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Francisco Bortone, la vida lo llenó de Duaca

 

Alexander Cambero 
periodista, poeta y escritor    

Un puerto lejano lo vio partir. Nápoles era el lugar inicial para un periplo de doce mil kilómetros que atesoraban la utopía. Un gigantesco barco a vapor con seis cabinas, trescientos camarotes y dos calderas significarían su hogar portátil, el destino plasmó su calendario fijándolo todo en unos tres meses de viaje


Los camarotes eran un reducidísi­mo espa­cio donde ape­nas cabía una del­ga­da col­chone­ta de heno tim­bra­do. Quizás algún rincón para colo­car las imá­genes de la fe. Sobre el tapiz de madera el recuer­do de sus prog­en­i­tores, para obser­var­los como mit­i­gantes del dolor, seres que aho­ra serían un pen­samien­to que via­jaría tam­bién. Solo las manos para acari­ciar los sím­bo­los famil­iares en la col­gadu­ra de madera. 

Una pequeña val­i­ja con pocos enseres y un sin­número de ilu­siones, lo acom­paña­ban en el epi­l­o­go del siglo XIX. Jun­to al sueño reden­tor de Fran­cis­co Bor­tone, via­ja­ban Belarmi­no y Secundi­no, sus pequeños descen­di­entes. Niños que se embar­caron para pros­eguir una nue­va vida al lado de su padre. La orig­i­nar­ia Italia se fue quedan­do atrás, cuan­do el océano se mostró de impo­nente des­ti­no azu­la­do. Lágri­mas copiosas por una famil­ia que qued­a­ba observán­do­los des­de la oril­la. Frente a sus sueños un rum­bo vesti­do con olas gigan­tescas que pre­sagia­ban un des­ti­no de nuevos retos, las necesi­dades eran tan pro­fun­das que no existía tiem­po para no enro­larse en la aven­tu­ra de su vida. Su pueblo se plagó de hon­das necesi­dades que lo obligaron a soñar como una nue­va opor­tu­nidad en Améri­ca. Las novísi­mas his­to­rias que surgían del nue­vo mun­do los fueron cau­ti­van­do, dejar la famil­ia sig­nifi­ca­ba un enorme dolor en su corazón, pero más allá de aque­l­lo en sus entrañas bul­lía el deseo de empren­der el vuelo.

Arries­garse con sus pequeños para empren­der la odis­ea de for­jar un camino en tier­ra igno­ta, des­cubrir nuevas real­i­dades que segu­ra­mente serían durísi­mas. Ante de ello pade­cerían las enormes difi­cul­tades del via­je. La may­oría de las embar­ca­ciones los explota­ban de man­era inmis­eri­corde, les ofrecían cier­tas como­di­dades que esta­ban rel­e­gadas. El tra­to era suma­mente abu­si­vo, se aprovech­a­ban de la mis­e­ria de aque­l­los seres con poco dinero. Al estar fuera de su tier­ra eran pre­sa fácil de cor­sar­ios ine­scrupu­losos, muchos morían en alta­mar. Un cru­ci­fi­jo de aguas acom­paña­ba el últi­mo ves­ti­gio en la tier­ra, seres que no vieron al nue­vo mun­do, que renun­cia­ron a su tier­ra para pere­cer antes de conc­re­tar el sueño que los impulsaba. 

La Guaira en la retina

Un pequeño astillero era el des­ti­no final de la embar­cación que traía a Fran­cis­co Bor­tone y sus hijos. Frente a sus ojos un pobla­do de vivien­das con techos de paja y madera rus­ti­ca. Pisos de tier­ra bajo el sol abrazador, un nue­vo capí­tu­lo en una tier­ra tan difer­ente a la orig­i­nar­ia Italia. El mar tiene las rem­i­nis­cen­cias de un Caribe envuel­to en his­to­rias de piratas y con­quis­tas. Unas largas filas de hom­bres des­gar­ba­dos fueron bajan­do de un bar­co ates­ta­do de sueños, eran ciu­dadanos del mun­do que habían solta­dos las amar­ras, Que­maron sus naves para empren­der la vida en una tier­ra que los recibía con la timidez de la desacos­tum­bre. Los pocos par­ro­quianos los observ­a­ban de soslayo. 

