Memorias de Bárbula: el aterrador campo de batalla
Juan Carlos Díaz Quilen
Politólogo y escritor
La hacienda de Bárbula se había convertido en un terrible campo de batalla, el viento soplaba acompañado de silbidos de balas mientras los montes eran suplantados por las llamas de la guerra, el cielo azul solo era opacado por humo negro y los tambores de guerra sonaban una y otra vez
La Campaña Admirable había costado sangre y pólvora, en una cruenta guerra entre aquella nación que quería nacer y entre aquel imperio que se negaba a morir, y para desgracia de todos sus protagonistas, una guerra que apenas comenzaba.
El Coronel neogranadino Atanasio Girardot; nativo del hermoso pueblo de San Jerónimo, en el departamento de Antioquia, joven, con bigotes finamente cortados, cabellos negros un poco ondulados y de tez rojiza seguía al frente de su columna mientras a su alrededor solo se apreciaba el humo y miles de hombres subiendo aquella colina. Muchos llevaban sus guerreras azules y sus banderas de guerra a muerte, aquella izada por primera vez en la ciudad de Trujillo de color rojo, blanco y negro.
—¡No disparen, todavía no! —Ordenaba a sus hombres hasta estar cerca del enemigo, pues iban de subida y los realistas tenían la ventaja de la altura y, por la distancia, los disparos no serían tan precisos. De lado del Coronel Girardot se encontraba un soldado, de no más de 16 años, llevaba la bandera de la República, se levantó y justo en ese momento los realistas descargaron sus fusiles, el pobre soldado recibió tres disparos; dos en el pecho y uno en el cuello. Girardot vio aquella escena y una rabia inexplicable brotó por sus poros, recogió la bandera entre disparos y explosiones y gritó a todo pulmón:
— ¡A la carga! —Todos los hombres que se encontraban atrincherados se levantaron y empezaron a subir los cien metros que los alejaban de la cima de la colina mientras se escuchaban los toques de trompetas, tambores, disparos y explosiones en las lejanías. Aquella colina había cambiado su tono verdoso por el de un panorama de humo, gritos, detonaciones y sangre.
Por su parte, el Comandante realista Bobadilla, al ver que los patriotas ganaban las alturas, y en un gesto desesperado, ordenó a los realistas que se batieran a bayoneta.
— ¡A Bayoneta, A Bayoneta! ¡Maten a todos esos malditos insurgentes! —Gritaba Bobadilla a sus oficiales.
— ¡Por la madre patria España! —Gritaban los realistas mientras emprendían la vertiginosa carga cerro abajo con bayonetas y lanzas en mano. Al ver como aquella masa de uniformes blancos se avecinaba, Girardot se preparaba. El choque entre aquellas hordas humanas llenas de odio y fulgor era inminente. Ambos bandos gritaban con furia como tratando de atemorizar a sus contrarios.
Una masa humana colisionaba en aquel choque entre ejércitos, el sonido de los metales y los gritos de dolor de más de mil hombres se escuchaban en aquella danza infernal de bayonetas, sables y lanzas. Girardot clavó la asta en el primer enemigo que se le vino encima y con su sable le cortó el cuello a otro. Luego, tomó un fusil y con coraje bloqueó el ataque de un oficial español, lo golpeó fuertemente con la culata en la cara tendiéndolo en el piso y lo remató dándole culatazos en la cabeza, otro hombre se le abalanzó con un cuchillo y ambos cayeron cerro abajo, dando vueltas como sí de una rueda se tratase, golpeándose con cuanta roca había.
Mientras forcejeaban, Girardot evitaba que este soldado le clavara el cuchillo y como pudo, con su otra mano, cogió una madera astillada y se la clavó; el soldado cayó muerto. Con toda su cara llena de sangre, tierra y su uniforme en fachas deplorables, el Coronel tomó el cuchillo del soldado y empezó de nuevo a subir entre los cadáveres tendidos y las fuertes empinadas. Recogió su sable y la bandera y siguió subiendo, otro soldado realista venía en su contra, pero Girardot le bloqueó el lanzazo respondiendo con un fuerte puñetazo en la cara.
