De Barquisimeto a Cabudare
Félix Martínez Vásquez
Escritor
Venga, introdúzcase en el túnel del tiempo y acompáñeme en este fabuloso viaje. En nuestra memoria siempre hay un pasado que quiere volver al presente
Voy de Barquisimeto a Cabudare, lo haré caminando y así espero regresar. Iniciaré mi recorrido desde el zanjón de Barrera. Me ubico en el año de 1949; pero la magia de los recuerdos puede hacerme saltar a los decenios del futuro, hasta llegar al agitado y complicado siglo XXI. En la calle 17, bajo al fondo del zanjón y camino hasta la calle 14. Salgo de él y camino hasta la calle 12. Bajo al profundo Barranco cerca del Anti-Tuberculoso y andando con dificultad, llego hasta el sector llamado Las Dos Vías.
Subo hasta la calle, hacia el sur aparece el extenso Valle del Turbio, tomo rumbo hacia el Este, busco el sector Cruz Verde, para tomar el camino que me llevará al río Turbio y andar por el viejo camino de Tarabana, que me conducirá a Cabudare, entrando por su parte Oeste. Dicen que en la bajada hacia el río aparece un mítico personaje, a quien llaman Sombrero Blanco.
Espero encontrarlo por allí, dicen que posee el don de la ubicuidad, que lo han visto en la Cruz Verde y al mismo tiempo, otros dicen que estaba sentado bajo la frondosa ceiba de El Carabalí. No tengo suerte, llegué al camino de Tarabana y el hombre no apareció.
Me adentro en predios de la Hacienda Tarabana y su caserío, y me detengo a observar la antigua fábrica, que fue el primer central azucarero de la región, propiedad de los Yepes Gil; prosigo hasta el trapiche de San Marcos y hay molienda. En una vieja máquina trituran la caña de azúcar, para extraer su jugo. Lo que queda de la caña, se usa como combustible para encender grandes hornos, sobre los cuales se alzan enormes pailas de cobre, donde va a parar el jugo extraído de la caña. Un trabajador, descalzo y sin camisa, usando solamente un corto pantalón, mueve con una larga paleta de madera, el hirviente néctar de la caña, hasta obtener el temple necesario para hacer el papelón. Sobre una hoja de tártago, me obsequian una porción de esa dulce pasta, todavía a alta temperatura. Melcocha, la llamaba “el chivo Rodríguez” y es un verdadero manjar de dioses.
Prosigo mi ruta y entro a Cabudare, por el Oeste, estoy en el puente Libertador. Mi intención es llegar hasta el monumento de La Cruz, subiendo por la avenida Libertador y bajar luego por la calle Juan de Dios Ponte o calle Comercio, para emprender el regreso a Barquisimeto. Cerca del puente, a mi izquierda aparece la capilla del Nazareno; pero está cerrada. A mi derecha, una casa de adobes con paredes blancas, puertas y ventanas de color verde, es la pulpería de Don Benito Escalona.
Continuando mi caminata veo a una anciana barriendo el frente de una casa con una escoba de amargoso. A esa señora, la conozco. Es Carmen, la esposa de Don Abelardo Castellanos, pregunto por su estado de salud; pero no obtengo respuesta. Un transeúnte me dice que no oye, que está sorda. Al lado de la casa está descolorido y lleno de polvo el DODGE 28 que Don Abelardo conducía en sus viajes a Barquisimeto, subiendo la empinada cuesta de Santa Rosa. El auto es de color negro con tapicería roja y es el mismo que el poeta Adelis Colombo, menciona en su Cabudare de Ayer, “y aquel Dodge 28, en el que tanto paseé, que lindo era mi pueblo aquel de mi niñez…”. El auto, ya expiró su vida útil al igual que la de Don Abelardo, quien falleció hace tres días. Veo adelante la vieja casona de los Piñero. Con Don Miguel y Don Diego y la descendencia: Guido, Eddy y Hugo; pero no debo detenerme el camino está al frente y todavía no percibo el monumento de La Cruz. Continúo mi ruta, adelante aparecen las pulperías de Pablito y Chico Pérez, con sus viejos estantes casi vacíos, no hay casi nada que vender. La situación está mala y no hay circulante. No hay dulces criollos, ni las conservas de coco que hacen las hermanas Meleán, ni los “besitos “de leche de la niña Riquilda ni las cucas de María Bravo.
