Crónicas

Luctuosa fue la orden del general José Antonio Páez

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista y cronista
luisperozop@hotmail.com
IG/TW: @LuisPerozoPadua

Cuan­do lo llev­a­ban a ras­tras para la plaza de Alt­a­gra­cia en Bar­quisime­to, Estanis­lao trata­ba de mover con may­or celeri­dad su pier­na lisi­a­da, en aquel año del Señor de 1823.

Así ini­cia Estanis­lao y la orden del gen­er­al Páez, del escritor Igor José Gar­cía Rodríguez, pub­li­ca­do en CorreodeLara.com, que nar­ra las horas finales de un escla­vo que des­obe­de­ció la prov­i­den­cia de quien pron­to se con­ver­tirá en uno de los hom­bres más impor­tantes para el des­ti­no de la futu­ra Venezuela independiente.

Gar­cía Rodríguez nar­ra magis­tral­mente que Estanis­lao cam­inó con mucha difi­cul­tad, amar­ra­do de mano a mano con otros negros esclavos, y fue guia­do por un sol­da­do muy joven sobre un sober­bio cabal­lo que aparte de empu­jar­los con el pecho y las ancas, les gri­ta­ba imprope­rios, con la inten­ción de sen­tirse impor­tante ante un con­glom­er­a­do de mujeres, niños y ancianos que mira­ban atóni­tos des­de sus ven­tanas o bien des­de la acera, el cumplim­ien­to de aque­l­la orden del gen­er­al José Anto­nio Páez, el cen­tau­ro, el lib­er­ta­dor, el jefe mil­i­tar y políti­co de la zona, el vence­dor en Carabobo, el hom­bre que por primera vez vis­ita­ba la ciu­dad en su rol de soldado.

“Estanis­lao mira­ba con difi­cul­tad las casas por donde pasó tan­tas veces. Los cúmu­los de bahareque y cañas ya ador­na­dos por plan­tas inva­so­ras y las tejas ennegre­ci­das regadas por lo que algu­na vez fue un piso de famil­ia aco­moda­da”, apun­ta el escritor en su descrip­ti­vo relato.

El dolor oca­sion­a­do por el mecate apre­tan­do sus muñe­cas humedecía sus ojos, escribe y añade: Sen­tía que esta­ba vez no era el juego de los mucha­chos que lo llev­a­ban a ras­tras a las rib­eras del Tur­bio para maltratarlo.

Estanis­lao oyó muchas veces hablar del cen­tau­ro llanero, de la guer­ra, de Bolí­var, de real­is­tas y patri­o­tas, pero nun­ca entendió, así como tam­poco entendió como fue a parar de niño en la casa de huér­fanos que regenta­ba el cura, ni porqué debía arras­trar su pier­na al cam­i­nar con su pie dobla­do y ente­co. Pero era que tam­poco podía hac­erse enten­der. Ape­nas decía con clar­i­dad: “si señó”; “no señó” y lo demás era una sar­ta de inco­heren­cias qua movían a la burla.

Rev­ela Gar­cía Rodríguez a modo de nov­ela históri­ca, que Estanis­lao servía al cura para enviar reca­dos escritos y como eran pocos los que sabían leer y escribir en aquel Bar­quisime­to colo­nial, era poco el tra­ba­jo real­iza­do y mucho el tiem­po para el ocio y el deam­bu­lar errante.

Allanamiento mortal

José Anto­nio Páez llegó a Bar­quisime­to el 10 de enero de 1823. Acom­paña­do del ejérci­to con direc­ción a Coro, per­noc­tó en la pequeña y arru­ina­da ciu­dad, orde­nan­do pub­licar la orden de que todos los veci­nos debían pre­sen­tarse a las doce del día, en la plaza de Altagracia.

Y así sucedió, cuan­do al toque de gen­er­ala la gente comen­zó a col­mar la plaza. Sin embar­go, pasa­da la una de la tarde, Páez envió patrul­las armadas a alla­nar las casas y apre­sar a los que se negaron a cumplir con su mandato.

 

 


Gen­er­al José Anto­nio Páez
en uni­forme de gala

 

 

 

 

 

 

 

Encon­traron entonces a cua­tro esclavos que no habían con­cur­ri­do a la plaza, entre estos el enfer­mi­zo man­dadero del padre Bueno que, pese a las súpli­cas del pres­bítero, el gen­er­al no cedió en lo abso­lu­to con aque­l­la orden mortal.

