera familia de plantas más grande del mundo, las fabáceas, con más de 20 mil tipos distintos.
Las que nos ocupan pertenecen al género phaseolus, originarias de Mesoamérica y son ricas en proteínas y fibra, encontrándose extendidas desde las praderas del sur de los Estados Unidos hasta la Patagonia.
Conquistadores conquistados
Los primeros europeos que desembarcaron en esta tierra de gracia, como se sabe, llegaron muertos de hambre y enfermos debido a la larga travesía salada, hartos de aquella miserable y desabrida dieta marinera consistente en galletas, unas durísimas tortas de harina que tumbaban los dientes, carne seca salada y una escueta ración de vino que comúnmente se avinagraba y solo se la daban una o dos veces a la semana.
No es muy difícil imaginar las caras de aquellos barbudos morrocoyes metálicos, cuando fueron conquistados sin combatir, no por las armas, sino por el apetitoso aroma que salía de unas cazuelas en las que hervían atractivamente un misterioso caldo.
Aquel guiso que, aunque no tenía buen aspecto es justo decir que les supo a gloria. Se trataba de unos pequeños granos negros, rojos o blancos, morados o pintados que burbujeaban en un caldo espeso, mientras iban cociéndose a fuego lento y que yantaban solo, o con las fulanas tortas de maíz a las que llamaban erepas, —si con E.
A ciencia cierta, no sabemos qué ingredientes les añadían los indígenas a esos frijoles, muy probablemente ajíes, —ese titán de nuestra gastronomía americana, trozos de carne de algún animal o algún hueso para profundizar su sabor, así como un puñado de sal e hierbas aromáticas que convertían aquellos granos en un manjar que no envidiaba a ninguna de aquellos suculentos guisos servidos en la madre España.
Los conquistadores europeos no pudieron sino rendirse ante su sabor, que era suculento, aunque extraño como todo en esta tierra.
Con aquellas fulanas erepas, acompañadas con los frijoles negros los barbudos aventureros del viejo mundo pudieron saciar aquella inmensa hambre, tan vasta y profunda como el océano mismo.
Y qué nombre le pondremos
Los frijoles formaban parte de la riquísima cultura mesoamericana y fueron domesticados en dos regiones, en México y Centroamérica, y en los Andes, desde donde se extendieron al resto del continente del Caribe hace aproximadamente siete mil años.
Pronto se volvieron uno de los pilares de la alimentación prehispánica. Por lo general eran sembrados al pie de las plantas de maíz, y al enredarse en ellas se producía aquel histórico abrazo que une a los dos titanes de la alimentación de nuestro continente.
Lo que nadie se ponía de acuerdo era en cómo debían llamarlos. Los aztecas les decían etl, para los mayas eran buul o quinsoncho’, ayocotl para los náhuatl, purutu por los incas, histe por los chibchas, burén los taínos y en la orinoquia los cumanagotos les llamaban caraúta.
Pero había que darle un nombre cristiano a aquellos ricos granos. Originalmente los llamaron favas o facones por su parecido a las habas europeas.
Pronto los castellanos comenzaron a llamarlos “frijoles”, palabra cuyo origen viene del vocablo náhuatl etl, que fue imponiéndose, y terminaron por llamarlos fesoles o frisoles, asunto que es difícil determinar pues es muy mala educación hablar con la boca llena.
El término frijol caló hondo y pronto se les conoció como frijoles, aunque en otras regiones del nuevo continente se les llamó judías, porotos, alubias, habichuelas, caraotas y feijão los portugueses.
Caraota, una palabra auténticamente venezolana
La palabra “carauta” o caraota fue mencionada en Europa por primera vez por el aventurero y marinero florentino Galeotto Cei, quien viajó a las Indias buscando fortuna y la posibilidad de llegar al Perú desde Venezuela, pero terminó asentándose en El Tocuyo, donde vivió durante 14 años. En su libro (Viaggio e Relazione delle Indie. (1539 — 1553) dice lo siguiente:
“Caraotas, son una semilla que siembran los indios en las montañas frías o calientes. Las hay de varias clases: como habas pequeñas, algunas redondeadas y otras más grandes un poco aplanadas. Son de diversos colores: algunas todas negras o moradas, otras verdes, o mixtas de todos colores y también grises, blancas y rojas. Es comida pesada de digerir, y amarga, hinchan mucho y son ventosísimas. He visto personas comerlas con tanta avidez, por hambre, que luego casi revientan”.
Rápidamente los castellanos descubrieron que aquella comida tenía sus bemoles. Los granos eran difíciles de digerir, debido a la presencia de ciertos carbohidratos complejos llamados oligosacáridos.
Estos carbohidratos no se digieren completamente en el intestino delgado porque los humanos carecemos de las enzimas necesarias para descomponerlos, produciendo los consabidos gases que conocemos, hidrógeno, dióxido de carbono y metano.
Este proceso de fermentación bacteriana es la que origina la acumulación de gases y puede llevar a la hinchazón y flatulencia que tantos chistes y vergüenzas ha generado a los largo de nuestra historia.
Nada que no pueda resolverse con viejos trucos de la cocina criolla, como remojarlos la noche anterior, cocinándolos bien o añadiéndole un chorrito de aceite, mantequilla o margarina antes de comerlos. Pero eso nadie se los dijo 500 años atrás.
