Tocaima, 1826
Ángel Rafael Lombardi Boscán
Director del Centro de Estudios Históricos de la Universidad del Zulia
@lombardiboscan
Es llamativo como los “países bolivarianos” tienen memorias encontradas respecto a su “libertador”: me refiero a Simón Bolívar. En Perú no lo quieren porque los invadió y les quitó el Alto Perú para crear Bolivia. En Ecuador su recuerdo es tibio. Y en Colombia Santander, “el traidor”, está por encima.
Hace unos días, Diego Bautista Urbaneja, uno de nuestros mejores historiadores, me inquirió muy gentilmente sobre el “Encuentro de Tocaima” entre Bolívar y Santander a finales del año 1826. Y me demostró lo que siempre hemos sabido: mientras más suponemos saber de un tema en realidad no sabemos nada. En Tocaima, muy cerca de Bogotá, hubo la implosión del proyecto constitucional para ceder al militarismo de los caudillos libertadores. Una Gran Colombia sólo sostenida por las bayonetas y con la Cosiata de trasfondo.
Todo el republicanismo de los mantuanos iniciado tibiamente en 1811 desapareció en 1813 con el Decreto de Guerra a Muerte y las tropelías de Boves y su “Legión Infernal” compuesta de llaneros y pardos (1814). Pasado ese Rubicón nuestra Independencia fue una guerra de exterminio. Y el famoso abrazo en Santa Ana entre Bolívar y Morillo con el Tratado de Regularización de la Guerra (1820) no aminoró las atrocidades ya acometidas y las nuevas por acometer. La nueva guerra de exterminio, luego de las exitosas “campañas de liberación” del Sur del continente, se desarrollarían entre los caudillos libertadores triunfantes y sus herederos.
Los únicos que queremos a Bolívar somos los venezolanos, y sólo, por interés. Como casi todos los amores. A Bolívar: Páez y sus amigos godos le sacaron la silla con lo de la Gran Colombia (1819–1831). No le perdonaron que haya puesto de capital a Bogotá. Y lo desterraron de Venezuela.
¿Dónde muere Bolívar? En una oscura playa al norte de Colombia con salida al Caribe. Yéndose al exilio rumiando su fracaso político. Es decir, que tampoco sus compatriotas venezolanos lo trataron bien, es decir, como hombre vivo. Ya muerto se le recuperó aunque no tanto por sus hazañas como nos han hecho creer sino como instrumento ideológico del poder.
En 1842 el mismo “traidor” Páez le trae de vuelta hasta Caracas como ceniza. Imitando lo que hicieron los franceses con Napoleón en París. ¿Por qué lo hace Páez? Para arroparse con la aureola de prestigio de Bolívar y construir su Mito, el de la nueva nación que repudió todo vestigio hispánico.
Los venezolanos no teníamos identidad histórica. Indios y negros siempre han sufrido de nuestro desprecio. Lo español lo rechazamos y combatimos. Lo criollo era algo ambiguo y fruto de un mestizaje incestuoso y dicharachero. ¿Qué hacer entonces? Se buscó a Bolívar héroe.
El Poder desde entonces elaboró la identidad nacional alrededor del culto bolivariano. Desde Páez hasta Maduro todos han sido bolivarianos porque no serlo es perder a la clientela política, el Pueblo. Y no hay palabra más deformada y manipulada que ésta del Pueblo.
Así que el Pueblo bolivariano, supuesto protagonista del legado del Libertador, es en realidad, siempre lo ha sido, carne de cañón para quienes se han encumbrado en el Poder en Venezuela desde Páez hasta hoy. Junto al Mito Bolívar está el del Pueblo. Ambos deben ser desmontados.
El único Bolívar que de verdad nos hace falta es el real e histórico, el de carne y hueso. El humano y terrenal: virtuoso y defectuoso. Al que le podamos exigir cuentas para mejorar en nuestro presente.
El Bolívar del Poder ese nos paraliza e intoxica con sus excesos y mentiras. En Tocaima, un olvido patriótico, es uno de los rastros perdidos de la tan cacareada como fallida unidad latinoamericana bajo las banderas republicanas que el personalismo dinamitó para sufrir la más grande y debilitante balcanización.