El gen­er­al alegó que cumplía órdenes del Con­gre­so de Colom­bia, que Bolí­var nece­sita­ba sol­da­dos en el Perú, que la San­ta Alian­za prepara­ba una invasión a Venezuela, que se nece­sita­ban cin­cuen­ta mil sol­da­dos para defend­er la patria.

Pero la gente, al ver des­fi­lar al inde­fen­so Estanis­lao se pre­gunt­a­ban si éste podía ser sol­da­do. No se lo imag­in­a­ban encar­a­ma­do en un cabal­lo con la lan­za al ristre en medio de explo­siones, de gri­tos, de fusila­zos. Y, además, ¿no y que se había acaba­do la guer­ra des­de hacía dos años, des­de aquel encuen­tro en Bobare entre los coro­ne­les Car­los Núñez y Manuel León?

Pero Estanis­lao había sido apre­hen­di­do sin saber siquiera por qué razón, y esta­ba acom­paña­do de otros tres negros. El primero un viejo que se nega­ba a volver al ejérci­to aducien­do que lo habían heri­do tres veces en batal­la y que al final lo habían regre­sa­do a la hacien­da para seguir de escla­vo. Que lo habían engaña­do siem­pre y por eso no se pre­sen­tó al lla­ma­do hecho por el gen­er­al Páez. «Además, mi amo no per­mite que aban­done el fun­do sin su per­miso» alegó al aire porque no fue siquiera escuchado.

Los otros dos esclavos tam­poco esta­ban aptos para la guer­ra. Su debil­i­dad se nota­ba a leguas. Enclen­ques, tac­i­turnos, difer­ían mucho del sol­da­do ágil y fuerte nece­sario para el combate.

Tem­p­lo de Alt­a­gra­cia de Barquisimeto

El último recuerdo de Estanislao

En el instante en que lo colo­ca­ban frente a aque­l­la fila de sol­da­dos, en la mente de Estanis­lao se albergó la época de su niñez en la que el sue­lo se movió sin parar. No supo que era un ter­re­mo­to, el de 1812, episo­dio que en algo se parecía a este momen­to. Des­de ese tiem­po las casas esta­ban der­ruidas. Los techos de la igle­sia se cayeron y el rui­do que venía del fon­do lo hizo abrir la boca desmesurada­mente. Era la ima­gen de sí mismo.

“Se miró los ojos: Grandes, muy grandes, como los de las vacas, pero abier­tos, tan abier­tos que casi ocu­pa­ban toda la cara. Las pupi­las: pequeñas como islas rodeadas de blan­co por todas partes. La nar­iz: escar­ran­cha­da como dos cuevas de cachi­camo. La piel: blan­quea­da como la túni­ca del padre Bueno en la misa de los domin­gos. La boca: tam­bién abier­ta, desmesurada­mente abier­ta, mostran­do las encías vacías de tre­cho en tre­cho. Las mue­las: ennegre­ci­das por las caries. Los dientes: Car­co­mi­dos por un sar­ro espan­toso. Era su ros­tro. No se pre­gun­tó nada. Se quedó en el recuer­do del dolor en su pie. La luz del sol entran­do a tor­rentes por donde estu­vo el techo de la igle­sia y al ban­co de madera sobre su pier­na y su pie. Sobre el ban­co las tejas, las cañas, el bahareque…. Y no para­ba de tem­blar. Por eso abrió la boca y quedó, así como una figu­ra grotesca. Aho­ra siente de nue­vo un gri­to y un gran rui­do. Pero esta vez el dolor es en el pecho. Un dolor instan­tá­neo, lac­er­ante y últi­mo que lo entib­ia y lo desploma.”

Aquel día, a las tres de la tarde, fueron fusila­dos Estanis­lao y los otros tres esclavos, en la mis­ma plaza de Alt­a­gra­cia, por orden del gen­er­al Páez. Sus cuer­pos quedaron expuestos por var­ios días, pudrién­dose al sol has­ta que las rapiñas comen­zaron a des­cuar­ti­zar­los. El cura con­trató a unos zagale­tones para lle­var los cuer­pos a un lugar y sepul­tar­los, pero el jefe mil­i­tar y políti­co se negó, con­tra­or­de­nan­do que lan­zaron los despo­jos en fos­as sin identificar.


Fuente: Igor José Gar­cía Rodríguez. Estanis­lao y la orden del gen­er­al Páez. CorreodeLara.com 23 de octubre de 2019.
Rafael Domin­go Sil­va Uzcátegui. Enci­clo­pe­dia Larense. Tomo I. Ter­cera edi­ción. Cara­cas 1981.

CorreodeLara

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