Crónicas

Las despedidas del Libertador

Rebeca Figueredo
Cronista

Se hacía pedazos el gran proyecto de Bolívar; la República de Colombia y es cuando decide abandonar el poder, a pesar de que el Congreso le había rechazado la renuncia, él continuó con la idea de marcharse tan decidido como siempre, tan enfermo como nunca


Lo que sigue será angus­tiante, agon­i­zante y triste, como mues­tra de despego Bolí­var regala su Quin­ta en Bogotá a su ami­go José Igna­cio París, mien­tras recibía noti­cias de como su sueño se venía aba­jo. El autor Ruma­zo en su libro Manuela Sáenz; La Lib­er­ta­do­ra del Lib­er­ta­dor escribirá lo sigu­iente: Des­de el pala­cio de San Car­los en Bogotá, Bolí­var se dirige al con­gre­so con un men­saje de des­pe­di­da “El bien de la patria exige de mí el sep­a­rarme para siem­pre del país que me dio la vida, para que mi per­ma­nen­cia no sea un imped­i­men­to a la feli­ci­dad de mis conciudadanos”.

Inmedi­ata­mente aban­dona el pala­cio y se dirige a la Quin­ta para entregársela a su nue­vo dueño, acom­paña­do de su fiel com­pañera Manueli­ta, se despi­den de aquel lugar lleno de tan­tos recuer­dos que los hizo felices por mucho tiem­po y sabi­en­do que jamás iban a regre­sar. Manuela alquila un lugar para ella y Simón acep­ta la invitación de hospeda­je del Gen­er­al Her­rán mien­tras se alista­ba para par­tir en unos días.

Era una mañana fría y nubla­da de aquel 8 de mayo cuan­do en los corre­dores de una mod­es­ta casa, el Lib­er­ta­dor y su Lib­er­ta­do­ra en un abra­zo se dicen adiós, quizás esper­an­za­dos con la idea de que la vida los volvería a reen­con­trar. Lo describirá Rumazo:

“Aun el sol no había roto la nebli­na. Mon­tó a cabal­lo el gran hom­bre y par­tió con sus acom­pañantes. Fue la últi­ma vez que los amantes estu­vieron jun­tos. El cam­ina­ba direc­ta­mente a la muerte y para ella esta­ba reser­va­do un cal­vario de var­ios años”.

En esa des­pe­di­da se encuen­tran el vicepres­i­dente Caice­do, el Arzo­bis­po y muchos ami­gos, se le entre­ga a Bolí­var un doc­u­men­to con más de dos mil fir­mas a modo de des­pe­di­da, dice así:

“Enseñare­mos a nue­stros hijos a pro­nun­ciar vue­stro nom­bre con tier­nas emo­ciones de admiración y agradec­imien­to”. Después de leer­lo – con­tinúa Ruma­zo — el Lib­er­ta­dor, con el ceño con­traí­do, los ojos bajos y tristes y sin hablar pal­abra, se despi­de de los pre­sentes con un apretón de manos o con un abrazo”.

Al des­pedirse de su ado­ra­da Manueli­ta y de las per­sonas que más lo querían, con­tinúa su camino no sin antes pasar por la plaza. El his­to­ri­ador Colom­biano Luis Augus­to Cuer­vo en su libro “Apuntes His­to­ri­ales” nos describe un inolvid­able esce­nario cuan­do Bolí­var pasa­ba por la plaza prin­ci­pal: “un cor­ril­lo de gen­tuza ple­beya se le acer­có para des­pedir­lo con este apo­do que le pusieron sus ene­mi­gos: ¡Lon­ga­ni­za, Lon­ga­ni­za!” y es que para aque­l­la Bogotá de 1830 Lon­ga­ni­za era el apo­do de un per­son­aje que vaga­ba por las calles vesti­do de mil­i­tar señal­a­do como un loco, sien­do cen­tro de críti­cas y burlas. Mon­ta­do a cabal­lo se despi­de Bolí­var para siem­pre de Bogotá, acom­paña­do de muchas per­sonas durante unos diez kilómetros.

Bolí­var y su Amante Inmortal.