En todas las mesas del país
Estos nobles granos, no discriminan a nadie, se les encuentra en las mesas de todos los niveles sociales, como bien lo menciona José García de la Concha, en su libro l Reminiscencias: vida y costumbres de la vieja Caracas, publicado en 1962, en la que dice:
…“las caraotas negras eran el plato de ley en toda mesa; principalmente, alimento de la pobrecía, las caldúas, las fritas y hasta las re-fritas, siempre fueron inseparables del arroz blanco”.
Miro Popic, en un extraordinario artículo publicado en el portal prodavinci.com llamado El amargo dulzor de las caraotas negras, reafirma su creencia en el carácter popular a todo nivel de las carotas negras y reseña que Graciela Schael Martínez en su clásico libro La cocina de Casilda, reafirma que “se trata de un plato de acendrada raigambre criolla y de extraordinario poder alimenticio que goza de la mayor popularidad. “El rico ‑dice- no desdeña su presencia; la clase media se enorgullece de él y es frecuente verle en la mesa del campesino y del obrero como plato principal, sabiamente condimentado y acompañado de las típicas arepas o hallaquitas de maíz”.
Negras como el petróleo
Tal como los gases producidos por la ingesta de frijoles, todo comenzó con un temblor. Y de pronto vino el reventón del aquel pozo llamado Barroso 2, en un caserío llamado La Rosa, cerca de Cabimas en diciembre de 1922.
Aquella lluvia negra que no paraba de salir a presión de las entrañas de la tierra cambiaría completamente y para siempre a Venezuela. No solo en su modelo económico, sino el social, cultural y sobre todo el alimenticio.
¿Y qué tiene que ver la aparición del petróleo con nuestro tema de las caraotas?
Muchísimo, pues los venezolanos, aunque comemos distintas variedades, tenemos una predilección especial por las caraotas negras (phaseolus vulgaris), la más difundida y consumida en el país.
La masificación del consumo y producción industrial de caraotas negras fue una consecuencia del desarrollo de la industria petrolera. En aquella Venezuela paupérrima, malnutrida y llena de enfermedades donde la expectativa de vida era apenas de 34 años en promedio (Diario El Impulso). La gente comienza a abandonar los campos, emigrando hacia las ciudades en busca de mejoras en su calidad de vida.
Había que hacer algo para alimentar a esa población que se desplazaba, de modo que el gobierno comenzó un programa de selección y mejoramiento de semillas como la caraota negra y el frijol.
En ese proceso fueron dejadas de lado numerosas variedades de granos que ancestralmente también eran consumidas, a fin de poder darle prioridad a las semillas que mejor se adaptaban a un nuevo modelo de producción agrícola y al moderno sistema de producción industrial introducido por los estadounidenses.[1]
De la mano de esa transformación que trajo el petróleo, hizo su aparición la radio en el país. La gente se reunía afuera de las casas de quienes podían pagarse un aparato de radio, y así escuchar música. En 1941, se hizo popular una canción que decía así:
“La caraota compañero,
es mi plato nacional,
ella me da la pimienta
para poderles cantar […]
Las caraotas vida mía
son mi gran preocupación
si me faltan sólo un día
armo una revolución”.
Cada cual con cada quien
No es menester de esta reseña discutir si se comen dulces o saladas, pues cada quien las disfruta como más le guste, bien sea como parte de ese magnífico compendio cultural de gran colorido y sabor como es el pabellón criollo; con arepas, o en dominó, es decir, con queso blanco duro por encima. Incluso en un caldo que se solía servir antes del seco con ají dulce, pimentón ajo, comino y sal, al que se le añade un sofrito de cebollas y un “tropezón”, es decir, un trozo de cerdo, tocino o un hueso.[2]
Y lo mejor es cuando sobran de un día para otro, pues se sofríen en un poquito de mantequilla, margarina o aceite para convertirlas en una especie de pasta cremosa llamada caraotas refritas.
En el estado Lara, cuna de mi gran amigo el periodista Luis Alberto Perozo Padua suelen servirlas como acompañante de la riquísima tostada caroreña, con suero de leche y en el Oriente del país se les añade papelón.
Alimento de reinas
La consagración de este popular plato llegó como un vendaval desde París en 1955, cuando aquella hermosa dama venezolana nacida en San Tomé, llamada Susana Duijm, ganó para Venezuela por primera vez la corona del concurso Miss Mundo Internacional, y declaró a los medios, sin tapujos y con toda la sinceridad que le caracterizaba: “estoy harta del frío y de la comida francesa, lo que quiero es comerme unos espaguetis con caraotas negras revueltos”.
Comentario que causó consternación en aquel valet de alta sociedad que como moscas revoloteaba alrededor de la reina de belleza, y que rápidamente la prensa convirtió en escándalo por un lado y en risas y reafirmación de lo declarado en Venezuela, sobre aquella forma popular de paladear a las negras más sabrosas de Venezuela.
[1] OCHOA, Eisamar y MIRANDA, Alfredo. Somos de caraota. Saberes ancestrales y construcción de nuevos modelos de producción agrícola. Revista Memorias de Venezuela. Junio- Julio de 2014.
[2] CARTAY, Rafael.( 2016) Diccionario de cocina venezolana. Alemania: Big Sur.