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El tenebroso terremoto del 26 de marzo de 1812

 

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista

ERA JUEVES SANTO

4 y 15 de la tarde de aquel remoto 26 de marzo de 1812. Los fieles católicos estaban congregados en las iglesias para celebrar la eucaristía, cuando de pronto se sintió un fuerte movimiento y seguido un pavoroso rugido, sordo, ahuecado, que salía de las entrañas de la tierra, aterrorizando a todos. Las aves enmudecieron su trinar y se espantaron con los gritos desesperados. Ráfagas de viento sacudieron el polvo de la destrucción.  Era un terremoto.


En solo segun­dos, asoló a Cara­cas, La Guaira, Bar­quisime­to, Méri­da, El Tocuyo, San Felipe, cau­san­do estra­gos en otras pobla­ciones. Se cal­cu­la que en Cara­cas perecieron unas 10.000 per­sonas, cuan­do la población era de unas 44.000 almas y en La Guaira 3.000. En vir­tud de que el 19 de abril había caí­do tam­bién un jueves San­to, los real­is­tas, ‑espe­cial­mente los sacerdotes‑, aprovecharon esa cir­cun­stan­cia para hac­er creer que se trata­ba de un cas­ti­go del reino celes­tial y sumar adep­tos a la causa del rey español Fer­nan­do VII.

Días antes, el 23 de mar­zo a las 10 de la mañana entraría el gen­er­al real­ista Domin­go de Mon­teverde a la vil­la de Caro­ra, en donde enfren­tó, a un pequeño grupo de patri­o­tas que lo man­tu­vo a tiro de cañón por casi dos horas. Del tri­un­fo, Mon­teverde pudo tomar 7 cañones y 89 pri­sioneros, abaste­cién­dose de víveres y muni­ciones. Por miedo, algunos pobladores se sumaron a sus filas pre­sen­tán­dose vol­un­tari­a­mente con fusiles y otras armas de su propiedad. Luego de la pequeña vic­to­ria, este gen­er­al real­ista ordenó el asalto general.

Ese Jueves San­to, los pár­ro­cos de Bar­quisime­to se prepararon como todos los años para su litur­gia. Comen­zaron los ofi­cios del día en el tem­p­lo de may­or jer­ar­quía. En donde se encon­tra­ban, entre otros, los curas Car­los Felipe Aba­so­lo, Anto­nio Basilio de la Sier­ra, Juan Fran­cis­co Muji­ca, y los pres­bíteros Pedro Anzo­la y Bern­abé Espinoza, rec­tores de la Par­ro­quial, según lo señaló el cro­nista Eliseo Soteldo.

Estando ofi­cian­do la misa el padre Laudes, como lo ates­tiguaran más tarde Aba­so­lo y de la Sier­ra, todo se vería trági­ca­mente inter­rumpi­do. “…la hor­ri­ble catástrofe de aquel día Con­fun­di­do con el momen­to de las Tinieblas, se sin­tió el estremecimiento:…la ruina oca­sion­a­da en la Ciu­dad de Bar­quisime­to… por medio de un ter­re­mo­to que destruyó todos sus edi­fi­cios y habita­ciones de los que com­ponían su vecindario”.

Unos segun­dos más tarde del pavoroso estru­en­do, las pesadas pare­des de las casas antañonas de la calle real de Bar­quisime­to, cedieron al telúri­co movimien­to. Entre gri­tos y llan­tos, los veci­nos cor­rieron despa­voridos dejan­do sus casas. Los tem­p­los que se desplo­maron fueron la Par­ro­quial de la Ciu­dad; las fil­iales de Alt­a­gra­cia; Nues­tra Seño­ra de la Paz no cayó, pero quedó arru­ina­da; San José se desplomó has­ta los fun­da­men­tos. La igle­sia Nues­tra Seño­ra de San Juan; y el Con­ven­to de San Fran­cis­co, tam­bién quedaron reduci­dos a escombros.

A pesar del demole­dor movimien­to telúri­co, en Cabu­dare, iden­ti­fi­ca­do así por varias piezas doc­u­men­tales inédi­tas, la úni­ca edi­fi­cación dev­as­ta­da fue el ora­to­rio de San­ta Bár­bara, situ­a­do en la hacien­da de igual nom­bre, propiedad de don Juan José Alvara­do de la Par­ra, alférez real del Cabil­do de Bar­quisime­to. La tradi­ción oral de Cabu­dare hace énfa­sis en torno a los inmue­bles del cas­co cen­tral del pequeño pobla­do, afir­man­do que se con­virtieron en pol­vo y cenizas, pero para la fecha no existían más que unas cuan­tas vivien­das muy rurales.

Origen del oratorio

Con fecha 9 de abril de 1793, el alférez Juan José Alvara­do de la Par­ra, dirigió cor­re­spon­den­cia al vic­ario capit­u­lar y gob­er­nador de la dióce­sis para solic­i­tar per­miso con el propósi­to de dispon­er de una capil­la públi­ca en el sitio de Cabu­dare, donde él era posee­dor de hacien­das de trapiche, cacao y añil. Según inves­ti­ga­ciones del his­to­ri­ador Tay­lor Rodríguez, desa­pare­ci­do cro­nista de Palave­ci­no, en donde apun­ta que la cita­da autori­dad ecle­siás­ti­ca, con­cedió por auto de junio sigu­iente el insta­do per­miso, pero Alvara­do de la Par­ra no pro­cedió con esa empresa.