En Quito se habían fir­ma­do dos car­tas, una por los ciu­dadanos más impor­tantes y la otra por el Obis­po de la ciu­dad en donde expre­san el gran des­pre­cio por la decisión de no per­mi­tir­le al Lib­er­ta­dor la entra­da a su país natal y le suplic­a­ban que eligiera para su res­i­den­cia estas tier­ras, no podrían ten­er may­or hon­or que recibir a su héroe.

Aque­l­la tarde dormiría a 39km de dis­tan­cia de Bogotá para al día sigu­iente par­tir al pueblo de Guad­uas y es ahí en donde supo que aque­l­la Manueli­ta tan fuerte como siem­pre la cono­ció, no se quedaría de bra­zos cruza­dos, pues ésta se quedó ani­man­do a los que apoy­a­ban su proyec­to y cus­to­di­a­ba con celos aquel archi­vo per­son­al de Bolí­var que años atrás el mis­mo le entregó, Manuela, rehusán­dose a devolver libros y doc­u­men­tos que el gob­ier­no le exigía, su respues­ta ante la peti­ción era la siguiente:

“En con­testación a la recon­ven­ción de ust­ed, digo no ten­er nada abso­lu­ta­mente en mi poder que pertenez­ca al gob­ier­no, es cier­to  que he recibido pape­les que sin mi con­sen­timien­to los con­du­jeron a la sec­re­taría de Rela­ciones Inte­ri­ores, los mis­mos que me fueron entre­ga­dos por el señor min­istro Oso­rio, porque pertenecían par­tic­u­lar­mente a S. E. el Lib­er­ta­dor. Ni los pape­les, ni los libros, no los entre­garé, a menos que me prueben por una ley que este señor está fuera de ella. Manuela Sáenz”.

El carác­ter de esta quiteña defin­i­ti­va­mente super­a­ba a las mis­mas situa­ciones, Bolí­var cono­cien­do lo que sucedía le escribe angus­ti­a­do: “Mi amor: ten­go el gus­to de decirte que voy muy bien y lleno de pena por tu aflic­ción y la mía por nues­tra sep­a­ración. Amor mío: mucho te amo, pero más te amare si tienes aho­ra más que nun­ca mucho juicio. Cuida­do con lo que haces, pues si no, nos pierdes a ambos, perdién­dote tú. Soy siem­pre tu más fiel amante, Bolívar”.

En su paso por Hon­da, como un hom­e­na­je y des­pe­di­da al héroe lo agasa­jan con un gran baile ¡pero el hom­bre con esas condi­ciones ya no baila! Y así será su recibimien­to por todas las pobla­ciones de paso. No todo era des­pre­cio, muchas per­sonas querían al Lib­er­ta­dor de regre­so al poder, el gob­ier­no de Bolivia sabi­en­do que éste par­tiría a Europa lo nom­bra min­istro plenipo­ten­cia­rio ante la san­ta sede; el con­gre­so del Ecuador lo procla­ma padre de la patria; de la Nue­va Grana­da, solo cua­tro provin­cias no se man­i­fes­taron a su favor, des­de Venezuela su her­mana; María Anto­nia le dirá en una car­ta que al saberse la situación estal­lan muchos pun­tos de insur­rec­ción en con­tra del gob­ier­no y el con­gre­so de Cara­cas, cla­man­do el retorno del Lib­er­ta­dor a su patria.

La muerte de Sucre fue dev­as­ta­do­ra para el Libertador.

Quizás fue fatal para el esta­do aními­co de aquel gran genio recibir la triste noti­cia de su ami­go el Gen­er­al Sucre quien bus­can­do la serenidad de su hog­ar con­sigu­ió la muerte, pero éste gran ami­go y com­pañero de guer­ra ya se había des­pe­di­do sem­anas antes por medio de una car­ta que dice así: “Cuan­do he ido a casa de ust­ed para acom­pañar­le ya se había mar­cha­do. Adiós, mi Gen­er­al; reci­ba ust­ed por gaje de mi amis­tad las lágri­mas que en este momen­to me hace vert­er la ausen­cia de ust­ed”. Bolí­var recibe la noti­cia del asesina­to de Sucre estando en Carta­ge­na y exclamo: “Dios excel­so, si tenéis jus­ti­cia haced caer un rayo de vues­tras manos sobre aquel mon­struo (el asesino)” y añadió “yo pien­so que la mira de este crimen ha sido pri­var a la patria de un suce­sor mío”.

