Héctor Padua, una vida de virtudes
Era la mañana del lunes 30 de julio de 1951, cuando la jovencita Olga Padua le acontecieron las primeras contracciones, “comadre, creo que ya es hora”, le comunicó con dificultad a Rosa Colmenárez, su inseparable amiga. Ese día nacería Héctor, el cuarto hijo de Olga, y el segundo varón.
Vivían en una modesta casita de la calle 50 haciendo esquina con la carrera 14, pero en un par de años Don Daniel Yepes Gil, su padre, adquirirá una acomodada propiedad en la calle 51 entre las carreras 16 y 17 de Barquisimeto.
En poco tiempo, ya Héctor tenía una chorrera de hermanos, criándose todos en aquel caserón de jardines internos y un solar en donde derrocharon todo el tiempo del mundo. Acudieron él y todos sus hermanos a la Escuela José Gil Fortoul, nombre asignado en honor a su tío-abuelo, quien sería el 29 presidente de Venezuela, presidente del Congreso Nacional, presidente del Consejo de Gobierno, diplomático, periodista y el hombre de letras más importante del momento. Los hermanitos Padua, y el propio Héctor estaban maravillados de pertenecer a esa prosapia de hombres convocados por la historia.
Héctor Padua, en sus años mozos
El destino los mantuvo unidos, y así fue siempre hasta que en la adultez ‑como suele ser- cada uno tomó su propio camino.
En cuanto a Olga, la matrona, educó a los hermanos Padua con acendrados valores y les enseñó la importancia de permanecer unidos a pesar de las adversidades que pronto comenzarían a transitar.
Héctor fue un niño brillante, educado y observador. Veía a su padre llegar a casa religiosamente a las 5 de la tarde e irse un poco antes de las 8 de la noche, y siempre, siempre pero siempre, le intrigaba los libros y periódicos que Don Daniel leía a la luz de unas cuantas lámparas de la sala contigua al jardín central. Ese escenario lo contagió de un mundo diferente a la ciudad bulliciosa colmada de sus cotidianidades.
Héctor, por ser precisamente un niño observador, era travieso y esas mismas travesuras las abrigó hasta bien entrada la adultez, pues entre los imborrables recuerdos de sus sobrinos sobresalen cuando nos colgaba de un arnés y nos lanzaba a través de una línea suspendida de extremo a extremo a altísima velocidad. Eran los juegos cargados de adrenalina de los que disfrutamos con nuestro personaje.
De niño era considerablemente ordenado, por ende, celaba sus cosas hasta el punto de colocar trampas para que sus hermanos no tomaran “lo que no les pertenecía”. Su disciplinada rutina le llevó un día a construir fortificaciones bajo tierra para resguardar la gigantesca colección de soldados de plomo que le había legado su padre y que eran originarios de Alemania. Era su tesoro invaluable.
Aquella vida disciplinada de lectura y tertulias con intelectuales, lo llevó a marcharse a la Marina de Guerra (hoy Armada de Venezuela) en donde pasó tres años navegando e inmerso en el mundo castrense, conocimientos y escenario que templarán su espíritu.
Un día me contó, subyugado por esto de los recuerdos, entristecido y a la vez con esa mirada del deber cumplido, que la mejor etapa de su vida fue su niñez, acompañado por la cofradía de sus hermanos: Ediluz, Oscar, Haidee, Virginia Gisela, Fernando, y luego se unirían al clan: María Leonor, Jesús Alberto y Sonia, pero también Merlis Daza, a quien solo le faltó el vínculo de sangre, pero sin duda alguna es una Padua más.
Se enrolará más tarde al recién fundado Cuerpo de Vigilantes de Tránsito de Barquisimeto, y con una radio patrulla Caprice Classic del 78 llegaba cada día a casa de Olga, le estampaba un beso en la frente y se sentaba a almorzar. Era un hábito inquebrantable y la forma de demostrarle a su madre su amor incondicional, que pronto se tornó huraño y amargo.
De allí pasó a Cadafe complementando su universo de conocimientos, a los que él llamó básicos, porque realmente la intelectualidad la consiguió en los libros y en cada aventura que emprendía, dado fue siempre de aquellos errantes que buscan nutrirse del mundo.
Animado por cupido, cierto día se armó de coraje y se sentó a un lado de una agraciada jovencita “quisiera caminar a tu lado, siempre”, le susurró al oído. Desde allí, y por siempre Héctor se enamoró de Argelia Pichardo, matrimonio del cual nacieron Harold, Haydi y Haylin, y pese a que las cosas del destino no siempre resultan como uno las planea, nadie pude negar jamás, que aquel fue un amor eterno.
