Dos episodios militares en la historia de Puerto Cabello
José Alfredo Sabatino Pizzolante
Individuo de Número de la Academia
de Historia de Carabobo
Miembro correspondiente por Carabobo
de la Academia Venezolana de la Lengua
El desarrollo urbano de Puerto Cabello está íntimamente ligado al de sus fortificaciones. La ciudad adquiere fisonomía de una inexpugnable plaza fuerte a finales del siglo XVIII, y no será sino a mediados del siguiente cuando comienza a ser desmontado su sistema de fortificaciones para dar paso a la ciudad portuaria en la que más tarde se convertirá. Buenas razones había para ello, pues en tiempos tan tempranos como el siglo XVI, la antigua Borburata ‑primer asentamiento por estos lares- recibía la feroz visita del Tirano Aguirre, poniendo en fuga a sus aterrorizados habitantes, visitas hostiles que repiten piratas y flotas enemigas aún después de desaparecida Borburata y hasta establecida la Compañía Guipuzcoana.
El comercio significaba riqueza, la ubicación estratégica significaba poder y Puerto Cabello reunía magníficamente estos dos elementos. Por lo tanto, a lo largo de los siglos se convertiría en epicentro de luchas armadas. De los muchísimos episodios militares que tienen como escenario su calmado mar y fortificadas tierras –el historiador Asdrúbal González cuenta al menos 5 sitios durante la guerra de independencia- nos referiremos de manera muy especial a dos, que la marcan determinantemente, siendo ellos el ataque inglés al mando del Comodoro Charles Knowles (1743) y la toma de la ciudad por el general José Antonio Páez (1823).
Cuando casi fuimos
una colonia inglesa
Hacia 1739 las diferencias entre Inglaterra y España, producto de las constantes disputas sobre el comercio hispanoamericano, resultaban irreconciliables al punto de que la primera le declara solemnemente la guerra a los españoles. Desde entonces los ingleses estaban decididos a poner pie en Portobelo, Cartagena de Indias, La Guaira y Puerto Cabello, principales puertos del Caribe, campañas que terminarían en rotundos fracasos; pretendiendo sacar provecho del resentimiento que tenían los habitantes de estos dominios contra la Compañía Guipuzcoana. que había monopolizado el comercio con el viejo continente e introducido algún control sobre el contrabando, los ingleses confiaban en capitalizar ese descontento en beneficio de un libre comercio.
El 16 de febrero de 1743, una nutrida flota inglesa bajo las órdenes del Comodoro Charles Knowles, anclaba en Isla Tortuga convocando de inmediato un consejo de guerra para informar a los oficiales sobre las instrucciones que tenían. Knowles explicó a los presentes que las órdenes eran tratar por todos los medios de tomar las fortificaciones de La Guaira y Puerto Cabello; y de tener éxito ocupar tales plazas y “hacer saber a los habitantes del país que el Inglés no venía a despojarlos de sus derechos, religión o libertades, sino que recibirían de nosotros una mayor seguridad y más felicidad que bajo la tiranía y crueldad de la Compañía Guiapesco (Guipuzcoana), de la que los veníamos a libertar”.[1]
Las órdenes incluían tomar como botín cualquier cosa que en tierra o mar perteneciera a la mencionada compañía y, de ser practicable, avanzar sobre Puerto Rico. Knowles había manifestado que el principal objetivo de la expedición era “Porto Cavallos”, aunque por razones no muy claras el primero de los ataques se produce contra La Guaira. Ignoraba Knowles y sus hombres, sin embargo, que su misión no era secreta para la corona española que meses antes conoció de ella a través de un espía en Londres quien informó al Príncipe de Campoflorido y éste al Marqués de Villarias.
El 2 de marzo de 1743 aparece en el horizonte guaireño la nutrida escuadra inglesa, siendo las acciones para repeler el ataque contundentes, bajo las órdenes del Capitán General Zuloaga, quien se había movilizado desde Caracas acompañado de don José Iturriaga y don Mateo Gual con seis compañías de milicia urbanas, para reforzar la guarnición de los baluartes San Fernando, La Caleta y la Plataforma, y rechazar al enemigo en caso de un desembarco.
El repetido y acertado fuego desde las baterías, las dificultades que tenía la escuadra para maniobrar en mar abierto y el humo que no permitía buena visibilidad se confabularon en contra de los ingleses, así que en cuestión de horas algunos buques quedaron fuera de combate.
Luego de tres días de escaramuzas e intentos por parte de los ingleses de cortar las amarras de las embarcaciones españolas surtas en puerto e, incluso, incendiarlas, el día 6 en la noche parte de la escuadra enemiga se alejaba en dirección a sotavento, confirmándose al día siguiente que en efecto se habían retirado, de manera tal que “las mareas arrojaron cadáveres, tableros de costados, lanchas, botes y armas”.
Los reportes de inteligencias hablaban de serios daños causados a la flota inglesa por las bombas de tierra y más de 900 muertos entre oficiales y marinería; ahora la maltrecha escuadra se hallaba en Curazao para acometer reparaciones, reforzar la dotación y reorganizarse.
