Andrés Velásquez, Fermín y Álvarez Paz pidieron en 1993 liberar a Hugo Chávez
Juan José Peralta
Periodista
Es verdad que el ex presidente Rafael Caldera tiene la primera y mayor responsabilidad en la liberación de los líderes de las intentonas golpistas del 4 de febrero y 27 de noviembre de 1992 contra el presidente Carlos Andrés Pérez, por el sobreseimiento a quienes causaron daños constitucionales, patrimoniales y morales a Venezuela y su sistema democrático de gobierno. Fue su decisión. A la cuenta de Caldera le cargamos casi toda la culpa.
Pero esta decisión es bastante colectiva. Los golpistas de ambos intentos fracasados debían pagar }su desobediencia a las leyes, la violación al juramento ante la Constitución y las vidas perdidas. Los daños causados al patrimonio de la Nación. Los demócratas debieron oponerse en las instancias legales a esa decisión de Caldera, quien como profesor de Derecho Constitucional echó por la borda los principios de la Carta Magna que enseñaba a sus alumnos: respetarla.
Libertad para los golpistas
Ni siquiera llegaron a juzgarlos y un falso “espíritu de la paz” se convirtió en voz pidiendo la liberación de los alzados contra la Constitución. Debió incluso ser una lección de pedagogía política a las fuerzas armadas y el país entero, pero se impuso el sentir populista de los candidatos presidenciales que enfrentaron a Caldera en 1993. Con sentido electorero pregonaban la solicitud de libertad para quienes violaron su juramento ante la bandera, con las armas confiadas por la República. Hay quienes sostienen que de haber habido sentencia y un riguroso análisis de inteligencia militar la segunda asonada no debió darse.
También es verdad que el propio presidente Carlos Andrés Pérez había ordenado la libertad de los alzados de menor jerarquía a quienes se comprobó estar en la conjura “obedeciendo órdenes” y muchos fueron reinsertados. Otros de baja, pero libres. No pagaron su falta.
En un artículo publicado en defensa de las acusaciones contra su padre, mi tocayo Juan José Caldera escribió que apenas dos semanas después del 4 de febrero de 1992 se dictaron los primeros 33 autos de detención en los tribunales militares por el delito de rebelión, pese a que los oficiales detenidos eran más de trescientos. En esa misma fecha se comenzó a proponer en la prensa una amplia amnistía a favor de los implicados en el alzamiento militar y el 30 de marzo –apenas 54 días después– se presentó al Congreso Nacional un proyecto de ley de amnistía. Tres días más, el 2 de abril, se produjo la “marcha del silencio” exigiendo “la libertad de los insurgentes y la renuncia de Pérez”.
Extraña solidaridad
El 27 de abril, cuando se iban a cumplir tres meses del intento de magnicidio a Pérez, su ministro de la Defensa, general Fernando Ochoa Antich (siempre sospechoso de conocer del golpe) visitó en el Cuartel San Carlos a los líderes sediciosos , Hugo Chávez, Francisco Arias Cárdenas, Jesús Urdaneta Hernández, Joel Acosta Chirinos y Miguel Ortiz Contreras y les “prometió abogar para lograr que fueran puestos en libertad, siempre y cuando demostraran un sincero arrepentimiento por sus acciones en contra de la institucionalidad”, como lo recogieron los medios. Es decir que sólo bastarían los golpes de pecho del dolor de corazón.
Cuenta mi tocayo que aquel mismo día el gobernador del Zulia Oswaldo Álvarez Paz, quien fue detenido en la residencia oficial por los golpistas el 4 de febrero, en respuesta a los caudillos del golpe, se congració con ellos según carta suya desplegada en El Nacional: “no tengo dudas en cuanto a la rectitud de propósitos que los animó a la aventura del 4‑F” y les ofrecía “las puertas de la prisión se abrirán para dar rienda suelta a los sueños e ilusiones que los alimentan”. Bonitas ilusiones, Oswaldo. Bellos sueños.
Cuarenta días antes de la segunda intentona, el 18 de octubre Álvarez Paz declaró a ese mismo diario que “las declaraciones de Claudio Fermín en torno a la posibilidad de decretar una amnistía para los militares y encapuchados eran sorpresivas e interesantes, por venir de un alto personero de Acción Democrática”. Fermín fraguaba su candidatura.
