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El baile prohibido en Puerto Cabello

Elvis López
Cronista e historiador

A medi­a­dos del XVII, en varias pobla­ciones de Venezuela, las pro­ce­siones del Cor­pus Christi y las dan­zas “de mulatas” habían alcan­za­do fama. La igle­sia las con­denó con pena de exco­mu­nión, por con­sid­er­ar graves ofen­sas a Dios. Sostenía que, “los fieles ale­ja­dos de los asun­tos reli­giosos se ocu­pa­ban de sus prác­ti­cas”. Por eso, en las Con­sti­tu­ciones Sin­odales (1687) dic­tadas por el Obis­po Diego de Baños y Sotomay­or advierten de su puni­ción. Entre las dan­zas pro­hibidas se hal­la­ba el fan­dan­go, baile de ori­gen incier­to, que para algunos musicól­o­gos tiene raíz árabe española.

El Dic­cionario de Autori­dades (1735) expli­ca que, el fan­dan­go en España “es un baile intro­duci­do por los que han esta­do en los reinos de Indias que se hace al son de un tañi­do muy ale­gre y fes­ti­vo”. Para Ale­jo Car­pen­tier (1979), “es una dan­za fecunda­to­ria negro-africana, prove­niente de la Guinea, que llegó a las Antil­las a par­tir de la dis­per­sión de los esclavos traí­dos por la fuerza a América”.

 

En ese tiem­po, la sociedad era fer­viente a los dog­mas reli­giosos, con­tra­venir las nor­mas dic­tadas por la igle­sia, se con­sid­er­a­ban una blas­femia. Pero, cuan­do se trata­ba de bailar, había lugar para que las per­sonas, en los pueb­los se entre­garan a las pasiones del Fandango.

En 1742 el obis­po Juan Gar­cía Aba­di­ano, escribió un edic­to con­tra los bailes expre­san­do: “Por quan­to por noti­cias cier­tas que ten­emos de los desór­denes y gravísi­mas ofen­sas a Dios que se siguen y ordi­nar­i­a­mente se orig­i­nan de los con­cur­sos de hom­bres y mujeres en músi­ca y bayle que vul­gar­mente lla­man fan­dan­go mez­clán­dose per­sonas de ambos sex­os con notable detri­men­to de sus almas por las tor­pezas y cor­re­spon­den­cias ilíc­i­tas que resul­tan de seme­jante con­cur­so […] ofen­sivos a la Div­ina Majes­tad y per­ju­di­ciales al bien par­tic­u­lar de nues­tras ove­jas para que estas vivan arregladas a el san­to amor y temor de Dios Nue­stro Señor”

 

A estos des­or­denes, el obis­po Diez Madroñero (1742), advierte a los feli­gre­ses entre otras con­sid­era­ciones […] “se absten­gan y pro­curen evi­tar bayles o fan­dan­gos espe­cial­mente de noche que son causa i moti­vo de escán­da­lo en cua­lesquiera dias fes­tivos o no fes­tivos tenien­do seme­jante cuida­do el Rveren­do] Padre] cura Doc­trinero de dicho Pueblo en que se eviten dichos con­cur­sos de bayles y fan­dan­gos con aper­civimien­to de que el que lo con­trario hiciere de dichos feli­gre­ses ser­an juz­ga­dos y rotu­la­dos en la Igle­sia parrochial” […]

Las fies­tas donde pre­senta­ban el fan­dan­go eran con­sid­er­adas un espa­cio para pecar. En tal medi­da, “El Real Con­sula­do Español, adop­tó el 10 de abril del año 1749”, nor­mas sev­eras para los eje­cu­tores y con­tem­pladores del fan­dan­go. Posi­ción aproba­da por la igle­sia católi­ca, seña­lan­do que, los con­tac­tos de las manos y exager­a­do de los movimien­tos gen­er­a­ba “Lazo de sexo”. La pena, fija­ba dos años de cár­cel a quienes eje­cu­taran el baile, y dos meses a los que miraban.

Debido a la pro­hibi­ción del fan­dan­go, zaram­be­ques, la zapa, y mochilera; rit­mos “dia­bóli­cos” para la igle­sia y gen­er­al­iza­dos como bailes de Mono, se comen­zaron a prac­ticar a escon­di­das, el arzo­bis­po de Cara­cas Diego Anto­nio Diez Madroñero (1757), pro­mul­go cánones morales y reli­giosos con­tra “lazo de sex­os, con­tac­tos de manos y acciones descompuestas”. 