Adelante hay un anuncio que dice, Barbería Potosí, allí me detengo. Es la barbería más vieja de Cabudare y ahí está él. Es Jesús María Agüero, el popular “Loco Lindo” un verdadero maestro utilizando las tijeras “Barrilito” y el molesto Zig Zag. Al verme me pregunta por mi hermano Rafael Daniel, le digo que falleció recientemente, dos gruesas lágrimas brotan de sus ojos, casi cubiertos por la terrible catarata. Un fuerte abrazo, marca mi despedida, presiento que esta será la última vez que nos veamos.
Adelante aparece la vieja casona de las hermanas Meleán, debo entrar a saludarlas. Al llegar a la sala las veo sentadas en un pequeño banco. Hay una amena conversación entre la niña María y la niña Graciela, sonríen al verme y me preguntan por Armando. Hace tiempo que nada sé de él. Me conducen hasta una habitación y entramos en ella. La oscuridad de la amplia habitación es apenas interrumpida por la luz de un cabo de vela que alumbra la imagen de San Judas Tadeo. Allí se sentada en un sillón está la niña Isabel, con más de noventa años de edad, es la mayor de las hermanas. Su mirada parece estar perdida en el infinito, pues el tiempo le arrebató la luz de sus ojos. Tomo entre mis manos las suyas delgadas y frías, le digo quien soy y una leve sonrisa aparece en su rostro. Me pregunta por la salud de mi padre. Un fuerte olor a mentol inunda el recinto. Sobre la arrugada frente de la niña, cubierta con mentol está adherida una hoja de Salva Real, dice que esto le calma el dolor de cabeza.
De nuevo estoy en la calle. Al frente, la vieja botica, a mi izquierda la plaza y un camino de tierra que conduce a la calle de La Chancleta. Atravieso la plaza y me detengo frente a la entrada del templo San Juan. Percibo un fuerte olor a cambur maduro, es la señal que me indica que estoy cerca de la pulpería de Don Pedro Lamaida. Veo el Centro de Salud y una vieja y empolvada carretera que conduce a Barquisimeto, vía Cubas. Veo la casa de la familia Gudiño y recuerdo que por allí hay un sitio que llaman Barrancas. Miro al sur y aparecen el botiquín de Juan Bravo y la bodega de Don Viche, al fondo el viejo cementerio. Allí reposan los restos de mis hermanos: Blanca Aurora, Ligia y Luis Guillermo.
Por la acera izquierda, prosigo rumbo al este. Ahí está el mercado y la Casa de Gobierno, no sé si ahí está el poder municipal o la autoridad civil; pero así la llaman. Paso por el Cine Juares, solo funciones nocturnas, el local no tiene techo. A las puertas de cine, está el negro Vargas. Es el encargado del cine y el que maneja el viejo proyector de películas. Me invita para que asista a la función de hoy, se llama “Allá en el Rancho Grande”, dice que es muy buena y que en ella hay un contrapunteo entre Tito Guízar y Lorenzo Barcelata. Declino la invitación y prosigo, ya veo el monumento de La Cruz. Unos metros más adelante me consigo con el párroco, el padre Fernando Falcón, lo saludo y le pido la bendición. Noto movimiento en una vieja casona, están mudando la Escuela Ezequiel Bujanda a su nueva sede. Ando y por fin llegué a La Cruz. Respiro hondo y doy media vuelta, miró hacia el Oeste por allí, tomando la calle Juan de Dios Ponte o Comercio, debo regresar para tomar el camino de Tarabana y volver a Barquisimeto. Me siento cansado y de nuevo un mundo de recuerdos se apilan en mi memoria.
Me detengo en el monumento de La Cruz y miro hacia el Este, veo solo pasto y monte. El viejo camino que va a Los Rastrojos y la carretera negra que va a Sarare y a los llanos occidentales. Giro media vuelta, dirijo mi mirada hacia el Oeste y a mi izquierda aparece una de las últimas viviendas del sector, voy hacia ella. Toco la vieja puerta y aparece una mujer. Es la Señora María Camacho, esposa de Pablo Barrios. Saludo y pregunto por Pablo, me dice que no está, que anda alfabetizando. Enseñando a leer y a escribir a niños y adultos. Anda por un sector que llaman Las Cojobas. Este hombre es un apóstol, es una gran figura del Magisterio Cabudareño; pero nunca ha recibido un reconocimiento por su labor.