A Héctor también lo caracterizó su buen humor y su fama de parrandero, celebraba jubiloso cada cumpleaños con su forma inigualable de hacer sonar su cuatro. Su voz melodiosa era todo un espectáculo interminablemente aplaudido, y presumía de su habilidad argumentando que era un legado de su tío Don Lisandro Yepes Gil, aquel personaje dicharachero que otorgó alegrías inmensurables a los carnavales de Barquisimeto y que su voz angelical retumbaría cada domingo en el templo de San José entre los cánticos y Avemarías.

Incontables parrandas, fiestas y momentos memorables definieron la vida plena de Héctor Padua. Pronto, muy pronto se convirtió en un personaje conocido, popular y querido. A donde llegaba a instalarse, porque era un errante perpetuo, la gente lo adoraba con frenesí y el Tío ya no era solamente de los hijos de sus hermanos, sino del común.
Amanecía cantando y nadie procuraba echarlo de las fiestas. No había reunión, conglomerado, grupo o sitio, en donde al poco ya todos eran presas cautivas de su jovial personalidad, su espíritu bochinchero y su conmovedora voz. Su notas y canciones llegaban al alma y resonaban en el tiempo haciendo de su presencia adictiva.
Conversar con el tío Héctor era pasearse por una enciclopedia “sabía y conocía todos los temas”, añaden siempre quienes tuvieron la inmensa satisfacción de conocerlo y tratarlo, “uno podía pasar todo el día boca abierta escuchando al tío”, agregan. Su voz áspera, decente con un castellano rico que cautivaba en cada tertulia con destellos poéticos al estilo Cervantes. Pienso que a tío le faltó disciplina para llegar a la cúspide, a ese lugar que hoy alberga a Gabriel García Márquez y nuestro Rafael Cadenas, porque a juzgar por cada carta, cada extracto literario, cada artículo suyo, ya es acreedor de uno de los más cotizados premios.

Su magnífica caligrafía, de esas clásicas que llevan los títulos académicos era un verdadero arte. Pero lo magnífico era su musa, la cual estaba “inspirada por mi madre”, decía con los ojos anegados de lágrimas fáciles. Sus dibujos, sus maquetas arquitectónicas, sus creaciones artísticas en óleo, y sus tallas de madera, eran realmente un espectáculo envidiable.
Las serenatas inolvidables, las misas de aguinaldo luego de toda una noche cantando frente a la casa 563 de Urbanización Chucho Briceño, las noches profundas acostados con mis hermanos en la grama mirando las estrellas en una espléndida cátedra de astronomía, los desayunos acompañados con cuatro y cantadas dominicales, las excursiones y campamentos al altivo Terepaima, donde creció junto a sus hermanos de la mano de su padre que los llevaba a cazar pájaros para su inmensa colección de la Hacienda El Molino en las estribaciones del Terepaima y el Valle del Turbio; las tardes de comprensión de la historia de Venezuela, las noches de cinema en casa y las largas conversaciones es lo que más voy a añorar, y quiero guardar cada uno de estos y tantos otros instantes que pasamos juntos y que sería latoso transcribir en esta abominable evocación, porque ciertamente es vivir el pasado al modo del presente, pero al costo de una tristeza sin fin y que a la vez es alegría porque más que un honor, fue un privilegio tu presencia.
Espacios, recuerdos, alegrías y tristezas, creo que todas ellas se configuraron aquella mañana cuando te vi Tío Héctor, sentado, allí, esperándome, impaciente, frente al portal de la Capilla Santa Bárbara, en donde nació Cabudare, aquel día de mi discurso de orden, en cuyos ojos destellabas lo orgulloso que estabas de mí. Allí, precisamente allí, comprendí que nuestra vida estaba enlazada desde el inicio de los tiempos y cuyo destino no podría ser borrado jamás.
Fue el mejor momento de mi vida, y quise ver tu expresión cuando recibiste mi libro, ese que tu cincelaste con tu presencia y dedicación. Y a juzgar por cada instante a tu lado, de cual fue el mejor y el que más atesoraré, puedo decir a los cuatro vientos: GRACIAS, mi gratitud la tendrás eternamente por tus momentos, y ni el tiempo, ni la distancia, ni la muerte nunca podrán apartarnos, porque refrendo: el Arcano de los Tiempos esculpió tu vida y la mía, en la eternidad.
Siempre tuyo,
LAPP
En Washington D.C, mayo 5 de 2023