En la tarde del 26 de abril la escuadra enemiga fondea al Este de Puerto Cabello y al abrigo de la Isla de Borburata. Allí Knowles dicta una proclama para informar a los vecinos y moradores de Venezuela sobre sus intenciones, criticando agriamente las políticas de la corona en sus dominios, en su afán de convencer a los moradores sobre la justicia de su proceder:
“El Rey mi señor para mostrar los detestable, que le son semexantes Barbaros tratamientos y procederes; pue son de gente que se reputa y tienen por christianos, y especialmente contra sus subditos sirvientes, y marineros; me a mandado con una esquadra de sus navios, y tropas, á estos Parages, para que con el Dibino favor haga y pueble una nueva colonia en Puerto Cabello con los antiguos, y libres españoles, con quien antiguamente vivieron siempre los yngleses en tranquila amistad, por lo cual me ha ordenado, que haga saber, como lo hago por esta, á todos, y á quantos Españoles, se quisieran acoger, debajo de las protección de sus armas, y vivir amigablemente con sus súbditos, que gozaran de su religión con todos sus derechos, pribilexios y efectos del propio modo, y en la misma igualdad como si fueran ingleses propiamente, y asi mismo les serán concedidos sus sacerdotes, cavildos, y todas las mas prerrogativas, tanto en lo eclesiástico como en lo secular y por fin serán en todo protexidos, como súbditos nativos de Su Magestad Britanica…”.[2]
Al día siguiente (27 de abril) una bombarda se acerca peligrosamente al canal del puerto y arroja varias bombas de mortero contra el castillo y los navíos de la Real Compañía Guipuzcoana surtos en la bahía, mientras que al amanecer del siguiente día otros buques enemigos arrecian el bombardeo sobre el castillo, consiguiendo dañar varias piezas y causar algunos muertos y heridos.
El día 28 se produce el desembarco de un millar de hombres entre Borburata y Punta Brava, y aunque tomaron algunas posiciones y lograron instalar una batería de morteros, también encontraron enérgica defensa en la batería de Punta Brava, bajo el comando del Capitán de Navío Martin de San Cirinea, causándoles importantes bajas. La estrategia inglesa consistía en ocupar las islas Ratón, Borburata y Alcatraz instalando artillería para atacar la estratégica Punta Brava, el castillo San Felipe y el Pueblo Nuevo de la Concepción, esto es, el pequeño núcleo urbano.
Los días fueron transcurriendo y con ellos arreciando el fuego cruzado. Muchas bombas cayeron dentro del castillo, ocasionando numerosas bajas, entre ellos el mismísimo ingeniero don Juan de Gayangos Láscari, quien es herido levemente en la cabeza. El Gobernador General don Gabriel de Zuloaga se apersona en el puerto el día 2 de mayo, para dirigir personalmente las acciones.
Los ingleses reforzaban sus posiciones en tierra con piedra y mampostería, mientras que los defensores hacían urgentes reparaciones a los parapetos del castillo y reconocimientos a la Batería de San José, entre Playa de Muertos y Punta Brava. La escuadra comienza a acercarse hacia la boca del puerto, lo que hace suponer un inminente desembarque, en vista de lo cual el Capitán General decide agrupar las milicias y formar cuatro cuerpos, ubicando uno dentro del castillo y el resto en la cortadura del camino a Borburata, el valle de San Esteban y playas de Goaigoaza, además de la sabana. Ya para el día 5 de mayo, a las 2:00 p.m., toda la escuadra estaba situada a “tiro de fusil” del castillo. Don Gabriel de Zuloaga no deseaba dejar nada al azar, así que mandó a echar a pique el buque “Ysabelo”, que estaba en la boca obstaculizando así la entrada a la bahía.
El día 6, la escuadra enemiga comienza a alejarse para colocarse fuera del alcance de los cañones del castillo, fondeándose en las inmediaciones de Isla Ratón e Isla Larga, con serios daños algunos de sus navíos obligados a arrojar al mar jarcias, vergas y demás aparejos, junto a algunos cadáveres.
Luego de un breve bombardeo contra los buques de la Real Compañía Guipuzcoana, en la mañana del 7 de mayo se acercaría un bote a Punta Brava con bandera blanca y pliegos para concertar el canje de prisioneros y cese de hostilidades, a lo que accedió Zuloaga.
Según las fuentes documentales el último día del ataque puede fijarse el 12 de mayo, cuando en medio del canje de prisioneros, uno de los navíos ingleses se acercó a la fortaleza haciendo cuatro disparos que alcanzaron el cuartel San Fernando y causaron destrozos, alejándose seguidamente. El gesto interpretado por algunos como una señal de despedida admite, indudablemente, otras interpretaciones.
Las cifras de bando y bando, al término del ataque, son contrastantes. Durante la incursión de la escuadra enemiga, los ingleses arrojaron 900 bombas sobre las fortificaciones y baterías, y tuvieron 175 muertos y un importante número de heridos. Los defensores, sufren 30 muertos y 60 heridos, entre ellos algunos oficiales de los navíos de la Compañía Guipuzcoana.