Más adelante, la tienda La Coromoto, de Don Miguel Sandoval. Allí está, midiendo y cortando un metro de liencillo para un cliente, es Carrasco, un viejo mandadero del pueblo. Paso por la casa de los Rojas. Aquí hay historia que narrar, por eso me detengo allí. Veo a Pompeyito, ensayando con su trompeta una marcha fúnebre para la procesión del Jueves Santo; pero allí también está su padre, uno de los hombres de mayor respeto en el pueblo. El hombre tiene múltiples facetas. Es un buen ciudadano, maestro de escuela, cronista, historiador y poeta de alta factura, es él, es Don Héctor Rojas Meza. Es padrino de bautismo de mi hermana Luz de la Coromoto, fallecida recientemente a la edad de 84 años. Hace muchos años, publicó parte de su obra literaria en un poemario llamado ARPEGIOS” Porque tú, madre del alma/ — [] sublimándote abnegada / de tus faenas olvidas / y haces tuyo el amor. No lo puedo evitar, de nuevo se me arrugó el corazón. También veo a Pablo, encendiendo una vela. Esa familia, custodia la sagrada imagen de La Humildad y Paciencia, la misma que los lunes Santo, recorre en procesión algunas calles del pueblo.
Camino y pasando a la acera derecha, voy rumbo al Oeste, llego a la pulpería de Don Pedro Miguel Guédez, otro gran cabudareño, quizás sea mi pariente; pero nunca lo sabré. Don Pedro, tiene encendido su viejo radio de tubos, marca Telefunken y se oye esta melodía: Cuando llega el amor / y enciende su llama en un corazón / se olvidan las penas / y se vuelve todo un sueño / soñando a cada instante / con tantas cosas bellas. Es la voz del cabudareño, Adelis Colombo, interpretando un tema de su cosecha, Cuando el amor llega. Don Pedro Manuel, también lleva sobre sus hombros una gran responsabilidad, es custodio de la imagen de Jesús en la Cruz y del Sepulcro. La imagen de Jesús Crucificado recorre las calles del centro del poblado en solemne procesión los Jueves Santo. Luego, Cristo es bajado de la Cruz y su cuerpo es colocado en un sepulcro. La ceremonia es impresionante. El Viernes Santo salen en procesión por las calles; La Santa Cruz, Jesús en el Sepulcro y las imágenes de La Dolorosa y San Juan.
Escribiré a futuro unas líneas para narrar la conmemoración de la Semana Santa en mi terruño. Retomo la acera izquierda, veo al señor Remigio Valles, con un paño quitándole el polvo a su camioneta de “tablitas”, con ella hace viajes de ida y vuelta a Barquisimeto. Pero algo extraño sucedió que me confunde. Hace días, una hija de Don Remigio, se comunicó conmigo y dijo que su padre nunca tuvo una camioneta “de tablitas”. Tal vez, exista confusión cuando empleo la expresión “de tablitas”. Era una camioneta, cuyas puertas venían cubiertas con listones de madera. La recuerdo, si existió y viajé en ella. En 1949, padecí de una terrible fiebre, decían que era una fiebre palúdica. Me trasladaron a Barquisimeto hasta el consultorio del Dr. Mendoza Manzanilla, en la carrera 20 y luego fui trasladado a la residencia de mis hermanas, las Vélez, cerca del Puente Bolívar. Estos traslados, así como mi regreso a Cabudare se hizo en esa camioneta y el conductor era Don Remigio Valles. Del otro lado de la acera está la sede de la escuela Ezequiel Bujanda, una pléyade de egregias figuras del magisterio, laboran allí. Los educadores: Héctor Rojas Meza, Francisco José (Coché) Rojas, Marbella de Madrid, Reina Calderón de Ferrer, Pablo Barrios, César Peralta y Emigdio José Ramos.
