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El catire del Castillo de San Felipe

 

Luis Heraclio Medina Canelón
Historiador

Hay historias que no han llegado a los libros, que permanecen en la tradición oral y que corren el riesgo de perderse para siempre.  Son las pequeñas historias de la cotidianidad de nuestros antepasados, que nos traen sus vivencias, lejos de números y estadísticas, que no forman parte de los grandes acontecimientos, pero que son fundamentales para conocer a cabalidad cómo como fueron sus vidas, cómo transcurrieron sus sufrimientos, sus alegrías, sus éxitos y sus fracasos


LOS PRESOS DEL CASTILLO

El Castil­lo de Puer­to Cabel­lo, Castil­lo de San Felipe, lla­ma­do tam­bién con el iróni­co nom­bre de Castil­lo Lib­er­ta­dor, fue prisión casi des­de el momen­to de su con­struc­ción. En tiem­pos de la dic­tadu­ra de Juan Vicente Gómez sirvió para pri­var de su lib­er­tad, sin fór­mu­la de juicio alguno, a cen­tenares de vene­zolanos por dis­tin­tas razones. Allí esta­ban sobre todo los lla­ma­dos “pre­sos políti­cos”, una amal­ga­ma de vene­zolanos que iba des­de guer­reros nacional­is­tas o “mochis­tas” has­ta sim­pa­ti­zantes y famil­iares de Cipri­ano Cas­tro, pasan­do por ami­gos de Del­ga­do Chal­baud, de Aré­va­lo Cedeño y Aré­va­lo González, de Peñaloza, de los Urbina y de cualquier vene­zolano, que de hecho o de sim­ple pal­abra hubiera molesta­do al dic­ta­dor o a uno de sus secuaces.

Pero sin juicio alguno, tam­bién sufrían los gril­los del castil­lo muchos otros vene­zolanos, por meros capri­chos de algún jefe­cil­lo gomecista. Está el caso de un pre­ten­di­ente de la her­mana del pres­i­dente del esta­do Yaracuy, que no le agrad­a­ba al man­datario region­al, quien para ale­jar­lo de su her­mani­ta lo hizo deten­er y encer­rar en la cár­cel porteña.  Un año duró el infe­liz pre­so, has­ta que perdió las ganas de corte­jar a la mujer. El pro­pio pri­mo her­mano de Gómez, San­tos Matute Gómez, pres­i­dente del esta­do Zulia, en una comu­ni­cación dirigi­da al tira­no, nar­ra cual era el ori­gen del encar­ce­lamien­to de muchos des­dicha­dos vene­zolanos que habían per­di­do la libertad:

“…fui infor­ma­do de que existían indi­vid­u­os sin sig­nifi­cación políti­ca o social que han per­maneci­do y aun per­manecen detenidos, sin causa algu­na que amerite tal detención…figuran en esta lista indi­vid­u­os que tienen 7 y mas años pre­sos por intri­gas de pasiones mezquinas, mal­queren­cia de Jefes de Munici­pio y Jue­ces de Aldeas; porque le ganó un gal­lo a una autori­dad, porque no quiso prestar­le su pla­ta o sus bes­tias a otra; porque le sor­prendieron unas botel­las de aguar­di­ente; por pequeñe­ces en fin, en caso de ser fal­tas pudieron haber sido cas­ti­gadas con un sim­ple arresto, pero que nun­ca han sido motivos para con­denar a un pobre hom­bre a u sopor­tar un cau­tive­rio, dejan­do a su famil­ia aban­don­a­da y lo mis­mo sus pequeños intereses…en esta for­t­aleza exis­ten unos infe­lices que nun­ca han sido hos­tiles al gob­ier­no, que jamás han sabido lo que es políti­ca y que son de tan ningu­na sig­nif­i­can­cia, que no mere­cen la prisión que sufren…” (2)

Creemos que es nece­sario recal­car que no es un ene­mi­go del rég­i­men quien arri­ba se expre­sa, es un pres­i­dente de esta­do, el pro­pio pri­mo de Gómez, un hom­bre de su más extrema con­fi­an­za, que le recuer­da que hay unos hom­bres pre­sos “por 7 años y mas”, porque no le quisieron prestar cua­tro fuertes a un miem­bro del gob­ier­no, o porque su gal­lo le ganó al del otro en la riña. Así eran las cosas.