De hecho las pérdidas inglesas por enfermedades, deserciones, muertes y heridas incluyendo tanto La Guaira como Puerto Cabello, se estiman en 2.000 hombres. En la defensa de ambos puertos la actuación de la Real Compañía Guipuzcoana fue determinante, razón por la cual cuando el Capitán General reporta la victoria a España solicitará el grado de capitán de fragata para don Martin de San Cirinea y don José de Goycoechea, hombres de la compañía. La brillante conducta de don Gabriel de Zuloaga será recompensada con el otorgamiento del título de Marqués de Torre Alta, que su Majestad le otorgó por Real Orden, fechada en Aranjuez a 30 de mayo de 1744.
Pormenores del ataque inglés, además, pueden extraerse del Diario de la expedición a la Guira y Puerto Cavallos en las Indias Occidentales, bajo el mando del Comodoro Knowles según carta de un Oficial a bordo del “Burford” a un amigo suyo en Londres. El plan de la incursión en Puerto Cabello, lucía bien diseñado: Había que desembarcar un cuerpo de marinos para sorprender y atacar las baterías de fagina, quienes serían apoyados por todas las fuerzas de tierra, en caso de un serio rechazo.
Los marinos avanzarían a izquierda y derecha, para dejar que las tropas avanzaran con el correspondiente fuego. Se preveía hacer una retirada en orden, caso de que el enemigo fuera demasiado poderoso, asegurando un posible repliegue con el apoyo del “Assistance” ubicado cerca del istmo que conduce a Borburata, cuya zona dominaba perfectamente con sus cañones; y, por otra parte, se hallaba fuera del alcance del fuego enemigo. El desembarco se debía hacer por la tarde, pero avanzando solo en medio de la noche, con la ayuda de algunos guías holandeses conocedores del terreno por haber sido prisioneros.
El batallón de hombre estaría conformado por 1.100 hombres. Los atacantes asumían que tomadas las baterías cercanas al castillo y vuelto los cañones contra aquél se podría abrir una brecha. Lo anterior permitía que la escuadra posteriormente lanzara un ataque general contra el castillo, garantizando el éxito de la operación, facilitado este ataque con la distracción de los defensores con fuego constante, desde el “Norwich” y el “Lively” situados cerca de las baterías de fagina.
No es difícil advertir en algunos pasajes que la suerte no siempre estuvo con los atacantes, ya que las cosas no necesariamente resultarían del todo como se esperaba:
“Cuando ya habían apresado a los componentes de la Guardia avanzada, al forcejear uno de los españoles con un oficial de marina, parece que éste, imprudentemente, lo mató con un tiro de pistola, cosa que pudiera haber hecho mucho mejor con la bayoneta o con el sable; esto sirvió de alarma. A partir de este momento, algunos de nuestros hombres comenzaron a hacer fuego sin saber ellos a quién, porque el enemigo no les había disparado, o en realidad no se le veía por parte alguna. Una andanada de disparos siguió a otra; se sucedieron dos o tres más; todas eran hechas entre ellos mismos, por lo que se herían unos a otros. En un momento, se apoderó tal pánico, tan espantoso y poco común, de todo el ejército, soldados y marineros, que las primeras filas cayeron sobre las que venían detrás; éstas sobre las inmediatas, hasta caer por tierra unos contra otros y hasta degenerar en una confusión general. Hasta tal punto llegó su pánico, que se tiraron al agua ellos mismos, por lo que algunos se ahogaron y más habrían terminado así, si no hubieran sido recogidos en botes. Durante este tiempo, ni un enemigo apareció enfrentándose a ellos, ni les habían disparado un solo tiro, hasta que la propia confusión y fuego que establecieron entre ellos mismos alarmó a las baterías de fagina, las cuales dispararon dos o tres cañones; pero no podemos saber si éstos en realidad hicieron algún daño. / Finalmente, saltando unos sobre otros, llegaron cerca de donde estaba el “Assistance”, que los tomó a bordo. Tuvimos varios hombres perdidos. Se supone que la mayoría de ellos se ahogaron; algunos retornaron mal heridos; y dos, que fueron abandonados en estado de incapacidad, fueron hechos presos por el enemigo a la mañana siguiente. Muchos dejaron abandonadas sus armas, que pasaron a ser botín del enemigo; botín inesperado y no buscado…”.[3]
Los ataques ingleses a ambos puertos no solo pusieron a prueba la capacidad de las fortificaciones hasta entonces construidas, sino que también justificarán algunas obras posteriores. Así, don José Iturriaga, quien acompañara a don Gabriel de Zuloaga durante los acontecimientos, presenta un proyecto de defensa titulado “Una parte de las Fortificaciones de Puerto Cavello”, dirigido a reforzar las defensas del puerto, y que será evaluado por el ingeniero Gayangos Láscari.
Al respecto, escribe el historiador Juan Manuel Zapatero que el proyecto de Iturriaga consistía en una obra avanzada de características semejantes a las de un baluarte de flancos retirados, curvos, con espaldas, tomado el modelo del “Architecto Perfecto en el Arte Militar” de Fernández de Medrano.[4]
Explica Zapatero que con el correr de los años la propuesta de Iturriaga no se materializará en su totalidad, es evidente que el conflicto anglo-hispano animó el desarrollo de las fortificaciones siempre en espera de ataques e invasiones por el frente marino, pero la guerra de independencia traslada la defensa hacia la cortina Sur entre los baluartes del Príncipe y La Princesa en el sector de La Estacada.