Pero, desta­ca que “aunque los bailes no sean en si ocasión de pecar, lo son reg­u­lar­mente en la prác­ti­ca, debi­en­do ten­er enten­di­do los hom­bres y mujeres cuán grande y peli­grosa acción de pecar sea la de bailar jun­tos y que van expuestos a caer”. Al finalizar su prela­do en 1769 los bailes se realizaron nue­va­mente en público.

En 1773 el obis­po Mar­i­ano Martí tam­bién tuvo una pos­tu­ra con­tra el baile advierte de las prác­ti­cas de saraos o fan­dan­gos real­iza­dos, pero lo son más peli­groso de noche “con­cur­ren hom­bres y mujeres con tan evi­dentes ries­gos de sus con­cien­cias que no puede dudarse (…) man­damos a los curas de la pre­sente igle­sia, que no cesan de cla­mar con­tra este per­ni­cioso abu­so dichos bailes”

El obis­pa­do se man­tu­vo con­trario a los fes­te­jos de estos bailes, pero las autori­dades civiles lo exhibían en las fies­tas. En 1795 solic­i­tan al Capitán Gen­er­al “para pul­sar tam­bor, rep­re­sen­tar tres come­dias y algunos saraos o fan­dan­gos, todos ellos hon­estos y mod­er­a­dos regocijos”.

El com­er­cio marí­ti­mo, per­mi­tió la poli­cromía que definió el mes­ti­za­je cul­tur­al de Puer­to Cabel­lo. Por años, se con­sid­era el baile de tam­bor un estereotipo musi­cal exclu­si­vo de la cos­ta. No obstante, viejos doc­u­men­tos, describen la pasión de la sociedad colo­nial por el fandango.

Estos lo sitúan en la his­to­ri­ografía local en una condi­ción excep­cional e inédi­ta. Los reg­istros arquid­ioce­sanos refle­jan la prác­ti­ca cotid­i­ana del baile para las primeras décadas del siglo XVIII en la urbe porteña, sugirien­do las cróni­cas, una devo­ción ances­tral antigua.

Antes del establec­imien­to de la Com­pañía Guipuz­coana en Puer­to Cabel­lo, el núcleo de la vida social esta­ba en las hacien­das de los valles veci­nos, sien­do San Este­ban cabecera. Los planes de expan­sión de la fac­toría com­er­cial dan ori­gen a la ciu­dadela en la ter­cera déca­da del siglo XVIII.

En ese lap­so, se con­struyen casas, igle­sia, estab­los, hos­pi­tal y plaza. Pero, soter­rada­mente se va ges­tando el mes­ti­za­je cul­tur­al. Imag­i­namos a fal­ta de relatos, que el fan­dan­go arribó a nues­tra cos­ta, en algu­na bar­ca forastera; vesti­do de mujer, con acen­to a tier­ras lejanas, cau­ti­van­do el espíritu par­ran­dero de los moradores de entonces. 

A la derecha Casa Guipuz­coana. La ima­gen debe ser de 1890 aprox­i­mada­mente. Archi­vo: José Alfre­do Sabati­no Pizzolante

Ape­nas se revestían los muros de Puer­to Cabel­lo, cuan­do la igle­sia sig­ilosa vetó el fan­dan­go. Es iróni­co imag­i­narse el cas­ti­go a población, donde no existía espa­cio públi­co para el deleite musi­cal. Pero los encuen­tros se daban, sien­do el fan­dan­go de espa­cial moti­vación. Quienes par­tic­i­pa­ban las fies­tas, dada sus emo­ciones, alter­a­ban la tran­quil­i­dad espir­i­tu­al que exigía el clero.

El 5 de octubre de 1736 el Pres­bítero Don Gre­go­rio Alvares min­istro Capel­lán de la Real Fuerza dio auto de prov­i­den­cia para que el cura de Puer­to Cabel­lo, o el que ade­lante lo fuere, no per­mi­ta ni con­sien­ta los con­cur­sos de bailes, músi­ca, fan­dan­gos y se pro­hibió a todo género de per­sonas de ambos sex­os que so pena de exco­mu­nión may­or se absten­ga y evite de los con­cur­sos sien­do ilíc­i­tos y dirigi­dos a causar las tor­pezas que se exper­i­men­tan. Dicha orden se mandó leer dere­cho en un día de con­cur­so durante la misa solemne y que el cura a car­go de la feli­gresía lo copi­ase en uno de los libros par­ro­quiales, y después que lo fijase en su iglesia.