Muchos de ellos venían con la fuerza de crear mejores condi­ciones de vida. El dar el paso de salir de sus lugares de ori­gen era la may­or de sus for­t­alezas, var­ios aprovecharon la opor­tu­nidad de recor­rer un poco aque­l­la comu­nidad tan dis­tin­ta a las suyas. Cam­i­naron por la Plaza Var­gas que susti­tuyó a la Plaza May­or que existía des­de la época de la Colo­nia. La estat­ua del Dr. Var­gas, obra del artista Rafael de la Cova, se inau­guró el 2 de febrero de 1890. En el acto de develación del mon­u­men­to, la tela fue descor­ri­da por un grupo de bel­las señori­tas guaireñas, atavi­adas con tra­jes que sim­boliz­a­ban la med­i­c­i­na, la teología, la filosofía, la repúbli­ca, la sabiduría, la lib­er­tad y la his­to­ria. En ese mem­o­rable acto, llevó la pal­abra el doc­tor Raimun­do Andueza Pala­cios, quien tiem­po después lle­garía a ser Pres­i­dente de la República. 

El her­moso edi­fi­cio de La Real Com­pañía Guipuz­coana en La Guaira, llamó poderosa­mente su aten­ción. El edi­fi­cio con techo a dos aguas con un pequeño patio inter­no, típi­co ejem­p­lo arqui­tec­tóni­co del País Vas­co, rompía con los cánones estable­ci­dos, de humildes casas a su alrede­dor. La majes­tu­osa pues­ta en esce­na de un inmue­ble lleno de ven­tanales, era algo sin­gu­lar. Esta com­pañía fue una sociedad mer­can­til legal­mente con­sti­tu­i­da el 25 de sep­tiem­bre de 1728 en vir­tud de una Real cédu­la del rey Felipe V con­ce­di­da a com­er­ciantes vas­cos, prin­ci­pal­mente de la provin­cia de Guipúz­coa, y que operó en Venezuela​ des­de 1730 has­ta 1785, tenien­do gran influ­en­cia en el desar­rol­lo económi­co, cul­tur­al, cien­tí­fi­co, social y políti­co de la colonia.

La Guiara era como un espa­cio cer­ca­do: por dos sal­i­das con el espe­jo oceáni­co oteán­dole las entrañas. La idea de muchos de los ital­ianos era internarse en el país, pen­e­trar sus ver­dades pro­fun­das para bus­car futuro. El puer­to sim­ple­mente ter­mi­naría sien­do un prin­ci­pio de nuevos emprendimien­tos. Cada uno comen­zó a plan­i­ficar su próx­i­mo der­rotero, no conocían lo que encon­trarían, su brúju­la era su corazón con ansias de lograr­lo todo, muchos se des­pi­dieron para siem­pre en esos días. 

El nue­vo hog­ar de los Bortone

En los finales del siglo XIX llegó Fran­cis­co Bor­tone y sus hijos a Dua­ca. Un pueblo rodea­do de ver­dor se asoma­ba como des­ti­no de estos hijos de Italia. Eran calles polvorien­tas de per­sonas con el ros­tro cur­tido por el tesón del tra­ba­jo. Que­bradas que se desplaz­a­ban gozosas por sus ver­tientes, una vida rur­al de hom­bre con car­retas lle­van­do sus pro­duc­tos al pueblo. Todo el paisaje res­guard­a­ba una increíble belleza. Era un pese­bre acari­ci­a­do por bosques encan­ta­dores. La humil­dad de los seres del pueblo no les impedía el salu­do. Para estos europeos del sur aquel eco­sis­tema de vida no guard­a­ba parangón con sus orígenes. 