Esta última circunstancia explica las Reales Órdenes de 1784 y 1791 dirigidas a los vecinos del arrabal o pueblo exterior, prohibiendo la construcción de nuevas casas o reconstrucción de las que se deterioraran, así como su demolición “siempre que sea preciso para la defensa en caso de amenazar una guerra” sin derecho a indemnización, todo ello para no dificultar el “tiro del canon del frente de tierra de la Plaza”.
El último bastión de Castilla
Un hecho con frecuencia soslayado es que Puerto Cabello, a lo largo de la guerra independentista, permaneció en manos de los realistas. En efecto, en junio de 1812 el entonces Coronel Simón Bolívar a quien le había sido confiado el control de la plaza, enfrenta momentos aciagos cuando la pierde como consecuencia del alzamiento del comandante de la fortaleza de San Felipe, el oficial Francisco Fernández Vinoni. Apenas dos meses antes Bolívar presentaba sus credenciales como Jefe Político y Militar ante el cabildo porteño, compuesto por Manuel de Ayala, José Domingo Gonell, Carlos de Areste y Reina, José de Landa, Simón Luyando, Rafael Martínez y José Nicolás Olivero.
Las circunstancias imperantes por aquellos tiempos eran verdaderamente críticas, por el asedio de los realistas y la falta de provisiones dentro de la plaza, tal y como se advierte del acta levantada durante la sesión del cabildo fechada a 29 de junio de 1812, el mismo día en que se produce la fatídica pérdida de la plaza:
“… y estando así juntos [Bolívar y autoridades municipales] como igualmente un crecido número de vecinos que concurrieron el acto con motivo de haberse convocado al pueblo por carteles fijados en puestos públicos, el ciudadanos Comandante Político y Militar de la plaza hizo saber el concurso: que el objeto de esta convocatoria era para que tener cortada los enemigos la comunicación anterior y ser pocas las provisiones marítimas, ha tomado la prudente providencia de retirar las mujeres, ancianos, niñas e inválidos como inútiles para la guerra, con el fin de que sea menos el consumo de los mantenimientos en la presente crisis, porque continuando y excediendo la misma escasez, deben temerse sus fatales consecuencias, nada favorable a la patria y aun trascendentales a la confederación, no obstante el entusiasmo de los habitantes y de hallarnos en una plaza fuerte seria ventajosa al enemigo si lograse rendirla, por nuestra desgracia; que les hacía presente lo referido para que reflexionasen, discutiesen y propusiesen las provisiones de víveres necesarias, a precaver o de llevarse a efecto la emigración de las personas de que se ha hecho merito, sin escasearle sobre tan importante materia cuantas medidas se le ocurriesen dignas de atención al remedio”.
Se acordaría durante aquella reunión la recolección de todos los frutos que se hallaren dentro de la jurisdicción y almacenes del comercio para organizar su expendio de mejor manera; la recolección del ganado vacuno, lanar, cabrío y de cerdo para controlar su venta; la inspección de las existencias en las bodegas y pulperías y, finalmente, la regulación y control sobre la venta del pan.
La sesión finalizó abruptamente, pues como lo referimos, ese mismo día se produce el levantamiento de la fortaleza, ausente Bolívar de aquélla por estar presidiendo la reunión del cabildo, evento que indudablemente tendrán peso determinante en la pérdida de la primera de la primera república, de allí las célebres palabras del general Francisco de Miranda al conocer la noticia: “Venezuela está herida en el corazón”.
El 6 de julio, el joven Coronel Bolívar y sus hombres abandonan la plaza a través del puerto de Borburata, quedando Puerto Cabello a merced de los españoles por poco más de una década, mostrándose como una plaza fuerte inexpugnable, al menos hasta mil ochocientos veintitrés.
La guerra toma un giro decisivo el 24 de junio de 1821, tras la victoria en Carabobo. El general Latorre se refugia en Puerto Cabello con su mermado ejército, al amparo de la ciudad amurallada. Los realistas todavía conservan dos bastiones estratégicos: Maracaibo y Puerto Cabello, de allí que se estaba lejos de tener el control total del territorio nacional.
El 24 de julio de 1823, los patriotas propinan derrota a la flota española en la Batalla del Lago, obligando al general Morales, a capitular y en carácter de Capitán General de la Costa Firme entregar Maracaibo y el castillo de San Carlos, embarcándose para la Habana. Quedará tan solo Puerto Cabello –el último bastión de Castilla, como lo denominara el recordado cronista don Miguel Elías Dao- en manos realistas.
Resultaba imperativo, entonces, la expulsión de los españoles de este último reducto, cuyo comandante ahora era el general Sebastián de la Calzada, tarea en la que el general Páez, héroe definitivo de Carabobo, pone todo su empeño a partir de mayo de 1822, al sitiar a la ciudad, operaciones que se inician con la toma de El Vigía, Borburata y el arrabal o pueblo exterior.