Mien­tras Manueli­ta con­spira en con­tra del gob­ier­no y lo hace con efi­ca­cia, Bolí­var deci­di­do a no volver, con­tinúa bus­can­do un mejor cli­ma para sus dolores, ya para octubre y noviem­bre de 1830 se encon­traría más enfer­mo que nun­ca, con los ojos apa­ga­dos, con una tos que empe­o­ra, con un andar lento, de poco hablar con quienes lo acom­pañan, lo verían pasar cer­ca de la igle­sia San Nicolás en Bar­ran­quil­la con direc­ción a las afueras para con­tem­plar el crepús­cu­lo, la cru­el enfer­medad se agra­va y en medio de ella no deja de dic­tar car­tas, no deja de aten­der asun­tos, no pierde la esper­an­za de sanar, en las noches jue­ga a los naipes y recuer­da con mucha nos­tal­gia sus mejores momen­tos de glo­ria. Como no mejo­ra de salud decide con­tin­uar su ruta hacia San­ta Mar­ta. El mis­mo día que toma el bar­co que lo con­ducirá direc­to al lugar de su tum­ba, a toda prisa parte de Bogotá el Gen­er­al Perú de Lacroix, envi­a­do por Manueli­ta con el úni­co obje­ti­vo de con­vencer al Lib­er­ta­dor de volver al poder.

Con la noche desem­bar­ca el primero de diciem­bre en San­ta Mar­ta el Gen­er­al Bolí­var jun­to a los tes­ti­gos que lo verán morir; y es que esto parece más una car­a­vana fúne­bre, ya el héroe lo bajan en sil­la de mano, ape­nas son­ríe ligeramente.

Le asig­nan al úni­co medico disponible para el momen­to el joven Próspero Revérend, quien le tocará dar el triste diag­nós­ti­co del enfer­mo y ver como el Gen­er­al Mon­til­la rompe en llan­to al escuchar: “lo con­sidero como tisis pul­monar lle­ga­da a su ulti­mo gra­do, y ésta no per­dona”. Ya no que­da tiem­po, solo lle­gar a la Quin­ta de San Pedro Ale­jan­dri­no, propiedad del señor de Mier, un lugar con un cli­ma apropi­a­do y con el triste propósi­to del bien morir para aquel genio, se encon­tra­ba a cor­ta dis­tan­cia de la ciu­dad de San­ta Mar­ta, ya para el día 10 de diciem­bre el doc­tor recomien­da arreglar los asun­tos legales y espir­i­tuales del Lib­er­ta­dor, pues ya veía venir muy de cer­ca a la muerte.

Al sigu­iente día a las tres de la tarde dic­ta su últi­ma car­ta y será dirigi­da al Gen­er­al Briceño, expre­san­do lo sigu­iente: “En los últi­mos momen­tos de mi vida le escri­bo ésta para rog­a­r­le como la úni­ca prue­ba que le res­ta por darme su afec­to y con­sid­eración, que se rec­on­cilie de bue­na fe con el Gen­er­al Urdane­ta y que se reú­na en torno del actu­al gob­ier­no para sosten­er­lo. Mi corazón me ase­gu­ra que ust­ed no me negará este últi­mo hom­e­na­je a la amis­tad y al deber. Reci­ba el ulti­mo adiós y el corazón de su ami­go” Bolívar.

Lle­ga Perú de Lacroix a San­ta Mar­ta, pero ya el Lib­er­ta­dor agrava­do con su enfer­medad ni se le noti­fi­ca de la mis­ión del Gen­er­al francés, después de unos días Perú de Lacroix se decide a escribir­le a Manuela esta des­gar­rado­ra carta:

“Llegué a San­ta Mar­ta el día 12, y al mis­mo momen­to me fui para la hacien­da San Pedro, donde se hal­la­ba el Lib­er­ta­dor. S. E. esta­ba ya en un esta­do cru­el y peli­groso de enfer­medad, pues des­de el día 10 se había hecho su tes­ta­men­to y dado una procla­ma a los pueb­los, en la que se está des­pi­di­en­do para el sepul­cro. Per­manecí en San Pedro has­ta el día 16, que me marché para esta ciu­dad, dejan­do a su exce­len­cia en esta­do de agonía, que hacia llo­rar a todos los ami­gos que lo rode­a­ban. A su lado esta­ban los Gen­erales; Mon­til­la, Sil­va, Por­to­car­rero, Car­reño, Infante y yo, y los Coro­ne­les Cruz Pare­des, Wil­son, Capitán Ibar­ra, Teniente Fer­nan­do Bolí­var y algunos otros ami­gos. Si, mi des­gra­ci­a­da seño­ra: el grande hom­bre esta­ba para quitar esta tier­ra de la ingrat­i­tud y pasar a la man­sión de los muer­tos a tomar asien­to en el tem­p­lo de la pros­peri­dad y de la inmor­tal­i­dad al lado de los héroes que más han fig­u­ra­do en esta tier­ra de mis­e­ria. Lo repi­to a ust­ed, con el sen­timien­to  del más vivo dolor, con el corazón lleno de amar­gu­ra y de heri­das, dejé al Lib­er­ta­dor el día 16 en los bra­zos de la muerte: en una agonía tran­quila, pero que no podía durar mucho. Por los momen­tos estoy aguardan­do la fatal noti­cia, y mien­tras tan­to, lleno de agitación, de tris­teza, lloro ya la muerte del Padre de la Patria, del infe­liz y grande Bolí­var , mata­do por la per­ver­si­dad  y por la ingrat­i­tud de los que todo le debían, que todo habían recibido de su generosidad.

Per­mí­tame ust­ed mi respeta­da seño­ra, de llo­rar con ust­ed la pér­di­da inmen­sa que ya habre­mos hecho, y habrá sufri­do toda la Repúbli­ca, y prepárese ust­ed a recibir la últi­ma y fatal noticia.

Soy de ust­ed admi­rador y apa­sion­a­do ami­go, y tam­bién su aten­to servi­dor, q.s.p.b.,”

Perú de Lacroix

Y es que el Gen­er­al Francés no fue capaz de describir detal­lada­mente en la car­ta lo que vio durante sus días jun­to al muy enfer­mo Bolí­var, escribirá Ruma­zo; el médi­co le pasa­ba al enfer­mo del lecho a la hamaca. “Tal vez no pesa­ba arri­ba de dos arrobas”. Perú de Lacroix pudo escucharle sus voces de desvarío: “vámonos, vámonos, esta gente no nos quieren en esta tier­ra; vamos mucha­chos, lleven mi equipa­je a bor­do de la fra­ga­ta”. El hipo preagóni­co de los tísi­cos no cedía; las extrem­i­dades esta­ban frías; el sem­blante, hipocrático.

Y es así como un 17 de diciem­bre de 1830 pasa­da la una de la tarde nue­stro gran Lib­er­ta­dor expi­ra su últi­mo alien­to de vida. “sus fac­ciones expresa­ban una per­fec­ta serenidad, ningún dolor o seña de padec­imien­tos se refle­ja­ba sobre su noble ros­tro” des­de la vie­ja for­t­aleza del Mor­ro de San­ta Mar­ta con tres cañon­a­zos anun­cian el vacío que el Padre de la Patria había deja­do, des­pi­di­en­do para siem­pre al valiente héroe que acom­paña­do de una pro­fun­da tris­teza y decep­ción la muerte ya lo habría alcanzado.


Fuentes:
Ruma­zo González, Alfon­so. “Bolí­var” Edi­to­r­i­al Mediter­rá­neo. Madrid 1973.
Ruma­zo González, Alfon­so. “Manuela; la Lib­er­ta­do­ra del Lib­er­ta­dor” Edi­to­r­i­al Edime. Cara­cas 1962.
Cuer­vo, Luis Augus­to.  “Apuntes His­to­ri­ales” Edi­to­r­i­al Min­er­va. Bogotá 1925.

 

Luis Medina Canelón

Abogado, escritor e historiador Miembro Correspondiente de la Academia de Historia del Estado Carabobo

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