La genial respuesta de Juan Vicente González a sus adversarios políticos
Omar Garmendia
Cronista y escritor
Juan Vicente González Delgado (Caracas, 28 de mayo de 1810 — Caracas, 1 de octubre de 1866), fue institutor y pedagogo y se desempeñó como maestro de gramática en la “Sociedad Económica de Amigos del País”, en el “Colegio de la Independencia” y en varios colegios que regentó, especialmente en “El Salvador del Mundo”, en donde se formaron personalidades como los hermanos Calcaño (Eduardo y Julio), Pedro Arismendi Brito, Rafael Villavicencio, Eduardo Blanco, y su propio hijo y gramático, Jorge González Rodil.
Vehemente y mordaz periodista, escritor, historiador y político, fue fundador de medios impresos y desde los mismos combatió en sus escritos a los gobiernos de fuerza, lo que le valió la cárcel en varias oportunidades. En 1848 fue nombrado diputado por Caracas al Congreso, por lo que fue testigo de los sucesos del atentado al congreso del 24 de enero de ese año y vivió las pugnas conflictivas que arruinaban a su patria. Se caracterizaba por emplear los más elegantes insultos y denuestos en respuesta a las procacidades espetadas por sus enemigos políticos.
Uno de sus más acerbos y duros enemigos lo fue Antonio Leocadio Guzmán, a quien fueron dirigidos los más duros epítetos y vindictas por medio de sus Catilinarias, especie de incisivas epístolas dirigidas a Guzmán, donde destapaba los hoscos propósitos de su enemigo para hacerse del poder.
A cada escrito redactado por Juan Vicente González, le seguían una descarga de insultos a cual más procaces y bestiales en diversos periódicos, redactados por seguidores de Guzmán. Le endilgaban remoquetes o apodos como tragalibros, mole, tragafote, confuso montón de ropas, de insoportable olor saturniano y pies elefancíacos, hipopótamo Malcín y otros más.
A Guzmán, en su ataque, Juan Vicente lo acusaba sin eufemismos de impostor, conspirador, sin probidad, azote de la gente, expoliador de fondos públicos. Luego de una serie de acontecimientos y la prédica demagógica de Guzmán, se sucedieron revueltas y desórdenes que González atribuía a Guzmán.
Los enemigos políticos de Juan Vicente González no podían endilgarle los mismos denuestos, porque molestos con las incriminaciones al líder Guzmán, no encontraron argumentos para responderle por igual, dada la catadura honesta del escritor y periodista, que no tenía riquezas ni vicios que estallarle en la cara.
Según se decía, el único lujo del que disfrutaba eran sus libros, de ahí el remoquete de tragalibros conque se le conocía, además de su prosa corrosiva y al mismo tiempo elegante con la que podía expresar los más exquisitos insultos en refinadas frases.
De modo que, al no tener motivos ni fundamentos para atacarlo por ese flanco, resolvieron publicar en los periódicos ofensivas alusiones a su masculinidad y virilidad, calificándole soterradamente de homosexual, con hirientes locuciones como el de Juan Vicente Gomorra.
González no podía quedar callado ante tal atentado que comprometía su honor, por lo que resolvió publicar una respuesta, no a los redactores de tales infundios, sino al propio causante de todos los males del país, Antonio Leocadio Guzmán.
La genial réplica apareció publicada en el periódico caraqueño llamado Diario de la Tarde en 1845 con el título de Reprobación, donde el autor, haciendo gala de su portentosa ironía, refiere un imaginario suceso acontecido a Antonio Leocadio Guzmán:
El ultraje hecho anoche a la persona del señor Antonio Leocadio Guzmán nos ha entristecido al extremo. Los hombres de orden, los amigos de la ley, se han apresurado a reprobarlo. Por fortuna, no han sido enemigos políticos, sino personas extrañas o más bien adictas a sus opiniones, las que por motivos domésticos han tomado una venganza tan extremada. El hecho es que, viniendo anoche, después de las diez, el señor Guzmán, del Sur hacia Traposos, con José Requena y Dolores Gómez, tres hombres se arrojaron sobre ellos y pusieron en fuga a los dos compañeros, apoderándose de Guzmán que, en la sorpresa, no acertó a usar las armas que llevaba. En su momento, con infinita destreza, estos hombres, que deben estar acostumbrados a hechos semejantes, le doblaron con sus manos de hierro y, desnudándole y estrechando contra el suelo uno de sus pies y levantando en alto el otro, con una vela que llevaban preparada le tocaron en parte donde al momento se ocultó. No me parece esta una gracia digna de celebrarse. La dignidad personal debiera respetarse siempre.
(Diario de la Tarde, Caracas, 1846)