Los realistas, sin embargo, se encontraban a buen resguardo en la ciudad amurallada y la fortaleza de San Felipe, ya que como en el pasado el sistema fortificado ideado por los hombres de la Compañía Guipuzcoana, probaba ser por demás efectivo.
Habría que recordar, por otra parte, que Puerto Cabello estaba dividida en dos porciones: Puente afuera o el arrabal, que correspondía al pueblo exterior; y Puente adentro o la ciudad amurallada, separada de la primera por un canal unido a través de un puente. Desde el punto de vista defensivo, de cara al arrabal se encontraba el sector de La Estacada, flanqueadas por los baluartes El Príncipe al Este y La Princesa al Oeste, sirviendo a la defensa por el lado Sur; mientras que al extremo opuesto El Corito y la batería La Constitución completaban los puntos artillados. Resguardaban la plaza fuerte, el castillo San Felipe y el mirador de Solano; gran parte del extremo Este de la plaza, se encontraba rodeados de manglares y terrenos fangosos.
A medida que transcurren los meses los sitiadores van ganando terreno sobre el enemigo; a principios del mes de octubre, los patriotas logran la captura de la batería de El Trincherón a orillas del manglar, toman control de la boca del río San Esteban y así el suministro de provisiones y agua potable, y construyen baterías en Los Cocos que le permite ejecutar fuego pesado sobre los muros de la ciudad, todos elementos que van dibujando el desenlace final. El general Páez debe acelerar la toma de la ciudadela, pues noticias llegadas desde Curazao y San Thomas, anuncian una expedición comandada por Laborde, constante de 2.500 hombres y 10 buques de guerra, próxima a salir desde la Habana.
Pormenores de la memorable acción militar que tendrá lugar en la madrugada del 7 de noviembre de 1823, la refiere el general Páez en su “Autobiografía”, por lo que nos permitimos transcribirlo en extenso:
“El hecho que voy a referir me hizo concebir esperanzas de tomar la plaza por asalto. Fue, pues, el caso que dándoseme cuenta de que se veían todas las mañanas huellas humanas en la playa, camino de Borburata, aposté gente y logré que sorprendiesen a un negro que a favor de la noche vadeaba aquel terreno cubierto por las aguas. Informóme dicho negro de que se llamaba Julián, que era esclavo de Don Jacinto Iztueta, y que solía salir de la plaza a observar nuestros puestos por orden de los sitiados. Dile libertad para volver a la plaza, le hice algunos regalos encargándole nada dijese de lo que le había ocurrido aquella noche, y que no se le impediría nunca la salida de la plaza con tal de que prometiera que siempre vendría a presentárseme. Después de ir y volver muchas veces a la plaza, logré al fin atraerme el negro a mi devoción, que se quedara entre nosotros, y al fin se comprometiera a enseñarme los puntos vadeables del manglar, por los cuales solía hacer sus excursiones nocturnas. Mandé a tres oficiales ‑el Capitán Marcelo Gómez, y los tenientes de Anzoátegui, Juan Albornoz y José Hernández- que le acompañasen una noche, y éstos volvieron a las dos horas dándome cuenta de que se habían acercado hasta tierras sin haber nunca perdido pie en el agua. / Después de haber propuesto a Calzada por dos veces entrar en un convenio para evitar más derramamiento de sangre, le envié al fin intimación de rendir la plaza, dándole el término de veinticuatro horas para decidirse, y amenazándole en caso de negativa con tomarla a viva fuerza y pasar la guarnición a cuchillo. / A las veinte y cuatro horas me contestó que aquel punto estaba defendido por soldados viejos que sabían cumplir con su deber, y que en el último caso estaban resueltos a seguir los gloriosos ejemplos de Segunto y Numancia; mas que si la fortuna me hacía penetrar en aquellos muros, se sujetarían a mi decreto, aunque esperaba que yo no querría manchar el brillo de mi espada con un hecho digno de los tiempos de barbarie. Cuando el parlamento salió de la plaza, la tropa formada en los muros nos desafiaba con gran algazara a que fuésemos a pasarla a cuchillo. / Me resolví, pues, a entrar en la plaza por la parte del manglar, y para que el enemigo no creyera que íbamos a llevar muy pronto a efecto la amenaza que habíamos hecho a Calzada, puse quinientos hombres durante la noche a construir zanjas, y torcí el curso del rio para que creyesen los sitiados que yo pensaba únicamente en estrechar más el sitio y no en asaltar por entonces los muros de la plaza. / En esta ocasión escapé milagrosamente con la vida, pues estando aquella mañana muy temprano inspeccionando la obra, una bala de cañón dio con tal fuerza en el montón de arena sobre el cual estaba de pie, que me lanzó al foso con gran violencia, pero sin la menor lesión corporal. / Finalmente, casi seguro de que el enemigo no sospechaba que me disponía al asalto, por el día dispuse que todas nuestras piezas desde las cinco de la mañana rompieran el fuego y no cesaran hasta que yo no les enviase contraorden. / Era mi ánimo llamar la atención del enemigo al frente y fatigarlo para que aquella noche lo encontrásemos desapercibido y rendido de cansancio.