Después de la escuela, aparece el viejo caserón de la familia Camacho. Allí está la señora Atala, con su descendencia: Pedro, Josefa, Coromoto y Riquildita. También está ya entrada en años la niña Riquilda Casamayor. Es costurera de alta factura y además, custodia de la sagrada imagen de Jesús en el Huerto, venerada imagen que sale en procesión el Domingo de Ramos. Adelante está la casa de la familia Aldana, entro al recinto a saludar, hay visita y me tropiezo con Don Ricardo Bastidas y un delgado joven que se llama Darío, Dariíto; así lo llaman y es cultor y admirador de los dioses, Baco y Dionisio. Debo orientarme, no me puedo extraviar de mi ruta. Paso a la otra acera. Estoy en calle Juan de Dios Ponte o calle Comercio, como la denomina Waldino Ferrer, camino de Este a Oeste, estoy parado en la esquina sureste, a tan solo unos trescientos metros del puente Libertador, que algunos llaman Puente Patiño.
A mi izquierda aparece la casa de la familia Madrid. Allí está Don Abelardo, su esposa la señora Marbella y su prole: Armando, Antonieta (Toña) y Lilian. Viene en camino un niño varón, como decían los antiguos escribientes del Registro Civil, el nombre de Gilberto se menciona para la nueva criatura, no sé si así ocurrirá. Al lado, un viejo y enorme caserón. Su solar termina en un añejo portón que está en la otra calle , hacia el sur y cuyo nombre no recuerdo. Allí nací y varios de mis hermanos también. Allí estuvo, en su etapa final, la botica de mi padre. Un expendido de Medicinas, como lo indica un viejo certificado, expedido en Caracas, por la autoridad competente en el año de 1926. Mi padre, Félix Martínez Irazábal y su cuñado el Dr. Manuel Ferrer, fueron los primeros boticarios (Así los llamaban) de Cabudare. Ferrer, muere joven. El paludismo se lo llevó y no dejó descendencia. Mi padre en 1950 sufre un derrame cerebral y el expendido de medicinas desaparece. Mi hermano mayor, Rafael Daniel nació en esa casa. Algo tengo que decir de él.
En el canal YouTube, hay una serie de videos dedicados a Cabudare. En uno de ellos, Cabudare de Ayer III, aparece el maestro y cronista Casamayor hablando sobre la educación en Cabudare. Dice que, en tiempo pasados, no había centros de educación media en el pueblo. Pero que un joven de apellido Martínez, estudiaba Secundaria en Barquisimeto. Se iba todos los días a pie, cruzaba el Turbio, subía por la cuesta de Tarabana para llegar hasta el Colegio La Salle. Así obtuvo su anhelado certificado que lo acreditaba como bachiller de la República. Ese esfuerzo no fue en vano. Rafael Daniel se fue a la capital a la gran Caracas, en su carrera de estudiante, obtuvo más de diez títulos universitarios, todos con máximo honores. Esto es increíble. Pero más increíble es que frisando los 80 años de edad, en la ilustre Universidad Central de Venezuela (La casa que vence las sombras) recibió el título de doctor en Filosofía, mención Suma Cum Laude. En la larga historia de nuestra máxima Casa de Estudios, solo se han otorgados cuatro títulos de esta disciplina con esa distinción.
Este cabudareño es uno de ellos, ha sido el último en lograrlo. Rafael Daniel, ya no está con nosotros. Se marchó a la edad de 94 años, en la ciudad de Pampatar. Me siento mal, sufro de una fuerte cardiopatía isquémica y estos recuerdos me debilitan; pero todavía hay camino que recorrer para volver a Barquisimeto. Salgo a la calle y en diagonal está la residencia de la familia Parra. Allí está la pareja conformada por Ana Berta y su esposo Don José. Aparecen algunos de sus hijos: Luisa, Rodrigo, Agustina, Otilio, Andrés y otros que no conozco. En esa casa, ocurrieron dos hechos que alteraron la paz del pueblo, pero hoy no los contaré. También aparecen las residencias de Don Clemente Hernández y la de Felipe Ponte. Este último, el primer enfermero de Cabudare, quedo en deuda con él, debí dedicarle unas líneas, lo haré próximamente.