Rean­i­ma­do en su propósi­to, el alférez escribe nue­va­mente a Cara­cas, el 1º de mar­zo de 1797, car­ta que recibe el obis­po fray Juan Anto­nio de la Vir­gen María Viana, a quien le expre­sa que aún no ha con­stru­i­do la capil­la y le rue­ga con­ce­da nue­vo per­miso por extravío del ante­ri­or. La licen­cia fue con­ce­di­da y Alvara­do de la Par­ra, ini­ció la fab­ri­cación del ora­to­rio ese mes y año, “y una vez con­stru­i­da, sirvió de mucho con­sue­lo a los católi­cos habi­tantes de la región cabu­dareña, núcleo de atrac­ción del ele­men­to humano”.

Se vino al suelo

Capil­la San­ta Bár­bara de Cabudare

El sis­mo ocur­ri­do el 12 de mar­zo de 1812, que impactó sig­ni­fica­ti­va­mente las edi­fi­ca­ciones de var­ios cen­tros pobla­dos vene­zolanos, demolió el ora­to­rio de San­ta Bár­bara. Cuyo dramáti­co tes­ti­mo­nio lo apor­ta el legí­ti­mo propi­etario Alvara­do de la Par­ra, quien en su pieza tes­ta­men­taria, sub­raya a sus albaceas, que des­ti­nen la can­ti­dad de dinero de su pat­ri­mo­nio que se requiera para con­stru­ir nue­va­mente la casa de oración. Sug­iere además que se remue­van las ruinas y se rescat­en los obje­tos sagra­dos que se lograron sal­var. Final­mente, deman­da que en esta edi­fi­cación “se man­ten­ga, en lo posi­ble, la arqui­tec­tura ante­ri­or”. Además man­i­festó su vol­un­tad de ser sepul­ta­do en este ora­to­rio, lo que ocur­rió en 1819, aunque la casa de oración no esta­ba concluida.

Los reportes del sacudón 

Se inclinó la torre: La torre de la Cat­e­dral de Cara­cas se inclinó algunos gra­dos como con­se­cuen­cia de la ter­ri­ble con­mo­ción del 26 de mar­zo. En La Guaira, el 26 de mar­zo ya a media noche suponían que cer­ca de cua­tro mil per­sonas habían desa­pare­ci­do como con­se­cuen­cia del ter­re­mo­to de esa tarde. Sólo quedan algu­nas casas en pie, pero muy agri­etadas. La destruc­ción de la ciu­dad fue total.

Valen­cia, el 26 de mar­zo, el Gob­ier­no Fed­er­al insta­l­a­do en invitó a través de una procla­ma a la ciu­dadanía a guardar cal­ma y acatar las dis­posi­ciones de la autori­dad. Ordenó que­mar todos los cadáveres que se encon­tra­ban en las calles, con el fin de evi­tar epi­demias. Se aplicó la ley mar­cial con­tra algunos negros sor­pren­di­dos mien­tras saque­a­ban y rob­a­ban las ruinas.

En San Fer­nan­do de Apure, durante la madru­ga­da del 27 de mar­zo, los cro­nistas repor­taron que “Toda la ciu­dad se hal­la mov­i­liza­da. Fuertes det­ona­ciones sub­ter­ráneas hicieron pen­sar que el ejérci­to real­ista avan­z­a­ba con todo el peso de la artillería para ocu­par la plaza”.

En Bar­quisime­to 27 de mar­zo, la ciu­dad se redu­jo a escom­bros, “con excep­ción de unos siete inmue­bles ubi­ca­dos en las prox­im­i­dades de la Plaza May­or, entre ellos la casa de Las Sil­veira y otra de dos pisos ubi­ca­da frente a la igle­sia de la Con­cep­ción, la cual fun­cionó como pala­cio episcopal”.

En San Felipe El Fuerte, el tem­blor fue som­brío, pues luego que la ciu­dad desa­pareciera en segun­dos, la Igle­sia de Nues­tra Seño­ra de la Pre­sentación, que había queda­do par­cial­mente destru­i­da, sucumbió estrepi­tosa­mente el pesa­do techo de cañas y tejas por el resque­bra­jamien­to de sus colum­nas octog­o­nales, opacan­do el llan­to, ora­ciones y lamen­tos, sepul­tan­do entre otras víc­ti­mas, al Vic­ario Bernar­do Mateo Brizón, Cura Pár­ro­co de la localidad”.


Fuente: Lino Irib­ar­ren-Celis. “La destruc­ción de Bar­quisime­to por el ter­re­mo­to de 1812 como una de las causas que deter­mi­naron la caí­da de la Primera Repúbli­ca”. En: Boletín de la Acad­e­mia Nacional de la His­to­ria, Cara­cas, Tomo XLV, Nº 37, enero-mar­zo 1962, pp. 37–41
Roge­lio Altez Entre la guer­ra y los tem­blores: Impactos y efec­tos del ter­re­mo­to del 26 de mar­zo de 1812 en Bar­quisime­to”, Boletín del Archi­vo Arquid­ioce­sano de Méri­da, Tomo XIII, Nº 37, 2012, enero-junio, pp. 61–88

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