Ya en 1993 los candidatos estaban en la calle y Caldera le dijo en entrevista televisada a César Miguel Rondón el 2 de junio que la libertad de Chávez resultó de la decisión tomada con todos los golpistas y que “esos sobreseimientos comenzaron a dictarse en tiempos del propio presidente Pérez, que fue el Presidente que estaba en Miraflores cuando ocurrió la sublevación; continuaron durante el Gobierno del Presidente Velásquez y cuando yo asumí habían puesto en libertad a casi todos, por no decir a todos, los participantes de la acción. Sería contrario a todas las normas jurídicas que se hubiera sobreseído el juicio que se les seguía a los demás oficiales y se hubiera mantenido a Chávez en la cárcel por el temor de que pudiera llegar a ser Presidente. Temor que nadie compartía en ese momento”, se justificó Caldera.
Según el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa, han cerrado 65 emisoras, 41 periódicos y nueve canales de TV y los que quedan tienen un cañón apuntándolos.
Por eso insisto en leer la historia. Bolívar perdonó a Santander, quien encabezó su intento de magnicidio en 1828 y primero lo echaron de la comandancia del ejército, luego de la presidencia de la Gran Colombia y después del país. También perdonó a Páez por la Cosiata, para sacar a Venezuela de la Gran Colombia y el Centauro de los llanos no lo dejó entrar y tuvo que irse a morir en Santa Marta.
Páez perdonó a José Tadeo Monagas quien conspiraba contra él desde que empezó su gobierno y le aupó a la presidencia para que después, Monagas lo mandara al castillo y al exilio. Juan Crisóstomo Falcón no perdonó a su cuñado Ezequiel Zamora y lo sacó del juego. Antonio Guzmán Blanco no les dio tregua a sus enemigos y los mandó al destierro o la cárcel. Joaquín Crespo no perdonó que Raimundo Andueza Palacio quisiera extender el período de gobierno: lo suplió y después respaldó a Ignacio Andrade. Crespo perdonó al “mocho” Hernández que se escapó de Caracas y se alzó, cuando lo perseguía lo mataron en la Mata Carmelera.
A comienzos del siglo XX llegaron los andinos a Caracas: Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez. En el poder se abrieron las ambiciones. Gómez conspiraba y su compadre lo perdonó. Pero en su turno, el Benemérito no le dio chance y “el cabito” murió en el exilio maldiciéndolo. Gómez no perdonó a su mujer, Dionisia Bello, por el asesinato de su hermano Juancho y la desterró a París. Ni al hijo, Vicentico, cuando lo descubrió conspirando. Le mandó quitarse el uniforme y lo envió con su mamá, agregado militar en París, donde murió. Tampoco al compadre Román Delgado Chalbaud, quien pagó catorce años en La Rotunda por conspirar. El Bagre no perdonaba. Los alzados estaban en el cementerio, la cárcel o el exilio.
Golpe a golpe
Medina Angarita sabía de la conspiración de los jóvenes militares y hasta los sargentos tenían conocimiento, se confió y lo tumbaron. Rómulo Gallegos fue permisivo con los militares Delgado Chalbaud y Pérez Jiménez y también lo tumbaron. Rómulo Betancourt no le dio tregua a los alzados de tres intentos de golpes y un magnicidio frustrado. A nadie se le ocurriría pedirle indultos o sobreseimientos. “Preso es preso y su apellido es candado”, decía el líder guatireño.
Endiosado, Pérez no defendió el principio constitucional de castigo a quienes insurgieron contra el Estado de Derecho. Tampoco su partido, aunque ya lo habían expulsado. Un gentío se empeñó en pedir la libertad de los golpistas. Quien comete un delito a una falta debe pagar por ello, lo dicen las viejas leyes.
Álvarez Paz También abogó por la “inocencia” de los sediciosos
Quién lo diría, hasta Fermín pedía la liberación de los golpistas
A Betancourt no se le ocurriría liberar a los insurrectos
Gómez no perdonaba y Castro, su compadre murió desterrado
Según Caldera los perdones los empezó el propio Pérez