Reuní, pues, mis tropas y ordené que se desnudasen quedando sólo con sus armas. / A las diez de dicha noche, 7 de Noviembre, se movieron de la Alcabala 400 hombres del Batallón Anzoátegui y cien lanceros, a las órdenes del Mayor Manuel Cala y del teniente coronel José Andrés Elorza, para dar el asalto en el siguiente orden: / El teniente coronel Francisco Farfán debía apoderarse de las baterías Princesa y Príncipe con dos compañías a las órdenes del capitán Francisco Domínguez y cincuenta lanceros que, con el capitán Pedro Rojas a la cabeza, debían al oír el primer fuego cargar precipitadamente sobre las cortinas y baluartes, sin dar tiempo al enemigo a sacar piezas de baterías para rechazar con ellas el asalto. / Una compañía al mando del capitán Laureano López y veinte y cinco lanceros, a las órdenes del capitán Joaquín Pérez con su compañía apoderarse de la batería del Corito. El capitán Gabriel Guevara con otra compañía atacaría la batería Constitución. El teniente coronel José de Lima con veinte y cinco lanceros ocuparía la puerta de la Estacada que era el punto por donde podía entrar en la plaza la fuerza que cubría la línea exterior. Formaba la reserva con el mayor Cala la compañía de cazadores del capitán Valentín Reyes. Las lanchas que yo tenía apostadas en Borburata debían aparentar un ataque al muelle de la plaza. / No faltará quien considere esta arriesgada operación como una temeridad; pero debe tenerse en cuenta que en la guerra la temeridad deja de ser imprudente cuando la certeza de que el enemigo esta desapercibido para un golpe inesperado, nos asegura el buen éxito de una operación, por arriesgada que sea. / Cuatro horas estuvimos cruzando el manglar con el agua hasta el pecho y caminando sobre un terreno muy fangoso, sin ser vistos a favor de la noche, y pasamos tan cerca de la batería de la Princesa que oíamos a los centinelas admirarse de la gran acumulación y movimiento de “peces” que aquella noche mantenían las aguas tan agitadas. Pasamos también muy cerca de la proa de la corbeta de guerra Bailen, y logramos no ser vistos por las lanchas españolas destinadas a rondar la bahía. / Dióse pues el asalto, y como era de esperar, tuvo el mejor éxito: defendióse el enemigo con desesperación hasta que vio era inútil toda resistencia, pues tenían que luchar cuerpo a cuerpo, y las medidas que yo había tomado, les quitaban toda esperanza de retirada al castillo. / Ocupada la plaza, la línea exterior que había sido atacada por una compañía del batallón de granaderos que deje allí para engañar al enemigo, tuvo que rendirse a discreción. / Al amanecer se me presentaron dos sacerdotes diciéndome que el general Calzada, refugiado en una iglesia, quería rendirse personalmente a mí, y yo inmediatamente pasé a verlo. Felicitóme por haber puesto sello a mis glorias (tales fueron sus palabras) con tan arriesgada operación, y terminó entregándome su espada. Dile las gracias, y tomándole familiarmente del brazo, fuimos juntos a tomar café a la casa que él había ocupado durante el sitio. / Estando yo en la parte de la plaza que mira al castillo, y mientras un trompeta tocaba parlamento, disparó aquel cuatro cañonazos con metralla, matándome un sargento; pero luego que distinguieron el toque que anunciaba parlamento, izaron bandera blanca y suspendieron el fuego. A poco oí una espantosa detonación, y volviendo la vista a donde se alzaba la espesa humareda, comprendí que habían volado la corbeta de guerra Bailen; surta en la bahía. Manifesté mi indignación a Calzada por aquel acto, y este atribuyéndolo a la temeridad del comandante del castillo, coronel Don Manuel Carrera y Colina, se ofreció a escribirle para que cesara las hostilidades, puesto que la guarnición de la plaza y su jefe estaban a merced del vencedor. Contestó aquel comandante que estando prisionero el general Calzada, dejaba de reconocer su autoridad como jefe superior. Entonces, devolviendo yo su espada a Calzada, le envié al castillo, desde donde me escribió poco después diciéndome que Carrera había reconocido su autoridad al verle libre, y que en su nombre me invitaba a almorzar con él en el castillo. Fiado como siempre en la hidalguía castellana, me dirigí a aquella fortaleza donde fui recibido con honores militares y con toda la gallarda cortesía que debía esperar de tan valientes adversarios”.[5]
Independientemente de la veracidad del relato antes transcrito, el general Páez se corona de glorias con el triunfo sobre los realistas y la capitulación del general Sebastián de la Calzada, marcando este evento el fin del dominio hispano en tierra patria. Sin embargo, el relato del negro Julián, esclavo de los Istueta, cuyas huellas son descubiertas en la playa por una patrulla patriota, más tarde, revelando cómo era posible salir y entrar de la plaza vadeando los manglares, requiere ser sometido al tamiz de la historia, mediante las fuentes escritas contemporáneas de los eventos. Así, la lectura de un suelto aparecido en El Colombiano, edición del 8 de octubre de 1823, revela que un mes antes de producirse la toma, la capitulación era prácticamente un hecho:
“Remitió Calzada ayer de Puerto Cabello –podemos leer en ese periódico caraqueño– diez prisioneros de buques mercantes y dos mujeres de Barcelona. Por estos sabemos que tanto el pueblo como la tropa son por la opinión de capitular; que Istueta es de igual sentimiento, y que solo Carrera, Picayo, Britapaja, Juan Villalonga, Burguera, Arismendi, Corujo y Mieles en contra; que tiene carne y menestra para 18 días, y que harina sí hay mucho más de 400 barriles, que ayer salieron tres pailebotes cargados de familias para Curazao, y el de Trasmales (sic) lo aguardan con víveres; que en fin no ha quedado gente alguna, y que solo el obstinado Carrera sostiene aquella máquina; que éste ha ofrecido que en caso de que no les venga auxilio de la Habana, mandarán a Martinica en busca de la escuadra francesa para que los acompañe y nos bata, y que esto se hace diciendo ‘viva el rey y muera la constitución’; que es tan malo el trato que da a nuestros prisioneros ingleses cuyo número es de 30 que el palo sumba sobre ellos; que todos los víveres, granadas y balas los trasladan al castillo y que de la artillería de la trinchera la tercera parte son violentos”.
