Atentado contra Cipriano Castro en dos actos
Fabián Capecchi
Escritor y Publicista
El asesinato con fines políticos siguió como una sombra a Cipriano Castro desde su llegada al poder hasta el exilio. El hombre de Capacho, en dos ocasiones salió ileso de sendos atentados contra su vida. Las razones y verdaderos autores se desvanecieron en la nada
En la última década del siglo XIX, presidentes, reyes, cancilleres y ministros en Europa fueron víctimas de atentados terroristas. Los anarquistas, fieles creyentes de la necesidad de producir cambios políticos a través de hechos violentos y no con palabras, marcaron esos años con fuego. Venezuela no sería la excepción.
Cipriano Castro, a la cabeza de aquel grupo de hombres bajó de los Andes y avanzó hacia la capital prácticamente sin oposición. El presidente Ignacio Andrade, viendo que nadie estaba dispuesto a defenderlo, sin perder tiempo bajó a La Guaira y se embarcó hacia Puerto Rico, poniendo agua de por medio.
ACTO I:
27 de febrero de 1900. Caracas. Venezuela
— ¡Aquí es, aquí es…! — gritaban los muchachos alborozados al paso de las comparsas y los carruajes adornados con flores y guirnaldas que desfilaban aquel martes de carnaval esperando recibir los caramelos que les lanzaban.
A su paso la caravana recibía aplausos, gritos alegres, papelillos, flores, disfraces y uno que otro beso de hermosas muchachas asomadas en ventanas y balcones, quienes aprovechaban algún descuido de la mirada severa de madres, tías y abuelas. En fin, un ambiente completamente relajado de celebración y fiesta. Nadie parecía recordar ya el miedo que flotó en el aire apenas cuatro meses atrás cuando Venezuela volvió a cambiar de dueño.
Cipriano Castro comenzaba a sentirse a gusto en ese ambiente dulzón de Caracas, no parecían tan astutos estos caraqueños como pensaba cuando estaba en el Táchira. Los aduladores y politiqueros de oficio hacían fila para colgarse de las pelotas del nuevo caudillo y ponerse a la orden.
Así iba saludando el hombre de Capacho, orondamente sentado junto a su esposa, doña Zoila ‚en un vistoso carruaje adornado con dos cisnes rojos sobre el techo hechos con rosas.
Mezclado entre la gente con sus disfraces y el griterío, parado en la esquina de Socarrás un asesino esperaba impaciente, contando los minutos. Una mano en el bolsillo del paltó apretaba con fuerza un revólver y en la otra un puñal. Desde la esquina vio cómo se aproximaba lentamente el carruaje con los cisnes rojos.
Delante y a los lados del coche, un puñado de policías y su edecán, un flaco y larguirucho muchacho de 16 años llamado Eleazar López Contreras iban escoltando al caudillo.
El gentío en la calle dificultaba el avance de los coches. Hasta que tuvo el carruaje a tiro, el hombre sacó el revólver y apuntó directo a Castro, pero el agente de policía Andrés Cabrices, vio al asesino y como un rayo le subió el brazo logrando que el disparo saliera hacia al aire. De inmediato se lanzó sobre el hombre forcejeando, quien asustado intentaba correr, estrellándose contra una muralla de gente que viendo lo sucedido lo impidió. Suerte tuvo de no haber sido linchado a golpes allí mismo gracias al propio Cipriano Castro, quien intervino para salvarle la vida al asesino, siendo éste llevado a la cárcel.
De inmediato comenzaron las averiguaciones. El nombre del asesino era Anselmo López, oriundo del Pao de Zárate, estado Aragua, era analfabeto y trabajaba como obrero en una panadería cortando leña para los hornos. En su poder fue encontrado aparte del revólver alemán, un puñal y un documento que le dio una pista a la policía sobre el verdadero autor del intento de magnicidio.
Se trataba de un vale por cuatrocientos treinta y siete pesos, mucho dinero para ese entonces, firmado dos días antes por su jefe Francisco Marrero, un ciudadano de origen canario dueño de una panadería ubicada en la esquina de Manduca.
El Diario La restauración Liberal de Caracas publicó al día siguiente en una nota titulada: “El atentado de ayer”, las declaraciones rendidas ante el Juez de Primera Instancia en lo Criminal y los papeles que se encontraron en poder del Sr. Anselmo López se pudo constatar que el atentado no fue planeado por él. Aunque al momento de ser interrogado éste declaró ante el tribunal: – Lo que me ha pasado es porque Dios lo ha querido, solamente Dios y yo lo sabíamos. Atribuyo lo hecho a un momento de arrebato.-
La policía arrestó al Sr. Marrero, quien no tuvo cómo explicar el propósito del dinero entregado a Anselmo López y ambos fueron enviados a La Rotunda, la siniestra prisión de Caracas. Allí desaparece el rastro de los acusados, no se han hallado registros ni informes sobre la suerte de ambos.
Un año después otro asesino tiene mas éxito al disparar a quemarropa contra el presidente de los Estados Unidos William McKinley, falleciendo ocho días después.
ACTO II:
25 de julio de 1924. Santurce. Puerto Rico
Dieciséis largos años han pasado desde que el otrora Restaurador, “ siempre vencedor, jamás vencido” rimbombante título que le concedieron los aduladores de siempre, fuese derrocado por su compadre Juan Vicente Gómez al viajar a Europa por razones de salud.