Aparente­mente, el veto de la igle­sia, no mod­i­fi­co el hábito de los porteños por la dan­za. Así lo refle­ja el ofi­cial francés Jean-François de Cler­mont durante su estadía en 1783, “en los ban­quetes que se real­iz­a­ban en algu­nas casas par­tic­u­lares, las mujeres se junt­a­ban a un lado de la habitación y los caballeros por el otro, hablan muchísi­mo de rosar­ios y san­tos, ento­nan can­ti­cos, can­ción de amor, y todo ter­mina­ba con bailes, zara­ban­das, passe-pieds, y el fandango”.

Según, Jean Bap­tiste de Cori­o­lis (1783), el fan­dan­go pres­en­ci­a­do en Puer­to Cabel­lo, era una dan­za que se hacía frente a frente y es muy volup­tu­osa. Donde, las jóvenes actu­a­ban por nat­u­raleza, y no porque tenían una enseñan­za for­mal de la músi­ca. En sus memo­rias, desta­ca “Un con­tin­uo movimien­to de los bra­zos facili­ta a las mujeres un medio para desple­gar sus gra­cias. No hay entre ellas ningu­na que no sepa acom­pañarse bien con la gui­tar­ra. La expre­sión que ponen en lo que can­tan y la coquetería que agre­gan, has­ta los más pequeños movimien­tos, son medios de seduc­ción a los cuales es difí­cil de resistir”.

Al respec­to, Jean-François de Cler­mont Otro, expre­sa el fan­dan­go “haría son­ro­jar a la mujer más dis­o­lu­ta” “la vi eje­cu­tar varias veces y no pude dejar de asom­brarse al ver­la bailar por dos jóvenes señori­tas. En los bailes más for­males nun­ca dejan de bailar esta dan­za. La joven señori­ta tiene como pare­ja a un caballero cuyos movimien­tos coin­ci­den exac­ta­mente con los de ella. Por todo ello ya he dicho lo sufi­ciente para dar una idea del fan­dan­go y de la man­era de cómo se baila”.

El Baron Von Closen, de esa mis­ma expe­ri­en­cia en Puer­to Cabel­lo, señala en su diario “No debo olvi­darme de hablar del tal­en­to de la gente por la músi­ca y el baile, de los cuales las bellezas de este país son tan afi­cionadas a pesar de que nun­ca podrán alcan­zar la exce­len­cia en estas artes, como lo hacen aque­l­las de Europa. “Se vuel­ven locas por el fan­dan­go, una especie de baile pop­u­lar, que cuan­do se eje­cu­ta bien es bas­tante boni­to, pero ellas le quieren agre­gar demasi­adas mon­erías que lo vuel­ven com­ple­ta­mente ridícu­lo y a veces has­ta indecente”.

La visión de la igle­sia no cam­bio de pare­cer, el fan­dan­go era un baile pro­hibido. En los doc­u­men­tos rel­a­tivos a la visi­ta pas­toral del Obis­po Martí, se encuen­tra, la con­de­na más fuerte con­tra el baile es “un cír­cu­lo, cuyo cen­tro es el dia­blo y la cir­cun­fer­en­cia sus ministros”.

Pero, con­tra todo obstácu­lo en el gus­to por el fan­dan­go se man­tu­vo pre­sente. En los entretelones de las guer­ras civiles del siglo XIX, supo corte­jar a los más rebeldes caudil­los. En 1854, el Gob­ier­no Políti­co de la Provin­cia de Carabobo, establece en el artícu­lo 28 “dar cuen­ta a la policía de los fan­dan­gos y velo­rios son per­mi­ti­dos”. A pesar de las críti­cas, y por iróni­co que parez­ca, el fan­dan­go trascendió en el tiem­po y for­ma parte del Folk­lor de Venezuela, trasmi­ti­do de gen­eración a gen­eración, con otro nom­bre “Joropo”.

 

CorreodeLara

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