Rómulo Batancourt en la intimidad
Andrés Cañizalez
Periodista
Rómulo Betancourt, a quien podemos llamar sin vergüenza el padre de la democracia moderna en Venezuela, falleció el 28 de septiembre de 1981. Nunca lo ví en persona. La imagen que recuerdo más directamente de verlo en televisión fue cuando dijo “we will come back”, para anunciar que los adecos volverían al poder tras perder Luis Piñerúa en las elecciones de 1978 ante Luis Herrera Campins.
Tanto Rafael Caldera como Carlos Andrés Pérez, el primero siendo presidente, el segundo en plena campaña para su primera presidencia, visitaron el barrio en el que yo crecí en Barquisimeto. De ellos guardo un recuerdo directo. Betancourt en la década de los 70, cuando yo andaba ya acercándome a mítines políticos, aun siendo un niño, había optado por retirarse de la vida pública. Ha sido una excepción, en nuestra historia, ya que sabiamente entendió que había cumplido su papel.
Sin haber tenido nunca un contacto directo con Betancourt, es posiblemente sin embargo la figura pública de la que pude saber más detalles de su lado humano. Una tía mía, a mitad de los años 70, sirvió en la casa de Rómulo. Era una de las personas que limpiaba en la casa del expresidente. Aquello me intrigaba y cada tanto que mi tía iba de visita a Barquisimeto la atormentaba yo haciéndole preguntas sobre Betancourt.
Hago un ejercicio de memoria de aquellas conversaciones con mi tía y es la primera vez que escribo sobre este asunto. Me atrevo a esbozar tres características personales de Rómulo, de un Rómulo en su mundo íntimo.
La fama que tuvo Betancourt de ser un cascarrabias, una persona irascible, es cierta. Mi tía me contaba de rabietas que agarraba Rómulo. Le molestaban fundamentalmente cosas de la vida política. Se enardecía, y lo hizo muchas veces, al saber de los sonados casos de corrupción que envolvieron al primer gobierno de Pérez (1974–79).
Adecos de la vieja guardia, me contaba mi tía, venían a contarle situaciones o casos en los que la megalomanía de Pérez y su séquito hacían de las suyas con los fondos públicos. Betancourt era intolerante con la corrupción y los malos manejos públicos, aún en el espacio de su casa.
Pese a esa imagen dura que exhibió en público, Rómulo fue una persona amable con las personas que le rodeaban y le servían. Mi tía siempre recordaba experiencias infames, personas a las que sirvió la humillaron o vejaron. Y aquello lo contraponía con la amabilidad y el buen trato que Betancourt le brindó a la gente, en su gran mayoría de origen humilde como él mismo, que le atendían o ayudaban con las labores domésticas.
El hombre que en su época tuvo el mayor poder en el país, que tuvo tanto poder que pudo renunciar a él para construir una democracia, era un hombre sencillo, un ser humano sin ínfulas en su mundo hogareño.
Obsesionado con el país
Y aunque Rómulo se había salido del juego por el poder, seguía siendo una referencia, dentro y fuera del país, por aquella casa desfilaban políticos, diplomáticos, recibía llamadas de líderes extranjeros. Todo aquello seguía ocurriendo pero nada de eso le impedía ser amable con su personal subalterno.
Finalmente, el Rómulo que me dibujaba mi tía, siendo yo un niño interesado en el devenir de Venezuela, era el de un hombre obsesionado con el país, con la historia de Venezuela, con los problemas que nos aquejaban como nación. Era el Betancourt cuyo tiempo mayor transcurría en su biblioteca, leyendo, escribiendo cartas, juntando información que recogía de revistas y periódicos.
Y sí, era humano. Me decía mi tía que se molestaba en extremo cuando le movían algún papel, fuera carta o recorte, que él tuviera dispuesto en algún lugar.
Ese Rómulo es posiblemente el hombre público más importante de nuestra historia moderna. Cuanto agradezco tener aquellos destellos de su imagen privada, sencillamente lo enaltecen.