En Italia sus hor­i­zontes eran mari­nos. Un ambi­ente oceáni­co que los unía con otras man­eras de bus­car pros­peri­dad. Dua­ca ofrecía la novedad com­pues­ta con la sen­cillez de la opor­tu­nidad. Aquel espec­tácu­lo de casas de adobe y techos de paja; motivó al albañil de pro­fe­sión, con sus téc­ni­cas euro­peas y la bue­na can­ti­dad de recur­sos podría con­stru­ir casas más acordes con la mod­ernidad. Una sim­bio­sis entre lo sen­cil­lo y los val­ores ital­ianos, trans­feri­dos a las gen­era­ciones a través de la expe­ri­en­cia. La real­i­dad cir­cun­dante lo fue enam­oran­do de Dua­ca, la fue asum­ien­do como la pequeña patria que lle­ga­ba a su corazón para quedarse allí para siem­pre. Nadie supo cómo ese amor por estas tier­ras cau­tivó al noble ital­iano. En mulo la recor­ría, des­cubría sus para­jes como encon­trán­dose con el sueño que lo tra­jo en un bar­co que recor­rió doce mil kilómet­ros. En poco tiem­po los fue cono­cien­do a todos. Iba reg­u­lar­mente a la igle­sia, su devo­ción cris­tiana esta­ba firme­mente arraiga­da a su ser. 

El gran Mece­nas del Café

Fran­cis­co Bor­tone era un hom­bre bril­lante. El vir­tu­oso en la con­struc­ción de edi­fi­ca­ciones mod­er­nas para la época, se per­cató que su éxi­to esta­ba en la abun­dante pro­duc­ción cafe­talera de la atrasa­da enti­dad. Conocía la impor­tan­cia que el rublo tenía en Europa. Este había lle­ga­do al viejo con­ti­nente en 1575. Un botáni­co alemán de nom­bre Leonard Rau­worfd, lo men­ciona en unas inves­ti­ga­ciones que hizo en África, trayén­dose una gran can­ti­dad de mues­tras que preparó para regalárse­las a sus veci­nos bávaros, después de allí orga­ni­zaron expe­di­ciones para dis­tribuir­lo en gran escala. Al paso del tiem­po se insta­lan en Vene­cia los primeros nego­cios que lo com­er­cian. Hablam­os del siglo XVIII. Italia toma la batu­ta y se con­vierte en un gran consumidor. 

El café se pos­e­siona del pal­adar de estas regiones. Quizás Bor­tone cono­cien­do de la impor­tan­cia de este ele­men­to, para sus com­pa­tri­o­tas, pen­só que expor­tar­lo sig­nifi­ca­ba el éxi­to de su emprendimien­to. Al ir obte­nien­do recur­sos por sus labores com­er­ciales le entró de lleno al mun­do cafe­talero. Se hizo de hacien­das y tril­las. Aprendió todo el pro­ce­so. Su gran capaci­dad para los nego­cios lo hizo crear la empre­sa Bor­tone y Com­pañía. Con ella plane­a­ba expor­tar el rublo a Europa.

Loco­mo­to­ra del Fer­ro­car­ril Bolívar

Fue así como toda la pro­duc­ción se trasporta­ba en el fer­ro­car­ril Bolí­var has­ta el puer­to de Tuca­cas, en el esta­do Fal­cón, y de allí al mer­ca­do europeo. El éxi­to fue impre­sio­n­ante, el crec­imien­to económi­co de la región la llenó de pros­peri­dad. La fisonomía del pueblo cam­bió. Ele­gantes casas de amplios corre­dores comen­zaron a susti­tuir las vie­jas chozas. Cre­spo dis­fruta­ba de dos enormes palan­cas para el desar­rol­lo: El café y el Fer­ro­car­ril Bolí­var. En Europa crecía las deman­das por el café duaqueño.

Las conex­iones de la casa Bor­tone iban abrien­do nuevos espa­cios para el com­er­cio inter­na­cional. Ya no solo era el café, aho­ra importa­ba bienes y ser­vi­cios des­de Italia. Bor­tone y Com­pañía abre un gran nego­cio en Dua­ca en donde se con­seguía: vinos ital­ianos de mar­cas famosas, aceite de oli­va, salmón noruego, que­sos holan­deses, som­breros y vesti­dos de Milán. Muchas per­sonas via­ja­ban des­de Cara­cas, Valen­cia, Puer­to Cabel­lo, Acarigua, Bar­quisime­to y Valera a com­prar pro­duc­tos exclu­sivos de su sur­ti­da tienda. 