Todos sus compañeros luchaban encarnizadamente contra sus enemigos. Aquel panorama era caótico; los cadáveres ya se contaban de a cientos y el humo de las detonaciones se observaba por doquier. El Coronel Girardot se cubría de una ráfaga de disparos; ya estaban a menos de cincuenta varas de su objetivo, un Cabo de apellido Céspedes tomó un fusil y comprobó que estuviera cargado, apuntó al oficial que dirigía aquella línea de fuego realista y le disparó, dándole en el pecho. La infantería realista, al verse sin su oficial, huyó en desbandada. Girardot se tornó serio y alzó el pabellón gritando a todo pulmón: —¡La cima es nuestra, a la carga mis valientes!
Como si su voz fuese más fuerte que el sonido de los disparos, las balas y el choque de los metales, aquellos hombres que quedaban tomaron fuerzas de donde no tenían y con un grito atronador empezaron de nuevo la subida empinada, el cansancio y la falta de aliento pasaban a segundo plano, debían terminar esa faena, un día maldito en el que así seas triunfador o derrotado, la maldición de la guerra solo te daría un descanso. Ya a punto de llegar a la cima, se escuchaba el redoble de los tambores realistas, ordenando la retirada de los españoles al mismo tiempo que Girardot, junto a unos efectivos, lograron alcanzar tan preciada meta. A los pocos minutos llegó el Coronel Rafael Urdaneta, a la vez que aún seguían los disparos por parte de algunos realistas mientras se encontraban en retirada. Todos estaban agachados mientras unos ayudaban al resto de los hombres a subir.
— ¡Enhorabuena Coronel Girardot! hay que ver que usted si es atorado, se ganó el ascenso y me ganó porque a mí me tocó la empinada más fuerte. —Decía el Coronel Rafael Urdaneta mientras reía y a la vez que se cubría de los silbidos de las balas, ambos jadeaban del cansancio mientras el sudor de sus frentes se mezclaba con el polvo y el humo.
—A eso en mi tierra le dicen verraquera, que la historia sepa que en Antioquia nacen hombres de valor y bien bravos. —Dijo Girardot un poco alterado por el fragor de la batalla mientras llamaba con la mano al Cabo Cepeda, quien se presentó bañado en sangre y con un sable de oficial español.
Girardot sostenía el pabellón republicano, luego, clavó su asta en el cerro a la vista de todos, se dirigió a Urdaneta, quien se secaba el sudor de la frente.
— ¡Míralos! —Decía Girardot mientras soltaba carcajadas estresadas—, ¡mira como huyen esos cobardes, eso es lo mejor que nos pudo envi…! —Momento funesto para las tropas republicanas, cuando el impacto de una bala silenció la egocéntrica personalidad y la gloria de aquel Coronel Girardot, que con sangre en la frente cayó de espaldas llevándose consigo el pabellón tricolor. Su mente no tuvo tiempo de rememorar su corta vida, ni sus mayores recuerdos, en la guerra solo basta un segundo y una bala para terminar con mil años de glorias.
El Coronel Urdaneta y el Cabo Céspedes se pusieron a cubierto arrastrándose en un intento de auxilio, pero ya era tarde, aquel férreo neogranadino yacía sin vida, con los ojos abiertos y un tiro en la frente. Urdaneta veía al Cabo, quien a su vez miraba con dolor aquel hombre tendido en el suelo. Céspedes tiene los ojos aguados y Urdaneta se compadeció de aquel joven mulato. Al momento llegó el Coronel Luciano D’Elhuyar. Urdaneta se colocó de rodillas y posó sus manos suavemente sobre el rostro de Atanasio Girardot.
— ¡Ve amigo mío, ve a donde nuestros camaradas esperan a todos aquellos que tomamos el camino de las armas, que los neogranadinos sientan orgullo de solo escuchar tu nombre, descansa en paz mi hermano! —Dijo el Coronel Urdaneta mientras le cerraba los ojos. «Ya usted tiene su puesto de gloria en nuestra historia, ojalá pueda igualarlo algún día mi Coronel Girardot, descanse en paz». Pensó el Cabo. D’Elhuyar no pudo más que cerrar los ojos y llorar en silencio la muerte de su amigo y compatriota neogranadino. Urdaneta se levantó y miró a su alrededor el devastador panorama, cientos de hombres yacían muertos adornando la empinada de aquel cerro de Bárbula, aquel que grababa en su memoria aquel 30 de septiembre, de aquellos años terribles, de aquella guerra total. Vio de nuevo el cuerpo de Girardot mientras un suspiro salió de su boca. «¿Cuándo terminará?». Se preguntó Rafael Urdaneta.