El doctor José Gregorio Hernández: hombre y mito
Rafael Arraiz Lucca
Escritor. Profesor Unimet. Abogado. Doctor en historia. Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua
En la tarde del 29 de junio de 1919 el doctor José Gregorio Hernández caminaba por la esquina de Amadores (La Pastora), después de bajarse de un tranvía, cuando fue atropellado por un vehículo. Se desplomó de espaldas y su occipital cayó justo en el filo de la acera. Lo llevaron al hospital Vargas y allí falleció, a los 55 años. Fue enterrado en el Cementerio General del Sur y en 1975 sus restos fueron trasladados a la Iglesia de la Candelaria, en Caracas. Su pueblo natal, Isnotú (Trujillo), es un lugar de peregrinaje de miles de devotos.
Refiere Rómulo Gallegos que el entierro del médico fue un acontecimiento: “No fue el duelo vulgar por la pérdida del ciudadano útil y eminente, sino un sentimiento más hondo, más noble, algo que brotaba en generosos raudales de lo más puro de la sustancia humana.” Y también desliza su biógrafa, María Matilde Suárez, que el fervor comenzó de inmediato a manifestarse, cuando a la tumba del médico acudían diariamente decenas de personas buscando favores para sus parientes resentidos de salud.
El mito comenzó con su muerte y cumple 100 años enamorando a los creyentes y, sin embargo, no ha sido suficiente para que el Vaticano lo ascienda a santo, pero a la gente no le importa y le ruegan a él directamente, portan sus estampitas, ponen sus estatuillas al lado de la cama y, según aseguran, el doctor Hernández cumple. De tal modo que quien está en deuda es la Iglesia, no José Gregorio Hernández, y mucho menos sus devotos agradecidos.
Los aportes de Hernández a la medicina venezolana son de gran magnitud. Se le considera el fundador de la medicina experimental en el país. Una vez que fue becado por el gobierno de Juan Pablo Rojas Paúl, se fue a Paris a completar su formación. De allá trajo hasta los implementos para el laboratorio de Fisiología Experimental en su Alma Mater (UCV), donde fue profesor durante 28 años, con interrupciones de 5 años en dos oportunidades, cuando viajó a especializarse. Sus aportes son centrales para la histología, la embriología, la bacteriología y la microbiología.
Pero una faceta es la científica y otra es lo que ha hecho el fervor popular con su paso por la tierra. Los creyentes, que son millones, le atribuyen favores médicos imposibles de realizar, motivo por el que elevan plegarias para ser escuchados por él, y luego dejan placas aludiendo a los “favores recibidos”. Esto ya es otro tema. Un asunto que se adentra en la selva compleja de las creencias, de la fe, de los cimientos sociológicos de una Nación que lo fue venerando, con base en su conducta, en su obra de galeno, y en el fervor con que vivía su credo religioso. Por eso es que con Hernández se alza una paradoja: son los católicos quienes lo elevan a los altares, y la autoridad de la Iglesia Católica es la que se ha tardado décadas en santificarlo.
De los episodios de su vida uno de los más interesantes es la polémica con el eminentísimo Luis Razetti. El nudo de la discusión era central: evolucionismo versus creacionismo. Razetti, naturalmente, era evolucionista y Hernández, como católico ortodoxo, no podía serlo. Creía que Dios era el autor del universo y del hombre: “Hay dos opiniones usadas para explicar la aparición de los seres vivos en el Universo: el Creacionismo y el Evolucionismo. Yo soy creacionista.” Esto se dice fácil, pero no ha debido serlo para un médico formado dentro de los parámetros positivistas de su tiempo.
En cuanto a los misterios de su personalidad hay tres, por lo menos, para los que no encuentro respuesta. Ningún biógrafo, que yo sepa, habla de alguna relación amorosa de Hernández. Nada. Ni una novia juvenil. Sospecho que se trata de una estrategia abonadora del camino hacia la santidad: la exaltación del celibato. Sobre esta faceta esencial en la vida de todo ser humano, como es el encuentro con el otro, ni una palabra. ¿No lo hubo?
El segundo es su coquetería. En uno de sus regresos de Europa le dio por vestirse como un patiquín por unos años, y al parecer nadie entendía la disonancia entre aquel hombre serio y taciturno y sus ropas estrafalarias. Tampoco se entendía bien cómo era que pasados los 50 años no tenía canas en el bigote ni en el cabello, pero su biógrafa revela que usaba tinte para ocultar las “nieves del tiempo”. Sorprendente.
El tercer misterio son los tres intentos que hace por ser monje y fracasa. Dos veces en Italia y una en Venezuela. ¿Qué pasaba? Sería interesante indagar más en esto, y no satisfacerse con las explicaciones que él mismo dio, por ejemplo, sobre sus 9 meses en la Cartuja de Farnetta, en Lucca, cuando adujo que no soportó el frío, la soledad, el rigor alimenticio y otras severidades conventuales. ¿Y qué pensaría que era la vida monacal? ¿No habrá algo de romanticismo idealizante en sus intentos por introducirse en el claustro? Lo extraño de esto es que se trata de un médico: ninguna profesión está más enfocada sobre la gente que ésta; prescindir totalmente de ella es como negar la esencia vocacional de sí mismo. Se me dirá: tenía vocación de monje. No lo creo. Un médico no es un monje.
Una batería de virtudes
Su pensamiento recogido en Elementos de Filosofía (1912) no se sale de los linderos del catolicismo, de modo que allí no hay mucho que destacar. Lo que sí es asombroso fue lo que engendró Hernández en vida e hizo eclosión con su muerte. Los venezolanos colocamos en él una batería de virtudes extraordinaria, al punto que se ha ido consolidando como un mito católico, civil, bondadoso, asceta, sereno, justo, silencioso, que convive con otro mito nacional encarnado por Simón Bolívar: nervioso, militar, eléctrico, que recorre varias veces a caballo un continente.
De modo que tenemos un héroe en cada mano: el guerrero y el sanador; el hombre que conduce pueblos, y el que lo cura; el hombre expansivo y discursivo que conquista, y el silencioso que vence en el laboratorio. Aquí hay mucha tela que cortar. Los pueblos crean sus propios mitos, que fungen como modelos, y que expresan algo que vive en nosotros y es necesario verlo en un arquetipo ejemplar.