La indus­tria del café sufre una ter­ri­ble cri­sis pro­duc­to de la Primera Guer­ra Mundi­al. La may­oría de los pro­duc­tores quedan en mala situación económi­ca, algunos aban­do­nan el cam­po para bus­car nuevos hor­i­zontes. Fran­cis­co Bor­tone com­pra toda la pro­duc­ción y la guar­da durante cua­tro años. Al cesar la con­fla­gración béli­ca con la fir­ma del Trata­do de Ver­salles. Los mer­ca­dos comien­zan a dis­pararse y el mun­do del com­er­cio cafe­talero se alza de man­era impre­sio­n­ante. Es allí donde Fran­cis­co Bor­tone, envía a Europa toda la pro­duc­ción celosa­mente guarda­da, para anexarse un éxi­to que lo trans­for­mó no solo en un gran acau­dal­a­do, sino en un hom­bre con una visión de águila para los negocios. 

Durante cua­tro años estu­vo pen­di­ente del con­flic­to, mien­tras otros deserta­ban, este alma­cen­a­ba el rubro. Otra de las cosas que con­tribuyó fue la apari­ción de una pla­ga que acabó con las pro­duc­ciones africana en eso años. Todas esas vari­ables las uti­lizó Bor­tone para lle­var su café al viejo mun­do con la eti­que­ta de no pri­var­los del aro­ma de un buen pro­duc­to. Su éxi­to era segui­do por muchos. Sus ofic­i­nas siem­pre esta­ban llenas de prop­ues­tas de nuevas inver­siones. Las estu­di­a­ba con deten­imien­to y emprendía con la mis­ma fuerza que se echó al mar con sus hijos mayores. 

La Casa de todos

Fran­cis­co Bor­tone era un hom­bre muy gen­eroso. Su her­mosa casa con­stru­i­da por él; siem­pre esta­ba llena de gente que bus­ca­ba su ayu­da. Sus órdenes eran dar­le de com­er al nece­si­ta­do, proveer­los de lo que requerían sin chis­tar. En su hog­ar comía todo aquel que lo nece­sita­ba. La gente lo esper­a­ba para recibir siem­pre algún dinero, sostenía que todo lo logra­do se lo debía a Dios y al pueblo, que llegó sin nada, y que su mis­ión era ayu­dar­los a todos. En los corre­dores siem­pre esta­ban grandes ollas con san­co­cho, huevos y cer­do en dis­tin­tas preparaciones.

Por sus amplios espa­cios de ladrillo, cor­rete­a­ba su pequeño hijo Juan Bautista Cam­bero, quien era obser­va­do por su padre con una son­risa. Su bon­dad no tenía miramien­tos con nadie. Para aquel hom­bre todos eran sus her­manos por parte de Dios. Su reli­giosi­dad lo mar­ca­ba enorme­mente. Ciu­dadano de liquilique gris y cris­tiano infati­ga­ble, jamás se nega­ba ante la necesi­dad de algún par­ro­quiano. No le importa­ba ir a sus casas humildes. And­a­ba en su mulo recor­rien­do cada una de sus propiedades. No tenía horario para dis­fru­tar de una ame­na con­ver­sación con cualquier humilde ciu­dadano, su enorme cap­i­tal no lo endiosó. Con­sigu­ió en la sen­cillez la may­or de sus certezas. 

Muerte en Nápoles

A finales de la déca­da de los veinte vuelve al sitio donde par­tió, una incó­mo­da her­nia lo lle­va a Nápoles, para oper­arse. Al pare­cer no resiste la operación en la ciu­dad en donde marchó en la búsque­da de nuevos hor­i­zontes para su vida. Dua­ca lloró amarga­mente a su mece­nas. Un hom­bre lleno de bon­dad que dejó una semi­l­la que per­du­ra en el tiempo.

CorreodeLara

Esᴛᴀ́ ᴜsᴛᴇᴅ, ᴅɪsᴛɪɴɢᴜɪᴅᴏ ʟᴇᴄᴛᴏʀ, ᴇɴ ᴛᴇʀʀɪᴛᴏʀɪᴏ ᴅᴇ ʜɪsᴛᴏʀɪᴀ, ᴅᴇ ʜᴏᴍʙʀᴇs ᴄɪᴠɪʟɪsᴛᴀs, ʏ sᴏʙʀᴇ ᴛᴏᴅᴏ, ᴅᴇ ɢʀᴀɴᴅᴇs ᴀᴄᴏɴᴛᴇᴄɪᴍɪᴇɴᴛᴏs ϙᴜᴇ ᴍᴀʀᴄᴀʀᴏɴ ᴜɴ ʜɪᴛo

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