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Del amor y la guerra en la Venezuela de antaño

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista y escritor
luisalbertoperozopadua@gmail.com
TW / IG @LuisPerozoPadua

Luego de algunos años de con­suma­do el mat­ri­mo­nio entre José María Oropeza y Jose­fa Riera, una pare­ja de añe­jo abolen­go caroreño, la exas­peración al verse no solo de ambos, sino tam­bién entre las dos famil­ias, era públi­ca y no sola­mente noto­ria; y para no con­tin­uar con los vio­len­tos des­en­cuen­tros que ya eran de balas y due­los de espadas en una guer­ra sin cuar­tel, optaron por dar­le fin al asun­to pro­ponién­doles apelaran al divor­cio, tema escan­daloso para 1812.

En febrero de ese año, cuan­do ya había ini­ci­a­do la Guer­ra de Inde­pen­den­cia, Oropeza intro­du­jo una solic­i­tud de divor­cio, y pese al algar­abía que aque­l­lo causó, para la época era posi­ble que las autori­dades ecle­siás­ti­cas autor­izaran la sep­a­ración del con­sorte, sin que ello sig­nificara que el mat­ri­mo­nio quedara disuelto.

Oropeza jus­ti­ficó: «Mi mujer es un desas­tre: su rela­jamien­to e indeco­rosas riso­tadas, me desa­cred­i­tan ante pro­pios y extraños» … «Exhibe tratos sospe­chosos con otro hom­bre al mirar­lo reit­er­ada­mente de for­ma inmodesta».

Por su parte, Jose­fa Riera alegó que su mari­do la ofendía en la vía públi­ca, además de ser un tipo tacaño al negarse a cubrir los gas­tos del hog­ar, «… no dispone de cuida­do alguno hacia su humanidad, además de exhibir un genio violento».

El asun­to duró seis angus­tiosos años, en una batal­la famil­iar en donde recur­rieron a toda clase de arti­mañas para con­seguir el anhela­do divor­cio, pero el país encar­a­ba una cru­en­ta guer­ra, lo que hacía que los trámites fue­sen más lentos de lo normal.

En 1821, con­cluyó la Guer­ra de Inde­pen­den­cia en Venezuela. José María y Jose­fa todavía vivían jun­tos por ley Div­ina, puesto que tres antes, el obis­po había dic­t­a­m­i­na­do que el divor­cio no era proce­dente y «solo la muerte podría sep­a­rar­los».

Juicio por con­cu­bi­na­to en Carora

Cor­ría el año 1794 en la Caro­ra antañona, el ári­do pueblo car­ac­ter­i­za­do por su mer­ca­do cen­tral de pujante movimien­to con sus true­ques y ven­ta de “coro­tos”, es un hervidero de mur­mul­los que iban y venían con pas­mosa rapidez.

Tra­sciende que el rico propi­etario Nicolás José Gal­lar­do, descen­di­ente de una famil­ia de arraiga­do lina­je y limpieza de san­gre en la comar­ca, debe con­cur­rir ante el Gob­er­nador al ser señal­a­do de ser un concubino.

Gal­lar­do se aje­trea por defend­er su intach­able rep­utación y en su afana­da dili­gen­cia se dirige al Gob­er­nador para lla­mar la aten­ción sobre la irre­spon­s­abil­i­dad de las con­je­turas que se tejían sobre la mala con­duc­ta que injus­ta­mente se le achacaba.

En su cor­re­spon­den­cia plantea el prob­le­ma de la hon­ra, suje­ta a la velei­dad de quienes la juz­gan a su man­era y elocuente­mente, en un frag­men­to esgrime:

«Como el hon­or es una pasión hon­rosa, que depende del buen con­cep­to de los hom­bres, no nece­si­ta de otros opús­cu­los para su falen­cia, sino que cualquiera del vul­go igno­rante, nov­elero y desati­na­do, hacien­do con­cep­to con­trario o porque propen­da a la dis­trac­ción, suelte solo una pal­abra que damnifique aquel buen crédi­to , y cata aquí, que el que lo tenía de jus­to por muchos años en una hora, si hay copia de gente en quienes propáguese la mala voz, lo trans­forme en demo­nio; porque aun en los hom­bres más provec­tos  y jus­ti­fi­ca­dos, tiene lugar la creen­cia de lo que sue­na mal con­tra los prójimos».

No hay con­stan­cia de que el fun­cionario guber­na­men­tal en cuestión des­deñara el caso ante la con­sis­tente defen­sa plas­ma­da por Gal­lar­do, en tiem­pos en los cuales se podía asesinar por el buen nom­bre de las personas.

Ocho meses de guerra

En 1876, Mer­cedes Gar­cía tenía 19 años cuan­do llegó a Cara­cas, jun­to a sus padres, proce­dente de Bar­quisime­to. Al sigu­iente año, estando de paseo por San Jac­in­to, se prendó de Juan Bautista Castil­lo, arreglán­dose de inmedi­a­to la boda.

Un año después de casarse, Mer­cedes denun­ció ante un juez los per­tur­badores hor­rores en su úni­co año de mat­ri­mo­nio: «Juan Bautista un celoso emped­ernido, un hom­bre dís­co­lo, pen­denciero y vio­len­to. Un día me apor­reó y otro inten­tó pegarme con una mano de pilón. Mejor estaría muer­ta que casa­da con ese mon­struo», ates­tiguó en su declaración.

Juan Bautista le con­fesó al juez que Mer­cedes aban­donó el hog­ar «… y anda por su cuen­ta». En las par­ran­das del car­naval la vio atavi­a­da con una coro­na de pám­panos y entre­ga­da a la furia de la dan­za has­ta altas horas de la noche «como si no estu­viese casa­da, y esboza ale­gre­mente que es una mujer libre».