La situación que se vivía dentro de la asediada plaza era insostenible, resultando obvio que el comerciante Istueta estaba trabajando a favor de la capitulación o, al menos, activamente promoviéndola.
Las pérdidas sufridas por los realistas: Ciento cincuenta y seis muertos y cincuenta y nueve heridos, cincuenta y seis oficiales y más de quinientos soldados prisioneros, incluidos la guarnición del castillo. Las pérdidas patriotas –según Páez y lo que parece poco verosímil- diez muertos y treinta y cinco heridos, haciéndose con un botín de guerra constante de sesenta piezas de artillería de todos los calibres, seiscientos veinte fusiles, tres mil quintales de pólvora y seis lanchas cañoneras, más tarde devueltas a sus propietarios en atención a los términos de la capitulación.
El 10 de noviembre vencedores y vencidos, representados por el coronel Manuel Carrera y Colina, negocian los términos de la capitulación acordándose, entre otros puntos, que al abandonar la guarnición realista la fortaleza de San Felipe, se “verificara con bandera desplegada, tambor batiente, dos piezas de campaña con veinticinco disparos cada una y mechas en encendidas, llevando los señores jefes y oficiales sus armas y equipaje, y la tropa con su fusil, mochilas, correajes, sesenta cartuchos y dos piedras de chispas por plaza, debiendo a este acto corresponder las tropas de Colombia con los honores acostumbrados de la guerra”.
El transporte con destino a la Habana del general Sebastián de la Calzada, jefes, oficiales y tropas españolas se le encomienda al Capitán de Fragata J. Mactlan al mando del bergantín “Pichincha” y acompañados de la corbeta “Boyacá” y otras.
La flotilla de Mactlan estará de vuelta en el puerto hacia la tercera semana de diciembre de 1823, trayendo informes de hallarse Cuba en un estado de la mayor confusión y consternación. A los buques colombianos no se les permitió inicialmente la entrada al puerto, aunque más tarde les dejarían entrar con sus banderas enarboladas, “pero los botes eran continuamente apedreados, e insultados por los habitantes”.
El Gobernador de la isla recibió cortésmente a los oficiales, pero les intimó al mismo tiempo que no les podía permitir andar libremente en tierra porque la situación interna en aquel momento no era la mejor. De la Calzada había sido puesto preso a su llegada a la isla, mientras que Carrera y Colina recibiría considerados tratos.
Sea como fuere, la toma de la plaza fuerte de Puerto Cabello fue una memorable acción, que vestiría de gloria al general Páez, sus oficiales y soldados. El general Francisco de Paula Santander, en su condición de Vicepresidente de la República, decretó honores a los vencedores.
El Batallón Anzoátegui pasó a llamarse “Valeroso Anzoátegui de la Guardia”, el regimiento de caballería Lanceros de Honor fue denominado en lo adelante “Lanceros de la Victoria”, a los Jefes, oficiales y tropas que participaron en el ataque y ocupación de la plaza se les concedió el uso de una medalla “que llevarán del lado izquierdo del pecho, pendiente de una cinta carnecí (sic), con esta inscripción: Vencedor en Puerto Cabello año 13º”, de oro para los jefes y oficiales, y de plata para los soldados; mientras que la misma medalla montada en diamantes le correspondió a los Generales en Jefe José Antonio Páez y José Francisco Bermúdez. Finalmente, la medalla de los libertadores de Venezuela, le será concedida a todos los jefes, oficiales y tropa de la división del ejército y a los de marina, que concurrieron al sitio de Puerto Cabello.
La toma de Puerto Cabello pondrá punto final a la presencia española en nuestro territorio, con impacto significativo en términos políticos y económicos, pues el centro-occidente contará con una cómoda salida al mar lo que constituye el punto de arranque de un extraordinario desarrollo comercial.