LA HISTORIA DEL CATIRE

Mi abue­lo Luis Eudoro Med­i­na, guer­rero nacional­ista o mochista, antigomecista recal­ci­trante, des­de 1930 se encon­tra­ba pre­so en el Castil­lo, luego de haber par­tic­i­pa­do en acciones de un grupo de nacional­is­tas con­tra el tira­no.  Uno de aque­l­los tristes días de encier­ro, llegó un nue­vo detenido. Como era habit­u­al, todos los pre­sos se acer­caron a ver quien era el com­pañero de infor­tu­nio, pero nadie pudo hablar con él.  Los carceleros a empel­lones lo lle­varon a un cal­abo­zo pequeño, de los lla­ma­dos “soli­tar­ios”, le remacharon un par de gril­los de 70 libras y tran­car­on la reja. El abue­lo describía al pre­so como un catire alto, de ojos claros, del­ga­do, de porte “de gente decente” para usar sus propias pal­abras. Quizás muy pare­ci­do a él mismo.

Los pre­sos del Castil­lo recibían por úni­ca ali­mentación diari­a­mente dos cucharones de un agua tur­bia en la que nad­a­ban unos fri­joles pic­a­dos, un tro­zo de plá­tano y un pocil­lo de café, dos veces al día. Los más afor­tu­na­dos que tenían famil­ias con cier­tos recur­sos hacían lle­gar a los pre­sos algo de com­er o algún diner­i­to, que el coro­nel Pauli­no Camero, jefe de la prisión,  cuan­do esta­ba de buen humor deja­ba lle­gar a sus des­ti­natar­ios. Con ese dinero, los pre­sos podían com­prar en una bode­ga propiedad del pro­pio Camero algunos víveres a pre­cios exor­bi­tantes. Aun así el ham­bre era una tor­tu­ra habit­u­al para todos. Luis Eudoro con­ta­ba que tenía una pesadil­la recur­rente: perseguía a una bici­cle­ta cuyas ruedas eran un par de arepas y los manubrios eran bol­los de pan.  Nun­ca la podía alcan­zar y des­perta­ba desesperado. 

Pararon algunos días y Luis Eudoro, cam­i­nan­do por el patio de la prisión, bas­tante cer­ca del “soli­tario” donde habían arro­ja­do a aquel hom­bre, escuchó un débil lamen­to que salía de la oscuri­dad del calabozo:

-Me estoy murien­do de hambre…tengo var­ios días que no como…por favor déme algo de comer…

Con­movi­do buscó entre los com­pañeros algo para dar­le a aquel des­dicha­do y con­sigu­ió un tro­zo de que­so duro y un pequeño peda­zo de papelón.  Se acer­có a una dis­tan­cia pru­den­cial de la reja del cal­abo­zo y le lanzó los ali­men­tos.  No se sabe si por mera casu­al­i­dad, o fue que algún guardia lo vio o un pre­so lo delató, pero a los pocos min­u­tos dos guardias entraron en el soli­tario y le arran­car­on a aquel már­tir lo poco que le qued­a­ba de aque­l­la comi­da. Luis Eudoro, que no se había podi­do ale­jar mucho era el sospe­choso de haber sido quien le dio aque­l­los aux­il­ios al hom­bre del solitario.

El coro­nel Pauli­no Camero, el curel carcelero le increpó:

-¿Quién fue? ¿Fue ust­ed Medina?

-Si fui yo.