Al tiem­po que el jefe civ­il y los tes­ti­gos con­fir­man que, efec­ti­va­mente Mer­cedes había sido gol­pea­da por su mari­do en más de una ocasión, por lo que el 2 de octubre de 1878, ocho meses después de ini­cia­rse la querel­la, el juez da el ejecútese a la dis­olu­ción del mat­ri­mo­nio. El caso de Mer­cedes fue uno de los pocos que, en el siglo XIX, obtu­vo la autor­ización de divorcio.

Curiosos encuen­tros ante el altar

El 22 de mar­zo de 1813, en San Mateo, don Juan Anto­nio González solic­itó dis­pen­sas de procla­ma para con­traer nup­cias con doña Mar­gari­ta Pérez. El ale­ga­to del caballero se fun­da­men­ta en que la dama se encuen­tra en edad pri­mav­er­al mien­tras que él se hal­la car­ga­do de años y en dos oca­siones ha enviudado.

El temor de don Juan Anto­nio recae en que al hac­erse públi­ca las procla­mas frente a la feli­gresía, no fal­taría quien tratase de impedir­lo «con con­se­jos fanáti­cos que pud­iesen dis­uadir a la novia por ser mi per­sona may­or y viu­do», y añade: «… de tomarse mi peti­to­rio en con­sid­eración, sería uno de los suje­tos o tal vez el más dis­tin­gui­do en socor­rer y servir a la San­ta Igle­sia con mis intere­ses». El fiel argu­men­to fue toma­do en cuen­ta y la dis­pen­sa le fue con­ce­di­da prontamente.

A medi­a­dos de 1818, cuan­do la guer­ra se encon­tra­ba en los dis­tantes llanos vene­zolanos, el pres­bítero Manuel Vicente de Maya, cura de la igle­sia de San Pablo y par­tidario del rey de España, se disponía a cenar cuan­do escuchó estru­en­dosos golpes en la puerta.

Lo impor­tunó doña Anto­nia Car­reño, quien le advir­tió ape­na­da que nece­sita­ba con urgen­cia hac­er­le una con­fe­sión gen­er­al. Al poco rato, lle­ga a la igle­sia don Pedro Gar­cía, joven mozo del lugar aducien­do que tam­bién venía a con­fe­sar un acon­tec­imien­to que no podía esper­ar. El padre per­mi­tió su entra­da y ya jun­to a la mesa del altar, ‑sin titubeo alguno‑, el mozo cogió a la dama por el bra­zo y miran­do al atur­di­do sac­er­dote expresó: «Señor cura, sepa ust­ed que quiero a esta mujer por mi esposa», al tiem­po que ella respondió, «Y yo quiero, lo quiero por mi mari­do. Entonces esta­mos casados».

Per­ple­jo ante tan arro­ja­da y desca­bel­la­da acción, el padre Maya reprendió a los párvu­los, pues para él habían cometi­do un aten­ta­do y una injuria al San­to Sacra­men­to del Mat­ri­mo­nio, espetán­doles que de ningu­na man­era esta­ban casa­dos, no habían cumpli­do con ninguno de los req­ui­si­tos deman­da­dos para la cel­e­bración de la unión conyu­gal y menos que don Pedro Gar­cía no con­ta­ba con edad para desposarse, ni demostra­ba ten­er con­sen­timien­to de sus padres. Los echó del recin­to reli­gioso con la adver­ten­cia de ele­var la querel­la a las autoridades.

Al despun­tar la auro­ra, la jus­ti­cia civ­il ya toca­ba las puer­tas de las casas de don Pedro y doña Anto­nia, respec­ti­va­mente, con la procla­ma de arresto en mano, que desta­ca­ba orden de arresto en la Real Cár­cel de la ciu­dad, en maz­mor­ras sep­a­radas y priván­do­los de toda comu­ni­cación. Don Pedro José Gar­cía, padre del frustra­do con­trayente, mueve cielo y tier­ra para que sus ale­gatos sean escucha­dos por el gob­er­nador y capitán gen­er­al, don Juan Bautista Par­do, escribién­dole que no había necesi­dad de arrestar a su hijo porque recibió el escarmien­to de rig­or y fue con­fi­na­do a una habitación oscu­ra con un par de pesa­dos grillos.

«El inci­dente se debió al gra­do supe­ri­or de sen­cillez e inocen­cia propias de su tier­na edad», adi­cio­nan­do que la cul­pa, sin duda, debía recaer en doña Anto­nia Car­reño, «quien lo sedu­jo y acosó bajo el proyec­to de casarse clan­des­ti­na­mente porque tales fueron los influ­jos y tenaces per­se­cu­ciones de la dicha mujer que como may­or de edad que la de mi hijo cuen­ta […] reducién­do­lo a que se huyese de su casa para facil­i­tar de este modo un con­tra­to clandestino».

La declaración del ira­cun­do padre gen­eró que el mucha­cho fuera lla­ma­do a tes­ti­ficar ante la autori­dad civ­il, respon­di­en­do que su ama­da le arguyó «… era leve la pena que se le imponía», por eso huyó con ella con inten­ciones de casarse a hur­tadil­las. Ambos fueron absuel­tos, pero don Pedro suje­to al impe­rio de su padre por trans­gredir lo dis­puesto en la Real Prag­máti­ca de Matrimonios.


Fuente: No es cuen­to, es his­to­ria. Inés Quin­tero. Cara­cas, julio de 2012
Más allá de la Guer­ra. Inés Quin­tero. Fun­dación Big­ott. Cara­cas 2008
El Desafío de la His­to­ria. Año 1, número 5

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