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El amor en tiempos de ferrocarril

 

Alexander Cambero
Periodista, poeta y escritor 

El ferrocarril serpenteaba entre el verdor de un bosque esplendoroso, rieles acostados como una inmensa serpiente con la cabeza puesta en la Duaca de entonces. El progreso viajaba en aquellas locomotoras con la impronta europea. Como un educado inglés vestía de riguroso negro, con sus zapatos, firmemente aferrados a los durmientes de hierro


El apel­a­ti­vo Bolí­var, tren­z­a­ba la vie­ja his­to­ria eman­ci­pado­ra, evo­ca­da por aque­l­las máquinas con la lozanía de la mod­ernidad. La vista del pasajero se perdía en pre­dios de incom­pa­ra­ble belleza, rum­bos infini­tos que tejían leguas de esfuer­zo y tra­ba­jo colec­ti­vo; el eco­sis­tema ati­bor­ra­do de pájaros de múlti­ples col­ores que desand­a­ban por el paraíso.

El sil­bido pro­fun­do del armatoste, endios­a­ba sus bocanadas naci­das del útero del car­bón. A los lejos se abren las corti­nas de nues­tra ciu­dad, como des­ti­no de muchas per­sonas. Las mujeres se pre­senta­ban en la estación con sus vesti­dos ele­gantes. En los ban­cos aguard­a­ba el amor en las miradas furtivas. Se vienen los besos anhela­dos en las noches de las lám­paras de querosén.

Los rieles son ardi­entes brasas que reciben aquel pesa­do armazón, que se desliza por su firme esquele­to de hier­ro, la bru­ma se cor­ta con cuchil­lo, la prox­im­i­dad se hace deseo cuan­do asoma­ba su ros­tro entre la expectación de mucha gente. Ciu­dad esplen­dorosa entre ros­ales que bor­de­a­ban toda la estación. El fer­ro­car­ril repos­a­ba con su vien­tre ardi­ente de car­bones encen­di­dos. Con gran prestancia van descen­di­en­do has­ta un des­ti­no con olores inolvidables. 

La Dua­ca eterna

Las calles esta­ban impreg­nadas del per­fume de la flor. La belleza del ambi­ente se refle­ja­ba en la her­mo­sura de aque­l­las mujeres duaque­ñas, parecían recogi­das del lien­zo mági­co del eco­sis­tema cre­spense. Los poet­as se deleita­ban escribién­doles a las jóvenes que se asoma­ban en los zaguanes, las ven­tanas se apertrech­a­ban de seguri­dad para escuchar las ser­e­natas arran­cadas del sen­timien­to varonil de los atrevidos.

La próspera Dua­ca esta­ba llena de com­er­cios en donde desta­ca­ba la casa Bor­tone, la moda euro­pea se exhibía allí. Los col­ori­dos som­breros de Milán esta­ban jun­tos a los vesti­dos que lle­ga­ban con reg­u­lar­i­dad, des­de estas tier­ras salía el café que se con­sumiría en bue­na parte de Europa. Des­de Italia se importa­ban ali­men­tos de primerísi­ma cal­i­dad, al igual que la moda que colo­ca­ba a la ciu­dad como epi­cen­tro com­er­cial en la región.

No era extraño ver a las seño­ras atavi­adas ele­gan­te­mente en las cer­canías de la plaza Inde­pen­den­cia para la retre­ta del domin­go. Guantes de seda con sus som­breros en com­bi­nación con los vesti­dos de fir­mas ital­ianas, la impronta del pro­gre­so en el encuen­tro domini­cal. Todas rodeadas de sus famil­ias en per­fec­to orden. En aque­l­la sociedad bajo rígi­das for­mas de la época, se man­tenía el respeto, como nor­ma de todo bien educado.

En 1907 la comar­ca dis­fruta­ba del esplen­dor pro­duc­to del café. El pequeño gra­no de la famil­ia de los rubiáceos, gen­er­a­ba for­tu­na en la comar­ca. Que nues­tra población man­tu­viera un desar­rol­lo sostenido hizo que se afi­an­zaran las tradi­ciones. Las fies­tas del patrono en junio con­ta­ban con la pres­en­cia musi­cal. Die­stros eje­cu­tantes hacían de las suyas en la plaza Bolí­var. Allí se con­gre­ga­ba una nutri­da rep­re­sentación de la duaque­ñi­dad. La tradi­ción decem­b­ri­na goz­a­ba de un may­or talante reli­gioso. La Sociedad de Jesús en el Huer­to, era la encar­ga­ba de realizar el pese­bre. El mate­r­i­al uti­liza­do era de primera cal­i­dad. Las piezas lle­ga­ban de Italia como un agradec­imien­to de las muchas famil­ias, que, con ese ori­gen, asum­ieron esta tier­ra como la suya.

Todo con el esmero de los artis­tas, era la úni­ca fes­tivi­dad en donde San Juan, lo man­tenían un tan­to ale­ja­do del pro­tag­o­nis­mo de Jesús, como rey naciente de la Navi­dad. La igle­sia era el pun­to de encuen­tro de una tradi­ción muy arraiga­da en la noche de los tiempos.

 

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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