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Cuando “suicidaron” a Joaquín Mariño

Luis Heraclio Medina Canelón
M.C. de la Academia de Historia del estado Carabobo

Cuando a las dictaduras les conviene eliminar a un ciudadano, bien sea para que no hable, o para que no continúe con las actividades que perjudican a la tiranía, no les conviene un asesinato evidente, sino que optan por simular un accidente, una enfermedad o un suicidio.


San­tos Maute Gómez, pres­i­dente del esta­do Carabobo para 1931

A prin­ci­p­ios de los 30s el esta­do Carabobo esta­ba gob­er­na­do por el peor de los sátra­pas que han man­cil­la­do el capi­to­lio: San­tos Matute Gómez, pri­mo her­mano del dic­ta­dor Juan Vicente Gómez. En esos tiem­pos no existía la CANTV, sino que el ser­vi­cio tele­fóni­co era presta­do por una empre­sa pri­va­da extran­jera, la cual aunque ofrecía un ser­vi­cio muy malo cobra­ba altas sumas por el ser­vi­cio, lo que tenía moles­ta a la ciu­dadanía, pero espe­cial­mente al comercio.

A todas estas, dos her­manos, los Mar­iño, propi­etar­ios del “Cine Mundi­al” y de un pequeño per­iódi­co del mis­mo nom­bre ini­cia­ron por medio de su impre­so una cam­paña de protes­ta en con­tra de la empre­sa de tele­co­mu­ni­ca­ciones. En aque­l­los tiem­pos de abso­lu­ta repre­sión a la lib­er­tad de expre­sión era impens­able protes­tar en con­tra del gob­ier­no, porque irre­me­di­a­ble­mente se ter­mina­ba pre­so, pero aque­l­los empre­sar­ios vieron una válvu­la de escape a las frus­tra­ciones gen­erales en la protes­ta escri­ta con­tra la Telefónica.

Pero luego de var­ios días de edi­to­ri­ales en con­tra del mal fun­cionamien­to de los telé­fonos, San­tos Matute Gómez, ordenó a uno de sus esbir­ros, el coro­nel Este­ban Fontiveros actu­ar con­tra el per­iódi­co o lo que es lo mis­mo, con­tra sus propietarios.

Entonces, grupo de esbir­ros, lla­ma­dos en esos tiem­pos chácharos, entraron vio­len­ta­mente en la casa de Joaquín Mar­iño, el menor de los her­manos, quien cen­a­ba con su famil­ia y se lo lle­varon a golpes al cuar­tel de policía, que en esos tiem­pos qued­a­ba en la Casa Páez.

Joaquín Mar­iño, aparte de hon­or­able empre­sario de cine e imprenta, era tatarani­eto del prócer de la inde­pen­den­cia San­ti­a­go Mar­iño, quien se había casa­do en esta ciu­dad con la lina­ju­da dama valen­ciana María Tere­sa Malpi­ca. Era direc­ti­vo de la Cámara de Com­er­cio y cono­ci­do como fer­viente católi­co que había tenido par­tic­i­pación acti­va en las fes­tivi­dades de años antes con moti­vo de la coro­nación de la Vir­gen del Socorro.

Al día sigu­iente el gob­ier­no anun­ció que Joaquín había muer­to luego de ahor­carse en su cel­da con los cor­dones de sus zap­atos.  El cadáver fue saca­do veloz­mente en la camione­ta de la policía y lle­va­do al Hos­pi­tal, de donde fue entre­ga­do a la famil­ia en una urna sel­l­a­da, con instruc­ciones de no abrir­la. Por otra parte, se le infor­mó al obis­po Montes de Oca, ami­go de la famil­ia, que por tratarse de un sui­cidio no se le podían hac­er ofi­cios fúne­bres reli­giosos. Para rematar el gob­ier­no alegó que Mar­iño había sido detenido por imprim­ir pro­pa­gan­da comunista.

Toda Valen­cia entró en estu­por. Acusar de comu­nista al con­ser­vador empre­sario, cono­ci­do por todos era un absur­do y más absur­do señalar­lo de suicida.

La policía impu­so var­ios esbir­ros a los costa­dos del féretro en la casa del difun­to, para ase­gu­rar que nadie abri­era la urna. Pero al filo de la madru­ga­da, doña Ela­dia Pelayo, jun­to con otros ami­gos, en un des­cui­do de los “chácharos” que fueron a bus­car café, abrió el féretro y con hor­ror pudo obser­var el cuer­po que pre­senta­ba las más hor­ri­bles tor­turas en toda su humanidad, que fueron las que le causaron la muerte, lo que al poco tiem­po fue cono­ci­do por toda la ciudad.

Mon­señor Montes de Oca, desafian­do a los asesinos, no sólo ofi­ció el funer­al, sino que ofi­ció los ritos más pom­posos que se pueden hac­er a un católi­co, en desagravio a la memo­ria de Mariño.

El corte­jo fúne­bre fue el más con­cur­ri­do que se había hecho en Valen­cia has­ta el momen­to, sólo super­a­do años después, por el entier­ro del pro­pio obis­po Montes de Oca.

Tiem­po después, las autori­dades gomecis­tas le cobrarían al obis­po su desafío. 

Luis Medina Canelón

Abogado, escritor e historiador Miembro Correspondiente de la Academia de Historia del Estado Carabobo

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