La esquina de Pantaleón en Duaca
Alexander Cambero
periodista, poeta y escritor
@alecambero
La esquina de Pantaleón huele a tradición venezolana. En la carrera 9 con calle 15 de la población de Duaca, en el estado Lara, se encuentra el emblemático establecimiento comercial, con la sazón de la exuberante gastronomía larense, tan depreciada en estos tiempos de comidas rápidas.
Un rollizo hombre que gesticulaba bondad, encontró en su bodega el modo de mantener a su familia, después de dejar de trabajar en la estación del Ferrocarril Bolívar, en Aroa en el estado Yaracuy.
Regresó al terruño para trabajar con mucho ahínco. El sueño de progresar alimentaba su espíritu, no se amilanó ante el cierre del emblemático transporte de férreos costillares de hierro. El cierre del Ferrocarril Bolívar era la culminación de una epopeya nacida en los finales del siglo XIX.
Cuando las locomotoras cesaron su andar, una historia pródiga en matices escribía el epilogo de una Venezuela distinta. Nuestro personaje guardó la carta del cese laboral en el pantalón kaki, había que esforzarse para salir adelante. Eran los vertiginosos años cincuenta. Tiempos de cambios de paradigmas, un nuevo esquema mientras avanzaba la dictadura.
Un encuentro de sabores
Un diestro carpintero realizó los mostradores. En cada rincón los detalles para exaltar el sabor popular. La silueta gastronómica de la geografía larense en cada plato.
El aire prístino de Duaca atravesada el umbral, mientras los burros se amarraban en la puerta. El alborozo de amigos que buscaban darle libertad al paladar.
Una Duaca tranquila buscaba allí la calidad de unos platos hechos con mucho amor, al principio los impetuosos fogones a leña perfumaban el emporio majestuoso de las caraotas negras, con una fórmula que las hizo las favoritas. Sopas de lagarto y el delicioso mondongo, Chicharrones con arepa de maíz, empanadas tan célebres como las negritas, torta de cambur y plátanos, gofios, conservas y refrescos.
Son parte de una carta de presentación inolvidable. El mostrador era una mesa para comer mortadela con arepa y queso. Los taturos llenos de granos de maíz o caraota era una especie de ahorro para los chiquillos de la zona, al estar llenos se contaba para cambiarlos por algún producto.
El barrio La Sabanita lograba este espacio para mostrarlo con gran orgullo vernáculo. Con los años la fama traspasó fronteras para hacerse parte esencial de las rutas de turistas ávidos de saborear algo rico.
Grandes personajes de la política y la vida citadina se apersonaban en el lugar. Mucho turista se encontraba con sus raíces gastronómicas en aquel espacio para la vida.
El inolvidable Pantaleón Segura
Era un hombre amable y extremadamente juguetón. Casi todo el habitante del barrio tenía un apodo originado por la ocurrencia del gentil comerciante, siempre andaba de buen humor.
Su bondad no tenía límites, siempre llegaban hasta el negocio ancianos que se alimentaban gratuitamente. Los trataba con la misma cordialidad de quien pagaba. Cuando el local estaba lleno era un espectáculo de cuentos y risas por las ocurrencias de Pantaleón.
Los domingos escuchaba rancheras, y hasta cantaba buscando la entonación del recio José Alfredo Jiménez. En el aroma estaba una población llena reminiscencias, el brebaje perfecto de un modo de ser, la Duaca transformada en lugares de individuos de bien, con los sabores que identificaban el sello de ser un pueblo que no conculcó sus raíces.
El reconocimiento popular
El día de 18 de julio del 2015, la organización comunal La Gran Sabana, en uso de sus atribuciones legales, le colocaba formalmente el nombre a la popular esquina de la carrera 9 con 15.
El célebre Pantaleón Segura, el amigo de generaciones, era inmortalizado por el amor de los vecinos. Un gran jolgorio de música y anécdotas llenaron la calle. Cada uno de nosotros con una historia con el amigo.
Habían pasado quince años de su muerte, demasiado tiempo para dejar envejecer un recuerdo tan hermoso de nuestra Duaca de siempre.