Sigo hacia el puente y tropiezo con Don Vidal Hernández, me reclama. Dice que lo tengo olvidado. Cerca de VARA Y VE, consigo a la vieja Amalia, una especie de Veragacha; pero cabudareña. Va con lento andar, lleva un pie descalzo y sobre la cabeza un rollete azul, sobre el cual se alza una caja llena de ramas secas, chamizas. Apoya un hombro sobre la pared para caminar, su visión es escasa. Va al centro, buscando un buen samaritano que la provea de alimentos y agua. Andando, llego a la pulpería de Don Pedro Carrillo, mi padrino de bautismo. Pido la bendición y me ofrece un refresco que cambio por un vaso de agua.
Al frente, casi ocupando la vieja calle que va hacia el sur, está una vieja cancha de jugar bolos. Se celebra una partida entre Cruz Mario Perláez y Nayibe Borjes. También está Zarján, a quien todos llaman, “el chivo Borjes”, le pregunto por su hermana, Arcy Enobis, responde que está mal de salud. Cerca de la cancha, hay un destartalado rancho de bahareque. Allí vive una vieja “Comadrona” del pueblo con su hija. Esta última se llama Victoria y la anciana Micaela Meléndez. Ella cortó mi cordón umbilical y lo enterró en el patio del rancho. Lo hizo para ahuyentar a un mal espíritu que rondaba el patio en las noches y no la dejaba dormir. Por fin, alcanzo el puente Libertador, tomo la ruta hacia Barquisimeto; pero en ese transitar algo está por suceder.
Avanzo por Tarabana, cruzo el Turbio y comienzo a subir la empinada cuesta que me llevará a Samurubano y a La Cruz Verde. En la cima de la cuesta, hay una gran roca que bordea el angosto camino y ahí está él. De eso no hay duda, es el mítico Sombrero Blanco, al fin tendré la oportunidad de conocerlo. Parado sobre la roca, su figura luce impresionante. Usa ropa negra con sombrero blanco y sobre su cuello lleva atada una pañueleta roja, cuyas puntas se mueven graciosamente por la fuerte brisa que viene del valle. Paso frente a él y me saluda. Me pregunta hacia dónde voy y me pide le acompañe a su casa para obsequiarme un vaso de agua filtrada, invitación que acepto sin vacilar. Caminamos un corto trecho y entre cardones y tunas, aparece un pequeño rancho de bahareque, entramos en él. Sobre una mesa, hay disecados: sapos, ranas, pájaros y culebras. Me dice que no están muertos y que él sabe cómo regresarlos a la vida.
Esto me atemoriza, creo que este sujeto anda desquiciado. Me ofrece el vaso con agua, me dice que ayer, llenando la pimpina para recogerla, en la orilla del Turbio, lo mordió una mapanare, rabo frito. Me dice que permaneció todo el día, tirado en la arena, sin vida; pero que en la noche, usando mágicos poderes, volvió a la vida. Otra vez sentí miedo y le manifesté que me iba, tenía que apresurar mi regreso a casa. El sujeto se ofrece a acompañarme hasta la Cruz Verde.
Comenzamos a andar, coloca una de sus manos sobre uno de mis hombros y me pregunta si yo estudio. Mi respuesta es afirmativa y esto me dijo: “La Educación desprecia lo cotidiano y envenena el alma. Aleja al hombre de lo terrenal y lo eleva en busca del conocimiento. La educación le roba al niño su inocencia. Al hombre lo engrandece, lo vuelve soberbio y quiere parecerse a Dios”. Estas palabras me infundieron más miedo. De pronto, una fuerte brisa hace caer al camino mi vieja y desteñida gorra que uso para protegerme del sol, me agacho y la recojo; pero al levantarme, mi extraño acompañante no está, había desaparecido. Muy asustado llegué a casa.
Planeo volver a Cabudare otra vez; pero por el camino de Samurubano, jamás. La próxima vez, tomaré el camino de los indígenas y bajaré hasta Santa Rosa, me santiguaré frente a la Divina Pastora, y proseguiré, porque por allí, ¡llegaré a Cabudare…!
Excelente documentación soy de Lara barquisimetana y me encanta conocer de nuestro bello estado, hoy día muy lejos de mi amada Venezuela ?? espero sigan publicando estas historias que enriquecen el acervo cultural de nuestra hermosa región … felicitaciones