Castro ahora es una sombra de lo que fue, habiendo sido siempre un hombre de baja estatura, parecía haberse encogido aún mas. Su rostro lleva marcado el sufrimiento de aquella traición que de la noche a la mañana lo dejó fuera del poder. Pero aún, muy adentro de sus ojos negros, tintos como la noche se notaba que nunca había sido derrotado, al menos en su empeño por regresar a Venezuela.
Soñaba con entrar de nuevo triunfante y aclamado por sus compatriotas. No había perdido su determinación por volver, y su compadre Juan Vicente Gómez lo sabía
Por eso los espías de Gómez lo seguían a todas partes, no lo perdían ni un segundo de vista ayudados por agentes del gobierno norteamericano que le marcaban el paso incansablemente. Y es que, en 1917, cuando Gómez, germanófilo desde joven, se negó a ceder a las presiones internacionales y declararle la guerra a Alemania, los Estados Unidos irritados hicieron un breve amago de regresar al poder a Castro. Pero apenas fue un suspiro, Gómez astuto como un zorro olió el peligro y declaró a Venezuela neutral.
El hombre de Capacho había gastado su fortuna en conspiraciones y planes de invasión que recurrentemente fueron desbaratados por la red de espionaje manejada desde Maracay, que alertaba a las potencias mundiales, al mas mínimo movimiento de aquel insolente que osó desafiarlos.
Así entra en escena un nuevo intento de asesinar a Cipriano Castro, por aquello de “muerto el perro se acabó la rabia”. Pero ya no se trató de un acto anarquista, quizás privaron aquí razones más personales que permanecen ocultas, o escondidas en el lugar mas difícil de hallarlas, a simple vista.
De sombrero y bastón
Al salir de su casa, la Nº12 de la calle Colomer, en Santurce, su residencia en Puerto Rico, un hogar bastante modesto, vestido con un saco que luce algo grande debido a su delgadez, Castro, siempre elegante lleva sombrero y bastón. A su lado, bamboleándose como un navío en la mar, va doña Zoila, esposa del general, ambos se disponen a dar un paseo intentando escapar del indomable calor puertorriqueño.
Del otro de la calle, un individuo espera y observa con cuidado cuando la pareja sale de su casa. Sin mediar palabras, cruza la calle en forma diagonal a toda prisa sacando un revólver de su saco y se le acerca gritando algo. Acciona el gatillo, pero falla el disparo, vuelve a disparar hiriendo ligeramente a Castro en una mano quien en vez de huir, corre hacia el asesino blandiendo un afilado estoque que sacó de dentro de su bastón.
El atacante al verse atacado intentó huir. La furia en el rostro del general y el filo de aquella espada que blandía en el aire lo obligaron a correr. Doña Zoila gritaba atrayendo a varios curiosos y entre ellos apareció un policía que capturó al asesino.
Durante la audiencia fue presentado el acusado: Miguel Guerrero Iturbe, ciudadano venezolano, quien se declaró inocente. Alegó haber sido atacado primero por Castro, declarando: “Usted sabe su historia en Venezuela, abusando de las mujeres y haciendo mil barbaridades. Yo noté que hizo un gesto, un movimiento que a mí me disgustó y me le fui encima enseguida golpeándolo con el puño. No le agredí con un revólver.
La herida de Castro fue superficial, apenas un rasguño, y durante las pesquisas no pudo recuperarse ni el revólver, ni los casquillos de las balas. De modo que no había arma. Castro con su mano vendada lo acusó ante el juez, pero era su palabra contra la de Guerrero Iturbe.
El juez fijó una fianza de $500 a Guerrero Iturbe, que fue pagada por dos personajes, Carlos Durecut y Fernando Rodríguez de los cuales nada se ha podido hallar, ni quiénes eran, o porqué demostraron tanta generosidad al pagar el dinero y liberar al agresor.
FUENTE:
Sullivan M. William. The harassed exile of Cipriano Castro, 1908–1924 The Americas Vol. 33, No. 2 (Oct., 1976), pp. 282–297
Picón Salas, Mariano. Los días de Cipriano Castro. Caracas, 1958. P.249
Velásquez, Ramón J. Memorias de Venezuela: Cipriano Castro — Juan Vicente Gómez, 1899–1935. Ediciones Centauro, 1991, Vol. IV. pág.113
Montes de Oca, Rodolfo. Contracorriente: Historia del movimiento Anarquista en Venezuela. Editorial La Malatesta. 2016Periódico The New York Times, 27 de julio de 1924
Excelente crónica señor Capecchi. Había escuchado el comentario del primer intento de magnicidio en carnaval del propio Ramón J. Velázquez quien desde la dirección de El Nacional escribió bastantes páginas sobre el gomecismo. Y también en conversaciones (frecuentes en la redacción) entre periodistas solía hacer gala del conocimiento de una época que se sabía de memoria y recomendaba estudiar y conocer. Siempre abundamos en las cosas del Benemérito y de “el cabito” de su “gesta nacionalista” pero vale la pena conocer anécdotas como ésta para conocer a Cipriano Castro como parte de esa era que algunos llaman el gomecismo. Gracias por ilustrarnos y al Correo de Lara por seguir creciendo en sus objetivos de enseñarnos el pasado de nuestro país, siempre azotado por caudillos y ladrones, como ahora. Saludos