-Pal soli­tario y le remachan unos gril­los pa que no sea entrépito ¡

Tam­bién fue a parar a otro cal­abo­zo soli­tario, pre­vi­a­mente le habían remacha­do un par de gril­los.  Allí, a rezar, can­tar y recitar, para escuchar una voz humana, a tratar de rayar las pare­des de piedra con algún gui­jar­ro y a hac­er el poco ejer­ci­cio que podía per­mi­tir la movil­i­dad de trein­ta kilos de hier­ro afer­ra­dos a sus tobil­los. Cualquier cosa para no vol­verse loco, como ya había vis­to a var­ios com­pañeros que habían enlo­que­ci­do luego de mucho tiem­po en los “soli­tar­ios”.

Dos o tres meses después (en el soli­tario, sin ten­er con qué escribir, se pierde la noción del tiem­po) lo dejan salir y le qui­tan los remach­es. Nue­va­mente a ver la luz del sol y a tratar de cam­i­nar.  Al con­ver­sar con los com­pañeros y mien­tras se imponía de las escasas novedades ocur­ri­das a los pre­sos, pre­gun­tó por el catire del solitario.

- No chico¡ Le respondió un com­pañero – A ese pobre lo mataron de ham­bre.  No le pasaron nun­ca nada de com­er. Var­ios días después de que te encer­raron a ti, lo sac­aron ya muer­to, esta­ba como un esquele­to el pobre.

Nun­ca se supo la iden­ti­dad de “el catire del soli­tario”, mucho menos cual fue su fal­ta si tuvo algu­na. Segu­ra­mente su famil­ia tam­poco supo su des­ti­no. Eran tiem­pos de un abso­lu­to terror.

EPÍLOGO

En diciem­bre de 1935, todavía no había ter­mi­na­do de caer la últi­ma pal­a­da de tier­ra sobre el ataúd de Juan Vicente Gómez, cuan­do los oli­gar­cas gomeros y los esbir­ros del gome­cis­mo huyeron despa­voridos de Venezuela. Los famil­iares del dic­ta­dor escaparon por bar­cos y aviones con bul­tos de mil­lones de bolí­vares y moro­co­tas, mien­tras sus casas eran saque­adas por la gente enfure­ci­da que desa­hoga­ba tan­tos años de opresión. 

El coro­nel Pauli­no Camero, asesino y tor­tu­rador del Castil­lo de Puer­to Cabel­lo fue uno de los más ágiles a la hora de escapar. Fue a parar a un país cer­cano, en las rib­eras de nue­stro mar Caribe, donde pens­a­ba que podía vivir en tran­quil­i­dad. Por cosas del des­ti­no un buen día de 1936, un vene­zolano, antiguo pre­so políti­co, que se encon­tra­ba de dili­gen­cias en ese país se encon­tró de frente con Camero. El esbir­ro se puso páli­do y no tuvo tiem­po de ver el bastón de madera de “pelle­jo de indio” que con fuerza caía sobre su cabeza. En el sue­lo recibía una andana­da de palos que le rompían la cabeza, nar­iz y boca.  Llo­ran­do imploraba:

-No me mates por favor¡ No me mates¡

El hom­bre que hacía jus­ti­cia, desa­hogó el ren­cor por tan­ta mal­dad que había vis­to y sufri­do de aquel bas­tar­do, pero quizás por com­pasión o quizás por no meterse en prob­le­mas en un país extran­jero, no ter­minó con su ven­gan­za y dejó al ex coro­nel llo­ran­do en un char­co de san­gre. El antiguo esbir­ro viviría muchos años más y moriría en su cama.


(1) Lavin, John. “Una Aure­o­la para Gómez” Dis­tribuido­ra Con­ti­nen­tal. Cara­cas. 1960
(2) Comu­ni­cación de San­tos Matute Gómez a Juan Vicente Gómez de fecha 26 de agos­to de 1919, pub­li­ca­da en el Boletín del Archi­vo Históri­co de Miraflo­res Nro. 31, Cara­cas julio-agos­to 1964. Sec­re­taría de la Pres­i­den­cia de la Repúbli­ca. Imprenta Nacional, Caracas

CorreodeLara

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