El viejo sistema de fortificaciones, sin embargo, más que ventajas ahora representaba una pesada carga, de allí que desde 1831 se viniera hablando de la demolición de algunos de sus elementos, especialmente las obras exteriores de la plaza, para formar una sola ciudad uniendo el pueblo interior y exterior:
“Pero las obras de Puerto Cabello deben demolerse –leemos en un viejo documento citado en la obra de Asdrúbal González- no sólo porque no tienen ningún objeto útil, sino porque son muchos y gravísimos los males que han ocasionado y ocasionan a la nación. Durante la guerra de la independencia, dicha plaza se ha rebelado dos veces contra nuestras armas, sirviendo en el curso de ella de asilo a nuestros enemigos y de foco a las hostilidades que se nos hacían. Ya no había un palmo de tierra de la antigua Colombia en que sus bravos no respirasen el dulce ambiente de la libertad, cuando los muros de Puerto Cabello oponían todavía a nuestras armas una resistencia obstinada. La historia aquí también nos dirá la sangre y sacrificios de todo género, con que se compró el día de gloria que dio su rendición al Caudillo actual de nuestras armas y a los valientes que le acompañaron. Desde entonces, la existencia de estas fortalezas ha amenazado constantemente la seguridad pública…”.[6]
La Revolución de las Reformas (1835) pondrá nuevamente sobre la palestra pública la conveniencia de destruir algunas fortificaciones a nivel nacional, siendo que el 8 de marzo de 1836 el Senado y la Cámara de Representantes dictan un Decreto al respecto.
Se ordena así la conservación de la batería de El Corito en Puerto Cabello (Art. 1), señalándose, además, que las fortificaciones que no se mencionaban en el decreto “serán aplicadas a otros usos del servicio para que sean útiles, demoliéndose todo lo que pudiera servir para ofender a las poblaciones, y empleándose los materiales de las partes demolidas en otras obras públicas, o vendiéndose a particulares por cuenta del Gobierno” (Art. 2).
La ciudad verá, entonces, desaparecer poco a poco los elementos de lo que otrora fuera un bien diseñado sistema de fortificaciones, produciéndose el cegado del foso que dividía el arrabal de la ciudad amurallada.
Los dos episodios a los que hemos hecho referencia, por supuesto, no serán los únicos de importancia que verá la ciudad. Otros tienen lugar, muy especialmente, después de concluida la guerra de independencia. Sin embargo, aquellos resaltan por las consecuencias resultantes.
El ataque inglés al mando del más tarde Almirante Knowles justificó con creces la conclusión de las obras de fortificación durante el siglo XVIII, pero la continua amenaza que representaba su carácter de plaza inexpugnable –con la sola excepción de la hazaña patriota de 1823- animó al gobierno a ordenar mucho de su destrucción en el siglo XIX dando lugar a pintorescos cambios en el desarrollo urbano local, de los que emerge finalmente una pujante ciudad portuaria.
[1] Anónimo, Diario de la expedición a la Guira y Puerto Cavallos en las Indias Occidentales, bajo el mando del Comodoro Knowles según carta de un Oficial a bordo del “Burford” a un amigo suyo en Londres, p. 8.
[2] A.G.I. Sección Audiencia de Caracas, legajo 838A, citado por David R. Chacón Rodríguez en La defensa de las costas venezolanas de La Guaira, Punta Brava y Puerto Cabello frente al ataque inglés de 1743, p. 44.
[3] Anónimo, Diario de la expedición a la Guira y Puerto Cavallos en las Indias Occidentales, bajo el mando del Comodoro Knowles según carta de un Oficial a bordo del “Burford” a un amigo suyo en Londres, pp. 27–29.
[4] Juan Manuel Zapatero, Historia de las Fortificaciones de Puerto Cabello, p. 96.
[5] Autobiografía del General José Antonio Páez, Tomo I, pp. 211–214.
[6] Asdrúbal González Servén, Sitios y Toma de Puerto Cabello, p. 339.
Bibliografía:
ANÓNIMO (1744). Diario de la expedición a la Guira y Puerto Cavallos en las Indias Occidentales, bajo el mando del Comodoro Knowles según carta de un Oficial a bordo del “Burford” a un amigo suyo en Londres, impreso por J. Robinson.
CHACÓN RODRÍGUEZ, David R. (1991). La defensa de las costas venezolanas de La Guaira, Punta Brava y Puerto Cabello frente al ataque inglés de 1743. Bazan-Armada República de Venezuela, LA VOZ, San Fernando.
GONZÁLEZ SERVÉN, Asdrúbal (1974). Sitios y Toma de Puerto Cabello. “El Carabobeño”, Valencia, Venezuela.
NECTARIO MARÍA, Hno. (1971). Derrota Inglesa en Puerto Cabello 1743. Ediciones del Concejo Municipal de Puerto Cabello, Madrid.
PÁEZ, José Antonio (1987). Autobiografía del General José Antonio Páez. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia. Fuentes para la Historia Republicana de Venezuela. Caracas. Segunda Edición. 2 Tomos.
VIVAS PINEDA, Gerardo (1998). La aventura naval de la Compañía Guipuzcoana de Caracas. Fundación Polar, Caracas.
ZAPATERO, Juan Manuel (1977). Historia de las Fortificaciones de Puerto Cabello. Banco Central de Venezuela, Caracas.